Los archivos como testigos
Si de algo se puede vanagloriar nuestro país, es el de poseer gran cantidad de archivos documentales, que se pueden calificar como punteros, al constituir un ingente legado histórico. Hecho sorprendente, máxime si tenemos en cuenta la desidia secular imperante.
Sin embargo, los archivos supervivientes, expurgados a causa de guerras, de incendios, o por simples motivos políticos, sin olvidar las razones oscuras cuando no crematísticas, siguen siendo hoy en día fuentes fundamentales donde rebuscar el origen de muchas de nuestras viejas leyendas o de nuestras pasadas historias, que al final resultan más o menos similares a las que ahora corren en estos tiempos tan turbulentos que nos está tocando vivir. Es por ello y por refrescar el ambiente que vamos a proponer un “viaje” al Pirineo, en busca de una documentada historia de brujería.
El demonio de Tramacastilla de Tena
Pero los archivos no siempre hablan, como se hace patente en el caso que vamos a tratar, que afectó en la primera mitad siglo XVII, concretamente entre los años 1637 a 1642, a un pequeño pueblecito oscense perdido en las estribaciones pirenaicas llamado Tramacastilla de Tena, perteneciente en la actualidad al municipio de Sallent de Gállego.
Dicho pueblo junto con el de Sandiniés, sufrieron durante dichos años una, llamémosla, “epidemia” de brujería estudiada en profundidad por el amigo Ángel Gari,1 de la que se desprende la intervención en aquellos hechos de un famoso exorcista de la época, el cual unos años más tarde publicaría supuestamente un libro donde explicaba con todo lujo de detalles, entre otras cuestiones, su propia y personal intervención en aquella terrible historia.

Detalles puntuales que no figuran entre los testimonios de la época, ni entre los documentos actualmente conservados de la propia Inquisición. Circunstancia que no indica de por sí que la historia no sucediera tal cual se relata en aquella obra –a pesar de lo increíble de la misma- ya que entra dentro de lo posible que algunos documentos conexos se han podido perder por las causas más diversas. Sin descartar el hecho mismo de que un día cualquiera aparezcan otros nuevos, olvidados en el oscuro rincón de un archivo, lo que arrojaría un poco de más luz sobre aquella extraña y peculiar historia de brujería.
Es por ello que esta ocasión nos hemos acogido, con todas las prevenciones necesarias, al viejo y popular Tratado de Conjuros, supuestamente redactado por uno de los principales protagonistas de dicha historia. Dicho tratado puede ser considerado, sin duda alguna, como un libro santo, al no estar redactado, como era lo habitual, por brujos ni nigromantes, dado que su autor fue en vida un sesudo inquisidor de la época, y por lo tanto muy alejado de las prácticas mágicas o de las pócimas infernales, al haber dedicado toda su vida a perseguir espíritus armado únicamente con su fe y su crucifijo.
Fray Luis de la Concepción
Nuestro protagonista portugués de nacimiento, acabó afincado en España, donde desarrolló con éxito su labor como teólogo, ganándose justa fama no sólo por su santidad sino también por su humildad, según afirman las crónicas de su tiempo. Hombre de vasta erudición, estuvo dotado igualmente, al menos así lo apuntan sus biógrafos, con poderes celestiales para la lucha contra “los príncipes de las Tinieblas”, razón por la cual mereció fama al ser reconocido como él “invicto vencedor de los espíritus malignos y aguerrido debelador del enemigo del género humano”.
