Artículo de reflexión sobre los orígenes de la patria argentina y la construcción del relato patriótico desde las revoluciones e independencias latinoamericanas. Publicado por primera vez en la revista CEHMS (Argentina) en el año 2016.
“En diez años que llevamos / de nuestra revolución / por sacudir las cadenas / de Fernando el balandrón / ¿qué ventajas hemos sacado? / Le diré con su perdón. / Robarnos unos a otros, / aumentar la desunión, / querer todos gobernar, / y de facción en facción / andar sin saber que andamos, / resultado en conclusión / que hasta el nombre de paisanos, / parece de mal sabor, / y en su lugar yo no veo / sino un eterno rencor. […] Desde principio, Contreras. / Esto ya se equivocó, / de todas nuestras provincias / se empezó a hacer distinción. / Como si todas no fuesen / alumbradas por un sol…”
Diálogos (Bartolomé Hidalgo, 1822)
A menudo recordamos el 9 de julio como una fecha que refleja un destino histórico. Como si toda la historia de Argentina (es decir, el pasado de cierta gente encerrada en un territorio de fronteras arbitrarias) tuviese necesariamente un punto de inflexión en aquel día. Aun cuando la conmemoración está relacionada con el 25 de mayo, esta segunda fecha pierde fuerza y valor frente a la otra. Una revolución y una independencia son procesos que generalmente están relacionados, pero no son equivalentes; mucho menos uno es obligatoria consecuencia del otro. Generalmente, este aspecto suele perderse a la hora de analizar historiográficamente el proceso de emancipación. Incluso cuando pasaron seis años entre un hecho y el otro, existe una mirada que interpreta ese período como una continuidad ininterrumpida; un recorrido natural, irreversible y sin sobresaltos hacia la declaración de la independencia.
La interpretación historiográfica, tanto sea de carácter académico como divulgativo, en general responde al interés de explicar el origen del Estado Nacional para luego justificarlo. Así puede verse desde la aparición de la historia mitrista, con su destacado panteón de héroes nacionales (y militares), hasta el revisionismo del siglo XXI, con su énfasis en los líderes honestos e incorruptibles (pero sin cuestionar el sistema).
Pareciera ser que la historia argentina tiene como finalidad ser la historia del Estado-Nación. A este aspecto se le suma la importancia que adquiere Buenos Aires para tal conformación histórica, destacándose su rol y preeminencia por sobre las demás realidades locales y regionales. De hecho, algunos historiadores no solo destacan el valor innegable de la Revolución de Mayo para la historia sudamericana (por ser la única que no fue totalmente sofocada), sino también su influencia sobre las subsiguientes emancipaciones. Para ello dejan de lado algunas independencias o autonomías tempranas como la haitiana (en 1804) o la paraguaya (que aunque fue proclamada en el acta de 1842, desde 1811 tenía capacidad administrativa propia sin subordinación a otro gobierno). Sin embargo, esta problemática no se debe solamente a la interpretación de los historiadores y su necesidad de justificar la existencia de un Estado Nacional con un gobierno central.
Buscando un origen
Durante los primeros años de la invasión napoleónica, los españoles comenzaron a relacionar la idea de independencia con el designio que tenía el pueblo de recobrar su reino e instituciones. Sin embargo, en Latinoamérica se hablaba más de libertad (libertad de expresión, libertad comercial, libertad social, etc.) que de independencia. Un ejemplo de esto es el artículo publicado en la Gazeta de Buenos Ayres en 1810, donde se exponen las decididas intenciones liberales de Caracas para argumentar que España no sufriría revoluciones separatistas si decidía acabar con el monopolio.
“¿Más qué va á ser de la España si se separan de ella las Américas? Jamás podemos creer que las Américas, aun quando todas siguieran el exemplo de Caracas, se olvidarán de los que en España pelean gloriosamente contra la opresion extranjera. […] Yo respeto a la Regencia de España, y por tanto, no puedo menos que juzgar, que algun motivo oculta la ha llevado á pesar suyo, á expedir este decreto contra el comercio libre, quando todas las circunstancias estaban clamando por el contrario. (…) Pero insistir en el espíritu de monopolio antiguo en este tiempo, y tratar de entretener á los americanos con promesas vagas de mejóras, cien veces repetidas, y otras ciento olvidadas, es moverlos á indignacion […] Todo es mas sufrible respecto de las Américas, que el monopolio de la metrópoli […] que si no quieren, que se excite universalmente á los americanos el espiritu de independencia, y aun de odio respecto de la Metrópoli, quiten las trabas á su comercio y no hagan que el interés de los particulares, se halle en oposicion con la obediencia á su gobierno”
Gazeta Extraordinaria de Buenos Ayres (31 de diciembre de 1810). En el caso caraqueño, posteriormente se plantearía la firma del Acta de Independencia fechada para el 5 de julio de 1811. Sin embargo, la situación local no estaba lo suficientemente consolidada para mantener la Primer República, lo que permitió la sublevación y el regreso al poder de manos de los realistas y pro-monárquicos.
