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La experiencia de las comunas ha fracasado siempre

Historia universal de las soluciones parte de una idea original. Se trata de crear una academia en la cual los futuros políticos puedan aprender a solucionar los problemas de los ciudadanos. Para ello, los alumnos deberán interiorizar un método heurístico basado en el conocimiento histórico y alejado de las ideologías.
José Antonio Marina, Historia universal de las soluciones. Ariel, febrero 2024.

Nunca había leído un libro de José Antonio Marina. Y eso que el ensayista toledano es autor de una treintena. Son constantes las referencias que hace a muchos de ellos, por lo que no parece descabellado pensar que esta obra refleja la culminación (hasta ahora) de su pensamiento. Es evidente que, a sus 84 años, este filósofo perteneciente a la escuela de la fenomenología y ganador de múltiples premios se halla en plenitud de facultades; cabe prever que el libro publicado en febrero de 2024 no será el último.

De su atenta lectura, no son pocas las ideas que he ido tomando para una futura aplicación en mis clases. El capítulo octavo “La guerra y la insuficiencia de la paz” es un buen ejemplo. En general, me parece sugerente el uso que hace Marina de la etimología para enfatizar matices de algunos conceptos. Por ejemplo, decidir deriva de caedere ‘cortar’ y verificar de verum facere ‘convertir en verdad’, justificar significa ‘hacer justicia’ y solvente ‘ser capaz de pagar una deuda’. Dada la cantidad de temas y autores tratados en distintos momentos, hubiera sido deseable la inclusión de un índice temático y otro onomástico, quizás para una segunda edición.

Historia universal de las soluciones parte de una idea original. Se trata de crear una academia en la cual los futuros políticos puedan aprender a solucionar los problemas de los ciudadanos. El objetivo es que las personas sean capaces de buscar su felicidad (individual o privada) en el bienentendido de que ello solo es posible en un contexto adecuado, que Marina denomina de felicidad pública (o colectiva). Para ello, los alumnos deberán interiorizar un método heurístico (capaz de encontrar las mejores soluciones, tras haber identificado correctamente los problemas y analizado sus distintas opciones de resolución), basado en el conocimiento histórico (de lo que ha funcionado en el pasado) y alejado de las ideologías.

De alguna manera, se trata de aplicar el ciclo político de las políticas públicas: definición de la agenda, formulación de política, legitimación, implementación, evaluación y decisión acerca del mantenimiento, transformación o terminación de la misma. No me parece mal que el autor dedique mucho espacio en la primera parte del libro a explicar su método (heurístico), puesto que el libro está destinado a un público general no necesariamente familiarizado con las políticas públicas, pero echo de menos alguna referencia en este sentido.

Encuentro estimulante su visión de la (psico)historia como un universo observado con rayos gamma: inquieta, llena de flujos de energía, explosiones y ráfagas, atendiendo a las pasiones que la han movido. Ello se contrapone a una observación con luz natural, en la que la historia nos aparece estable, serena, comedida y formal. Me atrevería a sugerir que lo que Marina propone aquí es verla como un universo neurodivergente, aspecto que quizás guarde alguna relación con la neurología, fundamento de su teoría de la inteligencia.

En un marco rico y complejo, que bebe de la historia, la filosofía y la ciencia política (con pinceladas psicológicas, sociológicas, económicas y un largo etcétera), buena parte del libro está dedicado a analizar (y, en cierta medida, solucionar) una serie de problemas éticos fundamentales, desde el valor de la vida humana hasta la relación entre el derecho y la religión, pasando por el asunto de la propiedad y el poder. Además, se incluye un capítulo entero sobre el siempre espinoso conflicto catalán, como ejemplo del método que recomienda el autor. Cada una de estas cuestiones concluye con un breve ‘ensayo de axiomática moral’ en el que Marina propone la solución que se deriva de su análisis histórico, en ocasiones más definida, a menudo una serie de principios generales sobre los que aún habría que derivar políticas concretas.

Para ello, el autor aboga por una evolución semántica a la hora de llevar a cabo el análisis. En su opinión, mucho cambiaría si usásemos la palabra problema en vez de la más habitual conflicto. La idea es que ‘conflicto’ implica un juego de suma cero en el que necesariamente hay ganadores y perdedores, mientras que ‘problema’ tiene en consideración las perspectivas legítimas de cada uno de los actores, de manera que se puede llegar a soluciones en las que todos salgan ganando. Ello recuerda al debate entre la resolución y la transformación de conflictos, donde esta última asume que se deben afrontar los problemas con el objetivo de cambiar las causas que los generan.