El personaje en cuestión en realidad en la vida terrenal se llamaba Gonzalo Acebedo, pero al tomar el habíto trinitario optó por renombrarse Luis de la Concepción: “Gonzalo, hijo de Francisco de Acebedo y de Isabel Suárez, bautizado en la portuguesa villa de Avis, provincia de Transtagana (sic), el 9 de agosto de 1599, fue alumno de la Universidad de Coímbra, en la que recibió el grado de bachiller en derecho pontificio, pasando luego a Madrid, al convento de la Trinidad donde tomó el hábito el 9 de diciembre de 1616, profesando el día de Nochebuena del año siguiente. Dotado de especial aplicación y estudio, enseñó durante muchos años Teología en los colegios de la orden, en Salamanca y Alcalá de Henares; fue ministro y definidor general de su orden varias veces, era muy celoso en la observancia regular, y un especial devoto del misterio de la Purísima Concepción. Falleció con fama de santidad, en Alcalá de Henares en 1681”.
La obra de aquel fraile trinitario, muy popular en su época, mereció al parecer dos ediciones la primera en 1683 y la segunda en 1721, siendo dicha obra la fuente de inspiración de la presente historia. Obra, cuyo sugestivo título prometía desvelar los grandes misterios que en sí misma contenía: “Práctica de conjurar en que se contienen exorcismos y conjuros contra los malos espíritus, de cualquier modo existentes en los cuerpos humanos: Así en mediación de supuesto como de su inicua virtud, por cualquier modo y manera de hechizos. Y contra langostas y otros animales nocivos y tempestades”.
El misterio de Práctica de Conjurar
Sin embargo, es de resaltar que aquel libro, atribuido a la pluma de fray Luis de la Concepción, constituye en sí mismo todo un misterio todavía insondable, al no ponerse de acuerdo ni los propios especialistas. Así bibliógrafos tan notables como el inquisidor sevillano Nicolás Antonio, que en su Bibliotheca Hispana Nova da unas breves noticias biográficas del autor, no le atribuye entre sus obras la citada obra Práctica de conjurar. Al igual sucede con Vicente Salvá, el afamado librero valenciano, que en su Catálogo parece desconocer tanto a la persona de Concepción como sus obras impresas. Un hecho idéntico que se repite con el insigne bibliógrafo Bartolomé y Gallardo y su popular Biblioteca de libros raros y curiosos, o en el caso de del afamado Juan Catalina García y su Tipografía complutense.

Sólo Antonio Palau y Dulcet cita a Concepción en su Catálogo hispano-americano, pero refiriéndose únicamente a la edición de su obra impresa en 1721, pero no la de 1683. Fray Antonio de la Asunción, en su Diccionario de escritores Trinitarios hispano portugueses, tomando las noticias de la Bibliografía Portuguesa, de Barbosa Machado, cita las dos ediciones, las correspondientes a los siglos XVII y XVIII, si bien confunde la fecha de la última, al asignarle la fecha del 1723, cuando la real es la del año 1721. Y de hecho en la Biblioteca Nacional de Madrid es la única biblioteca conocida que posee un único ejemplar de aquella obra, en su caso de la primera edición de 1682 impresa en Alcalá, fecha que consta como tal en su tasa. (Fecha de impresión tomada de la tasa)
Semejantes “confusiones” u “olvidos”de tanto erudito resultan harto curiosos, dando así la impresión de que sea el mismísimo diablo, que en caso de existir, esté jugando a confundir al personal. Ahora bien, si reparamos en las fechas de las dos ediciones, las de1683 y 1721, de ser ambas correctas, en teoría, cuando se imprimió la primera el fraile ya había pasado a mejor vida exactamente dos años antes. Es decir, se trataría de una impresión póstuma, detalle que nunca se recalca. Como tampoco se recalca que la primera edición tenía 176 pág, mientras que la segunda tenía 204.
De hecho, en otro ejemplar conservado, uno en concreto de la impresión de 1721, curiosamente no se indica en parte alguna que se trata de una segunda edición. Hasta ahí pase, pero lo que tampoco consta en dicha edición es el nombre concreto de su impresor.
Y aquí no concluyen todas las anomalías de aquella segunda edición, pues las licencias, tan necesarias y obligatorias y que deberían figurar impresas en los principios de la obra, máxime en un libro de aquella índole y teniendo en cuenta la época, fueron sorprendentemente soslayadas con un críptico: “con las licencias necesarias”.