Luego de la Revolución de Mayo, la Asamblea del Año XIII desarrollada en Buenos Aires creía necesario tratar otros dos problemas importantes para la época: la falta de centralización de un poder local (o mejor dicho, el surgimiento de poderes locales y autónomos) y el carácter violento de la revolución (que podría desprestigiarla internacionalmente). Por ello sus tres objetivos principales: reconocer la soberanía popular, declarar la independencia y redactar una constitución. Si bien el primero de estos objetivos destacaba que el gobierno de turno debía responder a los intereses del pueblo, los otros dejaban en claro que ese pueblo debía responder ya no ante un monarca sino ante dicho gobierno. En definitiva, el carácter de la Asamblea del año XIII respondía más al espíritu de una reforma que de una revolución.
Este cariz reformista puede haber sido la razón principal por la cual no pudieron lograrse en aquel momento los objetivos de independencia y constitucionalidad que se buscaban. Los gobiernos locales, alejados de la realidad porteña, estarían dispuestos a ver con buenos ojos la declaración independentista pero se resistirían a una constitución redactada en Buenos Aires que tuviera un posible carácter unitario y centralista. Este miedo no era irreal, tal como lo demuestran las instrucciones de José Gervasio Artigas a los diputados orientales, en las que se propone un gobierno de carácter federal. De cualquier manera, los dos proyectos apuntaban a lo mismo: la necesidad de un nuevo Estado.
Durante el Congreso de Tucumán, entre el 24 de marzo y el 9 de julio de 1816, se realizó un intenso debate sobre el tipo de gobierno que debía tener el nuevo proyecto político. Si bien por un lado surgió la necesidad de una monarquía constitucionalista, acorde a la restauración monárquica europea luego de la caída de Napoleón, por el otro, el proyecto republicano presentado tenía la misma finalidad: el centralismo. Pero no fue la única similitud. Si analizamos el Congreso con más profundidad, encontraremos que también buscó evitar la redistribución de la riqueza (o más bien, desplazar a la clase dominante española por la clase dominante criolla), incrementar las oportunidades comerciales de los exportadores e importadores, monopolizar el puerto de Buenos Aires y evitar el surgimiento de autonomías locales y federales.
Suele pensarse que se eligió San Miguel de Tucumán para el congreso con el fin de descentralizar la influencia bonaerense en la discusión política. Sin embargo, es probable que esto haya sido para fortalecer la posición de Buenos Aires, o al menos actuar lejos de la influencia artiguista. Oficialmente se decía que la ciudad tucumana representaba el centro geográfico de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Sin embargo, no podemos ignorar el hecho de que el Ejército del Norte, al mando de José Rondeau, había situado su cuartel general no muy lejos de allí, en Salta. Dicho ejército respondía directamente al Directorio y, por lo tanto, su general defendía las ideas del centralismo porteño.
En agosto de 1816, Portugal invadió la Banda Oriental para apoderarse de Montevideo, derrotando al ejército artiguista. Aunque el Directorio condenó este hecho, no lo asistió a tiempo, probablemente para que el bando federal se debilitara. En enero de 1817, y frente a la amenaza de guerra por la cercanía de la frontera norte contra el realista, el Congreso decide trasladarse a Buenos Aires. Estos hechos, provocados u oportunos, decididamente favorecieron para que las subsiguientes sesiones fueran supervisadas desde cerca por el gobierno bonaerense.
De cualquier forma, no es cuestión de demonizar las pretensiones de un sector social de la época ni realizar un análisis anacrónico de los hechos; sino más bien de entender el porqué de la elección del Congreso de Tucumán como hecho histórico fundacional de la nacionalidad argentina. A pesar de que este congreso se muestra como un acto propio de la democracia liberal y republicana, su importancia no alcanzó para definir una constitución ni un claro sistema gubernativo. Al no optar por una forma de gobierno clara, la constitución redactada en 1819 dejaba la puerta abierta para una posible monarquía constitucional y negaba la posibilidad de cualquier proyecto federal.