En cualquier caso, un ejemplo de logro de la competencia heurística “en un pueblo que no ha solido tenerla” (p. 132) sería la transición española. En particular, Marina destaca el pragmatismo de Adolfo Suárez (paradigma del buen político), pero también de Santiago Carrillo, el rey y Torcuato Fernández-Miranda. “Entre todos consiguieron romper la tradición española de plantear el enfrentameinto en formato conflicto y lo planearon en formato problema” (p. 134). En este punto, y más allá de los personajes autóctonos, quizás hubiera sido útil recordar también el papel de la CIA y de Estados Unidos en el proceso.

Conecto con la perspectiva de Marina cuando esta se expande más allá de los límites de la politología para incluir a autores difícilmente clasificables, como Jared Diamond o Joseph Henrich. Dado que la interdisciplinariedad sigue estando poco comprendida en las estrechas fronteras académicas actuales, hay que apreciar cuando se pone en valor, como es el caso.

Entre muchos otros, por las páginas de Historia universal de las soluciones se pasean filósofos como Aristóteles o Kant, teóricos políticos como Maquiavelo, Tocqueville o Madison, historiadores como Donald Kagan o Ian Kershaw, politólogos como Bueno de Mesquita, economistas como Daron Acemoğlu, estudiosos de las relaciones internacionales como Stephen D. Krasner y exponentes de la filosofía política como John Rawls. Todo ello aderezado con el optimismo de Steven Pinker y Francis Fukuyama… y con enfoques menos alentadores como los de Robert Kagan o Samuel Huntington.

Ahora bien, para analizar a algunos de estos autores echo de menos la perspectiva crítica que pide Marina a la hora de abordar los problemas éticos. ¿De verdad en 2024 se puede seguir reivindicando el Fin de la Historia o el Choque de Civilizaciones que protagonizaran tantos debates en los inicios de los años 1990? Si bien son ideas interesantes cuando se problematizan y se discuten, no me parecen ejemplos de las soluciones que deberían buscar los políticos.


¿Es posible huir de las ideologías?

José Antonio Marina sostiene que el político resolutivo debe buscar aquellas políticas que maximicen la felicidad pública, más allá de ideologías. Curiosamente, a lo largo del libro se van desgranando distintos elementos, correspondientes quizás a la propia ideología del autor.

Por ejemplo, el segundo de los problemas éticos analizados hace referencia a la ‘relación del individuo con la tribu’. Esto es, al dilema entre individuo y comunidad que Marina enmarca en parte en las diferencias culturales entre Occidente y Oriente, optando en buena medida por las soluciones adoptadas en las sociedades que nos son más cercanas. Es un buen capítulo, con abundancia de elementos reseñables. Ahora bien, se echan de menos enfoques que cuestionen este debate, como los que plantean el filósofo ghanés Kwame Anthony Appiah o el ensayista palestino Edward Said.

Uno de los capítulos a mi juicio más flojos (y a la vez más reveladores) es el que trata de ‘El poder, su titularidad y sus límites’. En él leemos planteamientos hobbesianos como “sin poder las sociedades caen en la anarquía” (p. 237), los cuales contradicen la (pretendida) apuesta de Marina por superar la realpolitik. Según el autor, “el modelo que defiende la libertad e igualdad absolutas tiene en contra la experiencia histórica: no parece posible la existencia de una sociedad sin ningún tipo de ley ni de autoridad. La experiencia de las comunas, de hecho, ha fracasado siempre” (p. 241). Y aquí llegamos al clickbait del título, espero que el lector me perdone. ¡Si los masacrados comuneros de París levantaran la cabeza! También leemos en el mismo párrafo: “El anarquismo nunca propuso un modelo realizable de sociedad” (entonces, ¿la revolución social de 1936 no existió?), “tampoco pasa la prueba de la reducción al horror, porque las experiencias anárquicas han sido terribles” (he aquí la leyenda negra del anarquismo), “y desembocó en el individualismo más radical, como el anarquismo de mercado”; al parecer, Hayek y Nozick serían los alumnos aventajados de Bakunin y Malatesta. Los estudiantes de primero de Ciencias Políticas se pondrían las botas si tuvieran que hacer un comentario de texto así.

Se preguntará el lector, ¿qué referencias se usan para justificar esta sucesión de aseveraciones? En realidad, ninguna, aunque dicho párrafo acaba con la mención al historiador anarquista George Woodcock, que de hallarse vivo pondría probablemente el grito en el cielo. Si Marina prefería no citar a ningún teórico clásico podría al menos haber mencionado a Chomsky o a James Scott. Claro está, hacerlo le hubiera llevado a modificar las ideas que cristalizan en el título de esta reseña y que contradicen un riguroso examen de la experiencia histórica. Y es que, como dirá después el propio autor, “nada nos ha ayudado tanto a progresar como nuestra capacidad de detectar los errores” (p. 300).