Cabe preguntarse pues, si no nos encontraremos ante una obra falsa, en cuanto a su autoría en el caso de su primera edición, aunque avalada por la merecida y reconocida fama de exorcista del fraile, al moverse siempre este dentro de los cánones más ortodoxos y por lo tanto fiables a ojos de la iglesia defensora acérrima de la fe. Por otra parte, si fuera así, es de admirar la astuta actitud mercantilista adoptada por el anónimo impresor de la segunda edición, circunstancia que le debió permitir la venta o su difusión popular bajo el amparo de unas dudosas garantías anteriores.
También cabe una segunda posibilidad, ya apuntada por Angel Gari, “[Fray Luis de la Concepción] continua exponiendo otros muchos hechos sorprendentes que nos hacen pensar que era, o un visionario, o pretendía con su libro, revalorizar su prestigio y fama de exorcista privilegiado. Lo que si podemos asegurar es que, en la copiosa documentación y libros manejados, no se hace referencia alguna a esta clase de efectos como resultado de los exorcismos sobre las posesas”.2 Por todo ello, lo cierto es que el misterio, tanto en lo referido a la autoría del libro como en cuanto hace a su propio contenido, permanece en la actualidad todavía sin resolver.
En este tipo de literatura sobre exorcismos, que proliferó en los siglos XVII y XVIII, donde se vienen a referir las maldades de los diablos, las diversas maneras como atormentaban a las personas, o las oraciones más propias y adecuadas para librar a los endemoniados de los sufrimientos, resulta excepcional que el autor de dicha obra sea a la vez el propio protagonista de la historia que se relata en la obra. De ahí otra de las muchas extrañas rarezas de la obra de fray Luis de la Concepción.
Otra de aquellas rarezas de la obra reside en que al ubicar su autor determinados sucesos, tanto temporal como geográficamente, estos pueden ser, como en el presente caso concreto, verificados. Y por último, los diablos, que en contadas veces acostumbraban a declarar su nombre propio, salvo en circunstancias muy puntuales, en aquella ocasión, no solo lo revelaron sino que llegaron a entablar un diálogo fluido con el protagonista, tal como vamos a tener ocasión de ver.
Tipología de los demonios
Cabría también remarcar que en aquella obra, y más concretamente en el apartado de demonología, fray Luis de la Concepción señala la existencia de “tres especies de demonios” muy concretos que, por “divina disposición”, atormentan a la naturaleza humana de los individuos. ´
Los primeros, que hacen a las personas endemoniadas “posesas” en el hablar, en el comer, en el mirar, etc. Los segundos las convierten en “obsesas”, que da en que “estén los demonios dentro del cuerpo o arrimados a él”. Y por último están los demonios responsables de que algunas personas se transformen en “atormentadas”, “con tropel de especies contrarias a las virtudes, [que]algunas veces las arrojan al suelo y causan en diversas partes de su cuerpo o en todo él intensísimos dolores, angustias de corazón, melancolía y tal vez palabras como de desesperación”.
Estas tres distinciones tan específicas en cuanto a los demonios existentes, siempre según la docta opinión de fray Luis de la Concepción, a buen seguro harán las delicias de más de un psicólogo o psiquiatra actual. Pues dan a entender los vislumbres psicológicos del personaje, en este caso los referidos a la complejidad del “alma humana” o de la propia mente. O el alto grado de preparación espiritual y mental del fraile a la hora de tener que entablar un “combate celestial” contra aquellas entidades que él denomina “luciféricas”. Faltándole como le faltaba, dada la época, un buen diván donde poder sentar al paciente o un buen botiquín farmacológico para el oportuno tratamiento médico. Lo que demuestra, en cierto modo, la buena voluntad del fraile ante semejantes problemas mentales.