Buscando un mito
Es innegable que, para los habitantes del territorio hoy denominado Argentina, el proceso revolucionario e independentista juega un rol importante en la historia de los pueblos. Aun así, no se puede determinar que la realidad de tal nación se deba únicamente a esos acontecimientos. La patria argentina es, desde ya, un mito insoslayable pero digno de ser analizado en profundidad. La argentinidad no se crea el 9 de julio, así como tampoco comienza con una revolución en mayo de 1810, donde un gobierno provisorio decide tomar las decisiones de un virreinato español. Estos son, simplemente, hechos pasados que fueron seleccionados estratégicamente para ocultar las verdaderas intenciones de los creadores del mito.
Para decidir acerca de cuál es realmente el momento histórico que define a la Argentina y su conjunto social por completo, tendríamos que remontarnos a la segunda mitad del siglo XIX. Actualmente, el consenso historiográfico determina que a partir de 1852 comienza un proceso que duró hasta 1880 y que define la formación del Estado Nacional. Sin embargo, no fue la estabilidad política ni la llegada de la constitución nacional o la institucionalización del gobierno lo único que nos dejó. Allí, junto con las campañas militares hacia el sur para exterminar al aborigen y “conquistar” el sur argentino, se confirma la mayor arbitrariedad del mito argentino: que todas las fronteras definidas a lo largo de las guerras por la independencia, las batallas contra los gobiernos fronterizos y las persecuciones contra el indígena y el gaucho nos dieron aquellas riquezas naturales que nos pertenecen. Así, nos enorgullecemos de tener una tierra donde “semilla que cae, semilla que crece”, pero nos olvidamos que el costo de aquellas guerras, o más bien la consecuencia de las mismas, fue la concentración de tierras en pocas manos y la muerte de cientos de miles de personas.
Si intentáramos buscar las consecuencias del siglo XIX, ocurridas junto con el período de revoluciones, las guerras independentistas y el llamado “Proceso de Organización Nacional”, deberíamos enfocarnos en una problemática contemporánea a dicha época. Quizá la misma sea de tal importancia para la historia sudamericana que aún no ha encontrado solución, atravesando también el siglo XX y gran parte del XXI. Domingo Faustino Sarmiento, a quien podríamos considerar uno de los principales creadores del mito de la Nación Argentina, no hizo más que observar y tomar partido de esa cuestión. Al plantear la dicotomía civilización – barbarie, simplemente le puso un nombre diferente a aquel problema esencial que fue y aún acompaña la historia argentina: la discusión federales o unitarios. Sin embargo, incluso en las escuelas se refleja la falta de discusión acerca del tema, ya que la mencionada dicotomía tiene lugar casi exclusivamente cuando se estudia el período de Juan Manuel de Rosas, quien al igual que Sarmiento, heredaba la discusión de tiempos anteriores. Otros historiadores clásicos han situado este problema durante la segunda década del siglo XIX, mal llamada “Anarquía del Año XX”, para luego llamarlo “Período de Autonomías Provinciales”. Y aun así, la discusión es anterior: su seno se halla en el inicio de las revoluciones latinoamericanas, influenciadas por la experiencia de las colonias británicas en América.

Buscando un enemigo
Una de las palabras más utilizadas en relación al proyecto federalista es “caudillo”. De uso académico pero sobre todo informal y popular, este término tiene origen en la Edad Media, ya que deriva de capitellus (del latín, pequeña cabeza). De este modo, pudo haber sido usado como sinónimo de “capitán”, aunque éste último vocablo haya sido más frecuente a partir del siglo XVI. El término “capitán”, el cual también proviene del latín caput y del indoeuropeo kaput, ambos refiriéndose a “cabeza”, podía tener varios usos relacionados o no con la oficialidad militar. Por lo tanto, en aquella época no se refería estrictamente al rango militar como lo entendemos hoy en día.