La ideología que promueve el libro se condensa parcialmente en esta frase: “La democracia obtiene la máxima puntuación en la ergometría de las soluciones” (242). Se me hace difícil leer algo así. ¿De verdad no es posible imaginar nada mejor? Los defensores de la democracia liberal suelen argumentar que se trata del menos malo de los sistemas, pero afirmar que es la mejor de las soluciones posibles es menos frecuente. Cuando el mismo Fukuyama hace años que sostiene que no es inevitable que todos los países acaben en la senda de la democracia liberal, Marina mantiene su confianza en que “ese progreso se irá imponiendo” (p. 303). ¿Se puede ser más fukuyamista que Fukuyama?

En la misma línea encontramos el siguiente capítulo, en el que el autor diserta sobre ‘los bienes, la propiedad y su distribución’. En este sentido, “los problemas aparecen porque los deseos y necesidades son mayores que los bienes disponibles” (p. 244). O sea, no es tanto un tema de distribución de la riqueza, sino de falta de recursos. Sorprende la poca cabida que encuentra en el libro el pensamiento de Piketty, cuya obra principal se publicó hace ya más de diez años y ofrece potentes respuestas empíricas a varias de las preguntas que se plantea Marina.1

Al lector libertario le interesará constatar la inclusión de Proudhon en una frase “que hizo fortuna”: “Qué es propiedad? Un robo” (p. 249). Por contextualizar, Marina señala brevemente que se trata de una consecuencia inesperada de la crítica a la propiedad que tiene lugar en Francia en los siglos XVIII y XIX. ¿Pero cómo podría esperarse otra cosa? En realidad, como muestra Piketty, los principales ataques a la propiedad no tendrán lugar hasta el siglo XX y será entonces cuando se reduzca la desigualdad. Pero es que Marina es un acérrimo defensor de la propiedad privada, pues “la defensa de la propiedad está ligada a la defensa de la libertad” (p. 250).

En este punto, es posible identificar diversos ejemplos de cherry-picking o falacia de prueba incompleta. Por ejemplo, afirma Marina que entre 1917 y 1920 Lenin emprendió la expropriación de la propiedad privada, “con resultados trágicos” (p. 251). ¿A qué se refiere? A que si comparamos la producción industrial y la producción de granos entre 1913 y 1920, ambas disminuyen de una forma más que considerable, 82% y 40%, respectivamente. El hecho de que Rusia participase en la Gran Guerra desde 1914 y en una guerra civil desde 1917 no parece ser de suficiente envergadura como para ser mencionado aquí. Como tampoco parece jugar ningún papel la existencia de la URSS en la creación del estado del bienestar en los países occidentales, que Marina parece explicar por generación espontánea. Recordemos que el sugerente planteamiento del libro era aprender de la experiencia histórica.

Otro capítulo interesante es el que problematiza el ‘trato a los enfermos, incapaces, ancianos, pobres, huérfanos’. Aquí el autor parte de una perspectiva aparentemente darwinista, señalando que las conductas altruistas deberían haber sido eliminadas por la evolución natural, para acto seguido concluir que, en palabras de la arquéologa Penny Spikins, es precisamente la compasión lo que nos ha hecho humanos. Cabría preguntar a Marina cómo casa esta idea con la demonización del anarquismo en los capítulos anteriores. Quizás si el autor no tuviera tantos prejuicios respecto a los pensadores libertarios sabría que el apoyo mutuo que teorizó Kropotkin estaba basado justamente en lo observado en la evolución de las especies. En todo caso, el príncipe ruso no encuentra su lugar en esta Historia de las soluciones… como tampoco lo hace la CNT, a pesar de que Marina sí trata el debate político que hubo en 1890 cuando Cánovas del Castillo propuso limitar las horas de trabajo. No he podido evitar imaginarme a Salvador Seguí o a Ángel Pestaña preguntando a nuestro autor: ¿Cómo se consiguió la jornada de ocho horas, sr. Marina?