Llegados a este punto, vamos a entrar sin más preámbulos en los sucesos que atormentaron al pueblo de Tramacastilla de Tena, avisando que en dicho libro de 1721 no figura la fecha concreta en que sucedieron dichos acontecimientos, como tampoco se recoge en él el motivo por el cual la Santa Inquisición había asentado sus reales en el pueblo, apuntando únicamente que la presencia de su autor se debió al haber sido requerido por el Santo Tribunal para que realizara en él un Conjuro General.
Sin embargo, gracias a la documentación conservada, hoy se sabe que Concepción llegó a Tramacastilla en los primeros días de julio del año 1640, acompañando a Bartolome Guijarro y Carrillo, en aquella fecha Inquisidor del Reino de Aragón, que murió en aquellas fechas sin causa justificada.
Génesis Histórica
Cuando nuestro protagonista llegó al pueblo los fenómenos de posesión demoníaca ya se llevaban produciendo desde, como mínimo, tres años antes. El principal encausado de la causa atendía al nombre de Pedro de Arruebo, señor de Artosa, que finalmente sería condenado a doscientos azotes y su posterior envío a galeras, pena última que nunca llegó a cumplir. Cómplices del anterior eran Miguel Guillén, Juan de Larrat y Lucas Aznar, este último presbítero de Piedrahita que quedaría también exonerado de sus cargos en aquel proceso.
El número de mujeres afectadas por aquella epidemia de posesión alcanzaba entre Tramacastilla y Sandiniés a más de 70, sin contar en dicho número a las personas involucradas durante el proceso naturales de otros pueblos próximos como Villanua, Saqués, Sallent, Jaca, Pueyo de Jaca y Piedrafita. Pero, sin alcanzar, ni mucho menos, la cifra apuntada por el extravagante cronista aragonés José Pellicer de mil seiscientas personas, noticia que aparece recogida en sus Avisos Históricos de junio de 1640. El denominador común entre las posesas era que: “todas son mujeres jóvenes, doncellas o casadas, y comprendidas entre los 8 y los 25 años”.
De la importancia de aquel problema nos da idea lo relatado por un testigo presencial, el benedictino fray Francisco Blasco Lanuza, en su libro titulado: Patrocinio de Angeles y combate de Demonios (San Juan de la Peña, 1652), en aquellas fechas rector de Sandiniés y poco tiempo más tarde Abad de San Juan de la Peña: “Estuve ocupado en uno de los sucesos más raros en materia de energúmenos que vio el mundo, así por el número dellos como por los terrores y efectos del demonio, que se ha experimentado”.
Blasco Lanuza y Matías Ximénez, este último cura de Tramacastilla, fueron los autores de un primer memorial que se dirigió en demanda de ayuda al Santo Oficio de Zaragoza, al que siguieron más tarde nuevas peticiones y suplicatorios. El decisorio fue el dirigido por las mismas personas al rey Felipe IV, lo que provocaría una orden real y la inmediata intervención personal del Gran Inquisidor de Aragón Bartolomé Guijarro y Carrillo. La muerte del mismo, poco tiempo después de su presencia en Tramacastilla, dio pie, según la creencia popular, a que fuera achacada a los maleficios o a los hechizos realizados por los demonios contra el personaje.