Podríamos decir que el concepto de caudillo tiene algunas características propias. En primer lugar, el uso popular del mismo no responde a una institución formal, aunque aparece en algunas fuentes oficiales de la Corona a partir del siglo XIII. En segundo lugar, el término está relacionado con una emergencia militar, ya que el caudillo es nombrado ante una eventualidad defensiva local y para dirigir las milicias de una ciudad. Por ser una eventualidad su nombramiento, en tercer lugar, el cargo no es heredable ni su titularidad adquirible siendo, por lo tanto, de corto plazo. Finalmente, es una posición que se adquiere a través de cierto consenso por votación, ya sea por elección popular o gubernativa. Así, la figura del caudillo como capitán o dirigente de una milicia estaría estrechamente relacionada con la existencia de las ciudades y de los cabildos, al menos en su origen.
Podemos visualizar cómo el concepto de la época se distancia del simple entendimiento del caudillo que solemos tener hoy en día y que fue y es fomentado por cierta historiografía argentina. Aunque se suele utilizar en referencia a liderazgos populares —o populistas— de origen local o rural y en relación con la realidad del paisanaje, no necesariamente es así. Tal vez el registro oficial más antiguo en Buenos Aires sea el acuerdo del 24 de febrero de 1590. El mismo detalla que el Capitán Hernando de Mendoza debe realizar un viaje y por lo tanto impone, sometiendo a voto frente a otras autoridades del cabildo, la necesidad de nombrar un cabdillo (otra forma de caudillo) “para en lo tocante á la guerra”. Así mismo, manda a que “todas las personas y soldados y vecinos estantes y habitantes le tengan y acaten por tal cabdillo”. Finalmente, uno de los alcaldes del cabildo fue electo para tal cargo. [Archivo municipal de la capital. Acuerdos del extinguido cabildo de Buenos Aires]
Por lo tanto, es debido a los conflictos revolucionarios o pre-revolucionarios que podemos hablar de la existencia de caudillos en varias regiones. Aunque comúnmente se dice que los caudillos tenían una fuerte base popular, no debemos dejar de pensar lo que podría significar ser caudillo en aquella época. Por ejemplo, Manuel Belgrano fue elegido Capitán de Milicias Urbanas de Buenos Aires por el virrey Pedro de Melo en 1797, probablemente por su desempeño en el consulado antes que por sus escasas aptitudes militares para el cargo. Si nos basamos en estos hechos, junto con el significado de “caudillo” para la época, podremos visualizar que la palabra no está necesariamente ligada a los ideales del federalismo. De hecho, el término fue utilizado durante los años 1810 y 1816 en la Gazeta de Buenos Ayres de manera casi neutral. El periódico que difundía oficialmente los actos del gobierno de turno comenzó a utilizarlo de forma despectiva a partir de 1817 (hasta 1821, año en que Bernardino Rivadavia decide reemplazarlo por el Registro Oficial).
La primera vez que aparece la palabra en la Gazeta es para referirse al momento en que “la usurpación de un caudillo, la adquisición de un conquistador, la accesión ó herencia de una provincia” ha formado “grandes imperios”, anulando el pacto social. Sin embargo, el artículo hace referencia indirectamente a la situación española en manos de Napoleón y a la oportunidad, por lo tanto, de la retroversión de la soberanía. Luego volvería a aparecer —hacia fines de 1810— en una oda por el triunfo en la batalla de Suipacha, destacando el papel de Antonio González Balcarce como un caudillo “inmortal” y “con alma imperturbable”.
El término era utilizado indistintamente del bando, habiendo caudillos “buenos o malos”, sea si estuvieren a favor o en contra de las revoluciones latinoamericanas (simplemente se utiliza como sinónimo de cabeza de un grupo). Incluso a veces se lo relaciona con personajes histórico-religiosos, como cuando se dice que pueblo mexicano lloró tanto por el aprisionamiento de José María Morelos como Israel por el “caudillo Judas Macabeo”. [Extraordinaria de Buenos Ayres , 5 de septiembre de 1816]
Es a partir de febrero de 1817 que se comienza a vincular el término “caudillo” con actos negativos. El artículo del 5 de febrero contiene una proclama importante donde la palabra aparece no menos de cuatro veces (algo inusual para aquella época). Se mencionaba que “los repetidos insultos” de Artigas habían roto la paz social entre los orientales y los portugueses, evitando todo tipo comunicación en la frontera. Se denunciaba que esos agravios eran “hechos muy públicos, y más que suficientes, para probar las intenciones de aquel caudillo”. Así mismo se le adjudicaba la culpa de desestabilizar todo tipo de gobierno y seguridad, además de haberse apropiado de una fuerza armada para cumplir con intereses particulares. Este artículo es la proclama que Carlos Frederico Lecor, jefe de las tropas portuguesas, presentó ante el pueblo de Montevideo con motivo de su ocupación. Si bien luego se puede leer la respuesta de Pueyrredón junto con un análisis de la situación por el propio periódico, no se muestra más que una temerosa defensa a favor de Artigas, arguyendo que si realmente la situación de desorden se debe al general, el gobierno portugués debió haber entablado un diálogo en vez de invadir por las armas.