Los dos últimos problemas éticos en los que nos vamos a detener son los que llevan por título ‘El sexo, la procreación y la familia’ y ‘El trato con los extranjeros’ (que empieza con la inquietante cuestión: ¿Por qué la xenofobia es tan frecuente?). Marina, que en otras ocasiones se ha definido como cristiano, se nos revela también como nacionalista (moderado): “Una nación es propiedad de sus nacionales, pero como todas las propiedades tiene una función social más amplia” (p. 284). Esto es lo que, al parecer, nos dice el test ergométrico cuando aplicamos el velo de la ignorancia. En este ámbito no hay rastro de las comunidades imaginadas de Benedict Anderson o de ningún otro teórico del nacionalismo. Si acaso, Marina recurre a Huntington para plantear la amenaza trágica de “las migraciones masivas” (p. 281). Y a Joseph Henrich y su hipótesis de que el mundo está evolucionando hacia una sociedad rara o WEIRD (Western, Educated, Industrialized, Rich and Democratic). El caso es que mientras el profesor de biología evolutiva humana en Harvard se limita a intentar describir un proceso histórico, Marina lo asume como una evolución darwinista, que considera positiva y deseable. En mi opinión, incluso si así lo fuera, es absurdo pensar que las buenas ideas se acaban imponiendo siempre. De ser así, los esperantistas llevarían ciento treinta años dando saltos de alegría.

Y de este modo llegamos al epílogo, en el que brilla con luz propia el siguiente párrafo: “El modelo inglés sirvió de guía en cuanto al ferrocarril, el telégrafo y la industria textil. El patrón francés inspiró la reforma legal y, hasta que se impuso el modelo prusiano, la organización del Ejército. Las universidades siguieron el ejemplo alemán y norteamericano, y la educación primaria, la innovación agrícola y el correo se tomaron de Estados Unidos. En 1889 se promulgó la Constitución, según el modelo prusiano. Esa capacidad de aprender hace posible la ‘perfectibilidad humana’ de la que hablaban los ilustrados” (p. 301). ¿Se puede ser más etnocéntrico? Responderá quizás el autor que son estos solo unos cuantos ejemplos, que podría haber elegido otros de ‘otras civilizaciones’. Tal vez, pero es sintomático que en el contexto de la Historia universal de las soluciones haya elegido precisamente los que ha elegido.


Ni de izquierdas ni de derechas

¿Tiene, pues, ideología José Antonio Marina? En una entrevista en 2021 en el portal Ethic afirmaba la necesidad de los partidos de centro. De hecho, en su interesante blog pueden leerse diversos artículos en este sentido, la mayoría publicados en prensa como El Confidencial. Al parecer, uno de los beneficios de la existencia de este tipo de partidos es que sirven de antídoto a la polarización social, en el caso español surgida tras la aparición de Podemos. Y yo me pregunto en qué se diferencia la propuesta política del autor (propiedad privada más estado del bienestar y derechos subjetivos) de la de Podemos.

El problema de este libro respecto a la(s) ideología(s) no es que Marina tenga sus propias ideas y las exprese como le parezca más conveniente, sino que distorsiona la presentación de ideas antagónicas (caricaturizando, por ejemplo, las del movimiento libertario, pero también las de otras corrientes revolucionarias) para ofrecer un enfoque aparentemente técnico, pero de hecho ideologizado. En este sentido, mi crítica no es tanto a la bibliografía que usa, sino a cómo la usa, haciendo decir a Piketty, Rawls o Henrich cosas con las que entiendo yo estos autores no estarían de acuerdo.

En conclusión, muchos son los aspectos positivos del libro y sin duda recomiendo su lectura. Paradójicamente, si para el autor lo importante no es formular preguntas, sino ofrecer buenas respuestas, cuando más acierta es, a mi entender, cuando hace lo primero; esto es, cuando da forma a determinados dilemas éticos. “¿Qué protege más la dignidad de la persona, la eutanasia o la prolongación de la vida en cualquier circunstancia?” (p. 33); “¿todas las vidas tienen el mismo valor o dependen de la salud, la riqueza, la raza, la religión o el mérito? (p. 211); ¿son los derechos universales o culturales? (p. 221); “¿es legítima la propiedad?” (p. 244); “¿puede la ética juzgar a las religiones?” (p. 285). Por su parte, las propuestas de solución que realiza son ciertamente legítimas y pueden servir de base para ulteriores debates. Ahora bien, pretender que la suya es una perspectiva aséptica se me antoja una empresa ingenua. Como nos enseñara Louis Althusser, «la ciencia no es neutral, siempre está cargada de ideología”.2


Notas

  1. Una nota menor sobre la evolución de la desigualdad. Afirma Marina que el sistema censitario llegó a su máxima desigualdad en Prusia, donde el voto del industrial Alfred Krupp equivalía al 33.3% de los votos en su jurisdicción (p. 238). Entiendo que es un error, pues Piketty ha explicado cómo en Suecia había distritos electorales en los que un único elector tenía derecho a más del 50% de los votos. ↩︎
  2. A modo de ironía, permítaseme concluir esta reseña con una cita de Althusser, a quien intuyo no debe tener José Antonio Marina en mucha estima, pues sus amigos Foucault y Derrida no salen muy bien parados en el libro. ↩︎

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