Levitación General
La primera escena demoniaca que nos relata fray Luis de la Concepción en su obra Práctica de Conjurar no puede ser más dramática. En presencia de los inquisidores, del cura párroco y de los feligreses, que abarrotaban la iglesia local, fray Luis de la Concepción, tiene agarrado por el cuello con su estola, ayudado, suponemos, por el espantado cura local, nada más y nada menos que al mismísimo Lucifer, personificado en aquella ocasión por una respetable señora, al cual conjura violentamente para que haga visibles y se manifiesten el resto de los demonios allí presentes:
“Tenía yo, en virtud de Cristo, echaba la estola al cuello de una señora, en quien estaba Lucifer […] Díjele al cura de dicha Iglesia mandase a todos los demonios que asistían en cualesquiera personas de las allí asistentes, se manifestaran sin daño de criatura alguna. Y el mandato fuese imponiéndoles y echándoles la maldición divina. Apenas lo pronunció el cura, cuando, repentinamente, más de doscientas mujeres, las más doncellas, fueron levantadas en el aire, que casi tocaban la bóveda de la Iglesia, girando por el aire, y con tanta decencia asentadas, como cuando lo estaban antes de dicho precepto y maldición”.3
Cabe resaltar de aquella escena el número tan elevado de mujeres que levitaban, en este caso “más de doscientas”. Eso sí, de modo “decente”, cosa de agradecer dada la característica tan particular del fenómeno o del inductor del mismo. Todo ello, sin tener en cuenta la propia capacidad física de la iglesia actual, la misma de la época, que es de reducidas dimensiones o lo exiguo de su población, lo que de por sí da la medida de otro gran milagro; el de la ubicación física de tanto personal, si se añade que al espectáculo debió asistir el pueblo de Tramacastilla en masa, sin contar los espontáneos procedentes de todos los pueblos vecinos.
Para amenizar aún más aquella función, los demonios, personificados por las damas, se dedicaron a golpear las gruesas paredes de piedra, que sonaban “como si fueren de tablas”, completando el ritmo con horribles alaridos y voces horrendas, lo que hace comprensible el espanto que causado entre los pobres espectadores. Lucifer no contento con ello, amplió el show, ordenando a sus acólitos que también pusieran en órbita los “bancos y escaño” de la iglesia, como así sucedió. Con la única excepción del sitial en que se aposentaba fray Luis de la Concepción, y al cual se encontraba arrimado, y diríamos bien sujeto, el cura local Matías Ximénez.
“Parecióle a Lucifer, ser menos cabo de su poder el que dicho escaño no anduviese por el aire como los demás. Y dando una horrenda voz, dijo a los suyos: Vaya también éste. Y con una maldición mía de parte de Cristo, el banco estuvo inmoble con harta rabia y saña de Lucifer”.4
Justo reconocer en este momento el valor o la capacidad del fraile, al conseguir con su maldición, de la que desgraciadamente se ha perdido la fórmula, primero, el negarse él mismo a volar sin medios artificiales, eterno sueño de esta humanidad doliente, detalle que le confiere, en segundo lugar, una aureola de beatitud al hacer renuncia expresa a aquella experiencia casi mística.
Aterrizaje Forzoso
El Santo Tribunal, que estaba presente durante toda aquella escena, suponemos que puesto en pie sino también hubiera levitado al igual que las damas, acongojado ante semejante despliegue aéreo pidió encarecidamente a fray Luis de la Concepción mandara aterrizar y acallar a las “voladoras” y de paso a los otros complementos mobiliarios puestos en órbita por el demonio, aunque nada dice el fraile en su libro sobre la situación real en la que se encontraba el resto del personal civil, es de suponer “clavados” sus pies al suelo por el terror, o si por el contrario, prudentemente, ya había optado por una prudente retirada.
“Oyólo Lucifer, y con semblante al parecer sólo humano, me dijo: ¿Quieres que yo le mande quecallen?A lo que, enojado, le respondí lo siguiente: Dragón infernal: ¿Yo había de admitir tus proposiciones? Yo les mandaré, en virtud de Cristo y debajo de su maldición, que callen y que bajen todas las criaturas que subieron, primero los bancos y escaños y después las criaturas racionales, sin hacer daño alguno, y sea todo puesto en sus lugares sin discrepar un punto. Y si ellos no obedeciesen, te mandaré a ti, en la forma dicha, que, como superior y riguroso sayón de la divina Justicia, los castigues y obligues a ejecutar lo dicho”.

Segundos más tarde, y sin la ayuda de expertos controladores aéreos, empezaron a descender planeando, en primer lugar, los bancos y escaños en perfecta formación, aculados unos con otros, tras el preceptivo vuelo de aproximación, seguidos en segundo lugar por las mujeres, que volvieron a ocupar, singularmente, los mismos lugares de los que habían despegado minutos antes. Durante el aterrizaje únicamente se produjo un pequeño incidente, pero que fue prestamente solucionado por el fraile sin más consecuencias.