Para enero de 1818, el mismo periódico tildaba al caudillo de la Banda Oriental de “imbécil”, “cruel” y mal proclamado “protector” por hacer sufrir a los entrerrianos. Ya en 1819, el gobierno de Artigas era visto como un “patriarcado” de estilo dictatorial, el cual debía ser perseguido si se pretendía instaurar el orden y la paz en el territorio. La opción de capitular o de llegar a un acuerdo era imposible:
“¿Se puede capitular? No. Luego es preciso hacer la guerra: luego es preciso concluirla. No hay que pararse en medios: nada hay que deba escusarse en esta lucha y es probable que nada se escusara. El mal ha llegado a tal punto que ya no puede paliarse: esto es poner en el verdadero punto de vista la cuestión: no hay que engañarse, y en efecto pocos son los engañados.”
Gazeta de Buenos Ayres (27 de enero de 1819)
Por lo tanto, desde 1817 hasta 1821, el término “caudillo” queda relacionado casi exclusivamente con dos ámbitos: con los capitanes enemigos del gobierno centralista porteño, ya sean españoles o federales, y con el mundo rural alejado de la realidad bonaerense.

Buscando un presente
Por las luchas entre los proyectos federalista y centralistas, el Congreso de Tucumán se apoyó sobre un gran predicamento. Como pensaba Belgrano y como sería redactado un año más tarde en el Manifiesto al Mundo del Congreso de Tucumán (1817), la declaración de independencia debía ser acompañada con la llegada de “la paz y el orden”. La revolución había comenzado como una manifestación contra el poder absolutista que se interponía a los intereses de una élite local, pero con el transcurrir de los años había logrado reavivar otras demostraciones de enojo con la metrópoli. Mucho antes de las pretensiones de libertad comercial y libertad de expresión de los ciudadanos de Buenos Aires, ya habían surgido varios levantamientos durante el siglo XVIII y XIX en Latinoamérica. Para Buenos Aires quedaba claro que, cuanto más se prolongara la revolución, más podrían reavivarse los antiguos reclamos populares.
Todos los pueblos y culturas del mundo tienen mitos, y eso no es un problema. Un mito permite establecer relaciones y conceptualizar ideas a fin de buscar vínculos entre las personas. El problema nunca fue el acto mismo de creación del mito, sino más bien las intenciones de su invención.
A la mayoría de la sociedad argentina le cuesta comprender la historia colonial y postcolonial sin hacer hincapié en la necesidad del Estado centralizado. Esto se debe al mismo hincapié que muchos historiadores han puesto sobre el tema. Para algunos, Buenos Aires fue el epicentro del pensamiento liberal e ilustrado de la región por su cercanía con el puerto; para otros, solamente una clase organizada podía llevar adelante una revolución. Incluso algunos revisionistas contemporáneos destacan como característica más importante de la época la “honestidad” e “incorruptibilidad” de algunos héroes revolucionarios, sin importar sus intereses de clase dominante. Así, no podemos decir que los independentistas latinoamericanos podían pensar fácilmente en la existencia de una sociedad sin Estado, pero por una cuestión poco clara en los análisis históricos del proceso —tanto los académicos como los de carácter divulgativo—, nos cuesta visualizar que el movimiento independentista no pretendía ser un cambio radical del sistema.
La historia argentina y latinoamericana no comienza con una declaración de independencia. Tampoco comienza con una revolución burguesa comercial. Sin embargo, la historia oficial se valió de estos hechos, principalmente del primero, para establecer el origen que fundamentara el mito de la Nación. Y aún repetimos los ecos de esa voz. Por eso, ante el hecho de que hubieron varios cabildos abiertos en toda la región, solemos recordar la Primera Junta de Buenos Aires simplemente por ser el “primero”, olvidando que dos años antes se llevó a cabo la Junta de Montevideo. Además, aunque las pretensiones independentistas siempre estuvieron presentes, no podemos decir que eran ideas compartidas por toda la población, y mucho menos por las élites locales.