“Al bajar un escaño y dar la última vuelta para ser puesto en su lugar, viendo Lucifer que venía a topar con el Cura, y en mí, me dijo: Baja la cabeza, porque no te haga daño. Y llevó por respuesta lo siguiente: Perro infame e infernal bestia. No extraño que habiendo llegado tu altivez, elación y soberbia a afectar al Ser Divino y a tentar a Cristo, Nuestro Bien, en el Desierto, ofreciéndole todos los Reinos del mundo si, arrodillándose, te adorase, nos digas ahora bajemos las cabezas. Debajo del mismo precepto y maldición te mando no llegue el escaño a tocar a ninguno de los dos, que no te hemos de bajar las cabezas, y sí humillar más la tuya. Y con esto no se movió el banco”.
Después de semejante demostración de dominio del “tráfico aéreo”, por parte de fray Luis, se comprende que el público fuera preso de un mar de lágrimas. Aunque desconocemos si la causa residió en la frustración ante la pérdida de la capacidad voladora, por parte de las féminas del terruño, o por el contrario, por el pánico que les había producido aquella espectacular y singular experiencia aérea.
Experiencia que, según fray Luis de la Concepción, no quedó reducida a las personas, ya que semejantes o iguales “tormentos” los sufrían, igualmente, los animales domésticos, tales como las “gallinas y otras aves”, cosa nada insólita de pensar que se trataba de aves, pero si anómala en el caso de los “animales cerdosos”, los cuales, que sepamos, todavía no han alcanzado un grado de evolución tan avanzado que les permita el realizar por si mismos un vuelo sin motor.
La Pedregada
Vencido en su primera batalla el demonio “por la intensa devoción de aquella gente” y la venturosa intervención de fray Luis, Lucifer cambió de táctica. Abandonando la aeronáutica, modificó el procedimiento e “inventó su rabiosa astucia el destruir los frutos de la tierra”, con lo que se pasó al campo de la meteorología. Así se comenzaron a formar voces en el aire, donde se podía oír a los demonios que se alentaban los unos a otros, dándose nombres propios y muy castizos tales como Roberto, Capitanillo o Escribano.
Según fray Luis, algunos de estos gritos, “no pocos”, provenían del propio público presente. Lo que no matiza convenientemente el texto es si los espontáneos eran presa del Demonio, o por el contrario resultaban ser amigos de la juerga y la jarana. Gracias a la fantástica memoria del fraile, de nuevo podemos conocer con todo detalle los eslóganes coreados y el objetivo final de los mismos.
“Ea, Capitanillo, Escribano, Roberto, etc, llenemos el aire de vapores y humedades y forjemos gran multitud de piedra que destruya de todo punto todas las cebadas, trigos y otros frutos de este término, que ya estaban, para que dentro de pocos días los cogiesen sus dueños. Cosa rara, aunque para los demonios (dándoles Dios licencia) fácil. En muy breve espacio de tiempo, se ostentó el aire, tan lleno de pedregosas nubes, que sólo el ruido causó a todos los moradores en dicho término gran temor, y aumentábalo más las ya referidas palabras de los enemigos”. 5
Ante semejante preparación celeste, muchos vecinos acudieron a la carrera a la iglesia en busca de amparo, pues en ella ya se encontraba atrincherado el Santo Oficio, que inmediatamente organizó la defensa de la plaza, con la ayuda de las perceptivas oraciones y maldiciones. Mientras esto sucedía, acaeció otro nuevo milagro. Un luterano -hasta este momento fray Luis nada había dicho de su existencia, con lo que cabe la pregunta ¿sería acaso uno de los juerguistas? – cayendo de rodillas, pidiendo a gritos su admisión en el seno de la Iglesia católica.
“Dióse orden de que se descubriese Su Majestad, como luego se hizo; y alentando a todos los desconsoladas moradores de aquel término, se dispuso cantaran el Tantum ergo y la Salve, entre tanto que fuera de la puerta de la Iglesia se ponía el precepto que luego diré. Había en la aldea de aquellos montes un corral grande y sin fruto alguno. El precepto y penas, con la maldición, fue para que en sólo aquel corral cayese toda la piedra, sin que fuera de él cayese piedra alguna, y que luego al punto cumpliesen dicho precepto. Ya se reúne la gente que había para ver las maravillas y poder del precepto, pues no faltó allí un luterano que viendo lo que yo digo se echó a los pies del señor Inquisidor pidiendo perdón de sus errores, y como oveja perdida volvió al gremio de la Iglesia Católica.”.
Tan formidables defensas celestiales, o lo atinado de las formulas de fray Luis, propició la conducción de la gigantesca pedregada, cual sumiso rebaño de ovejas, al lugar indicado donde descargó su furia. Las piedras de un tamaño monstruoso, como estaba mandado, se apilaron mansamente tras la cerca sin derramarse fuera de ella ni una sola, alzándose así una fantástica torre de hielo que mostró al pueblo las bondades de los conjuros de fray Luis.

“Sucedió, pues, que apenas se acabó de poner dicho precepto, cuando al punto comenzó a caer, sobre solo dicho distrito cercado, tanta máquina de piedra (algunas como huevos, y lo común como nueces), que dentro de breve espacio subió tan alto, sin deslizarse una sola, que podía competir con las comunes torres de España”.
Exhibición Aérea
No escarmentado Lucifer por aquellos fracasos, se puso a maquinar que nueva fechoría podía montar, con la que sorprender definitivamente a fray Luis y al Santo Oficio, dado que sus víctimas más atormentadas, seis piadosas mujeres, se habían transformado en modelo de beatitud con confesión y comunión diaria. Y, suponemos, que harto de los conjuros vino a imaginar una nueva operación aérea.
“Tomó, pues, por traza la infernal astucia el aterrar y poner horror a los confesores, para que no oyesen de confesión a las susodichas personas enfermas y por ello atribuladas. Y estando una mañana oyendo (seis Confesores conmigo) de confesión a seis señoras atormentadas por los enemigos, a un mismo tiempo (en presencia de muchas y graves personas, y lo que más es, del señor Inquisidor) las arrebataron de los pies, y las colgaron de los más eminentes riscos y peñas de aquellos montes Pirineos. La situación y modo de estar dichas criaturas colgadas en la forma dicha no quitó la decencia que a su honestidad se debía, pues estaban como si sus pies fuesen cabezas y las cabezas pies”.6
Hay que reconocer aquí la astucia del Maligno, o su habilidad para arrebatar por los pies, sacándolas de los brazos de la propia iglesia, a seis honradas y piadosas matronas, o la tribulación que debió causar el hecho entre el público asistente. Otra cuestión a tener en cuenta es que los riscos que envuelven Tramacastilla alcanzan algunos de ellos los 2000 metros de altitud, lo que requiere toda una técnica depurada para semejante hazaña.
Luego está la fabulosa visión ocular de los espectadores, que distinguían no solo las cumbres más elevadas de los entornos, sino también, la apurada situación de las damas, colgadas por los pies, cual puercos en el degolladero, y sin que las sayas o las enaguas se les vinieran a la cara, dejando al descubierto sus partes impúdicas. Todo un milagro de la física que pone en entre dicho al pobre Newton. Pero cabe tranquilizar al lector, pues, nuestro buen fraile también tenía remedio para solucionar tan dura papeleta.
“Esto último (como tampoco después que en el aire salieron aun mismo tiempo juntas por la puerta de la Iglesia) no lo vi pero viéronlo el señor Inquisidor, sus Ministros, los otros cinco Confesores que salieron a verlo y casi toda la villa. No quise salir, porque me pareció menos aprecio de la potestad de Cristo en sus Ministros, especialmente cuando la están ejerciendo. Y así estuve, como estaba asentado, detrás de la una media puerta de dicha iglesia. Lo cual sabiendo el señor Inquisidor, me dijo saliese a ver lo referido. Mi respuesta fue suplicar a su Señoría se sirviese de mandar a dichos cinco confesores se volviesen a sentar en sus mismos lugares, que yo tenía por cierto volverían presto a sus puestos dichas seis penitentes, entonces colgadas en la forma ya dicha. Mándalo su Señoría y así se hizo. Dióse orden de que se descubriese Su Majestad y cantasen el Tantum ergo, la Letanía y la Salve, entre tanto que el Cura de dicha iglesia, y con él todos los seis Confesores, mandábamos, en nombre de Cristo, con penas y maldición, ira e indignación contra los dichos demonios e Infierno todo, volviesen, sin daño de criatura alguna, a poner como estaban dichas señoras a los pies de los Confesores, y así lo hicieron”.
Visto el párrafo anterior, habría que ir planteándose el incluir dentro de los folletos explicativos de las compañías aéreas, de cumplimiento obligatorio por las normas de la IATA, las oraciones referidas para casos semejantes, probablemente más efectivas que los endebles chalecos salvavidas, puesto que la experiencia de fray Luis de Concepción demuestra bien a las claras que en caso de emergencia aérea, no hay nada mejor que un Tantum ergo o una buena Letanía para tomar felizmente tierra.
A modo de Conclusión
No vamos a incidir más en la reprobación o en la crítica irónica de los incidentes de Tramacastilla de Tena y pueblos adyacentes, al menos según lo relatado por fray Luis de la Concepción en su obra Práctica de Conjurar, ya que, unos años más tarde dio buena y santa explicación a sucesos semejantes o del mismo jaez otro fraile, en este caso el benedictino Benito Jerónimo Feijoo. Sirvan pues sus juiciosas palabras o sus honradas opiniones de hombre de iglesia ilustrado a modo de conclusión de aquellos hechos.
“Veréis a un conjurador, que con buena fe exorciza a una mujer creyéndola poseída, y que con la misma buena fe os refiera las señas que le persuaden a que efectivamente lo está. Halláis que aquellas señas son equívocas o falsas, y procuráis instruirle en que pueden ser efectos de un accidente histérico o ficciones de la misma exorcizada; él porfiará lo que pudiere por mantener su opinión, más viendo que no puede ya defender la pretendida posesión […] inventa otras (señas) más eficaces en su cabeza, y llegará a levantar a su conjurada, que habla latín, griego y hebreo, que vuela por los aires, que adivina los pensamientos […] etcétera.”.7 Sin comentarios.

Pero si alguien persiste en su interés por el tema, hace unos días ha aparecido un libro sobre el mismo asunto, encarnado ahora en la obra del prolífico y riguroso autor Luis Antonio Palacio Pilacés: “El tiempo de los demonios. La epidemia de posesión diabólica en el Valle de Tena (1637-1643)”, obra que edita Comuniter editorial, y lectura muy apropiada para refrescar la dura canícula que nos azota.
1 Ángel Gari Lacruz, Brujería e Inquisición en el Alto Aragón en la primera mitad del Siglo XVII, Diputación General de Aragón, Zaragoza, 1991.
22 Obra citada, págs. 170-171.
3 Págs. 140-150, de Practica de Conjurar, edición facsímil, Editorial Maxtor, Valldolid, 2009.
4 Op. Cit, p. 145.
5 Op. Cit., PP. 150-155.
6 Op. Cit. pp. 155-162
7 Fray Benito Jerónimo Feijóo, Ensayos seleccionados del Teatro Crítico Universal y de las Cartas Eruditas, T. I, Barcelona, 1964, p. 160.