El mito de la Argentina comienza con el más puro acto liberal y republicano de la organización y la protesta aceptada solamente bajo los mecanismos institucionales establecidos. Luego aparece la guerra, la confrontación contra el bando “contrarrevolucionario” que representaba las ideas antiliberales y, finalmente, la declaración de independencia, donde el bando de la “libertad” decide poner punto final al colonialismo opresor.
Así, a lo largo de doscientos años se ampliaron los estudios sobre el tema y finalmente se comprendió que la organización y la protesta respondían más bien a una élite local que pretendía acabar con el monopolio comercial. También se comprendió que se habían utilizado mecanismos institucionales ya existentes para fundamentar los actos, pero que además hubo improvisación, dando lugar tanto a líderes populares como clasistas. Por último, pudo vislumbrarse el hecho de que fueron dejadas de lado tanto las ideas y aportes del proyecto federalista como la sospecha de que sus dirigentes no eran todos iguales. Sin embargo, en el imaginario social aún todavía se escapan algunas cuestiones.
Por un lado, que los sectores populares apoyaron a los realistas así como otros a los revolucionarios, y tenían sus fundamentos: para algunos, esa pretendida revolución no alcanzaba a toda la población; para otros, el abuso de los mandatarios de la Corona no tenían límites. Así mismo, se suavizó el carácter violento de los movimientos revolucionarios, ya que el hincapié estuvo sobre las acciones del gobierno porteño contra el español más que sobre los otros gobiernos provinciales. De hecho, al destacarse a los realistas como una masa uniforme, sin héroes ni líderes populares o como simples protectores del absolutismo español, lo que se hizo fue deshumanizar al enemigo. Así, y con el objetivo de que la causa “patria” esté por encima de cualquier otra, se concibe el resultado de los acontecimientos históricos como si estos proviniesen de un designio divino.
En las únicas ocasiones en que se ha rescatado el federalismo, en términos generales, es para destacar que la Argentina está compuesta por distintas realidades provinciales. Algunos lo hacen para reivindicar la imagen de los sectores populares y otros para establecer que en el “interior” se realizan alianzas particulares. Sin embargo, se sigue hablando de caudillos del interior cuando se habla de dirigentes políticos provinciales, así sean despóticos, populares o populistas. Pocas veces es para indicar que el federalismo respondía más a establecer una red de autonomías antes que separatismos provinciales dentro del territorio. Nuevamente, en el colegio se aprende, sobre todo, que la Independencia es una sola y contra la hegemonía española. De esta forma, no se focaliza sobre la importancia de varias autonomías regionales que pudiesen permitir la toma de decisiones acorde con las realidades particulares.
En el caso de la argentinidad, el mito —que comenzó con la declaración de la independencia— se consolida en el imaginario social a partir de la interpretación de un territorio formado a través de guerras y de algunas interrupciones geográficas. Las fronteras, lejos de determinar realidades socio–culturales, representan las cicatrices de la humanidad. Pero aún más triste es cuando, en la actualidad, el 10 % del territorio pertenece a manos extranjeras [según la Federación Agraria Argentina] ](o mejor dicho, potencias mundiales como Estados Unidos, Inglaterra, Italia entre otros). Esto sin contar las empresas que obtienen contratos monopólicos o irrestrictos para la explotación de recursos naturales, tal como sucede con la megaminería.
La Independencia nunca existió. ¿Acaso puede decirse que existe? Luego de doscientos años, la Argentina siguió dependiendo del mercado extranjero, del capitalismo y la banca mundial. Buscar la independencia, es decir, no estar debajo de otro, es importante y vital para el desarrollo de los pueblos, pero también lo es promover la autonomía. Mientras que “independencia” significa “no ser tributario” a otro, la autonomía permite pensar más allá: el autogobierno, la capacidad de establecer reglas de conducta para sí mismos y en relación con otras realidades dentro de ciertos límites generales. La única forma de lograr eso es con plena libertad, con espíritu progresista y crítico, en constante movimiento y sin frenar esa libertad por medio de los intereses individuales o particulares. Es decir, a partir de sentimientos que respondan más al espíritu de una revolución que de una reforma.
Por ello, podría afirmarse que el Congreso de 1816 no buscaba simplemente declarar la Independencia: también pretendía dictaminar cómo debía ser aquella, quiénes gobernarían –sea cual fuera el sistema elegido– y bajo qué condiciones. El Congreso nunca buscó respetar las autonomías regionales, algo que sí se había reflejado en el espíritu de los cabildos abiertos en toda Latinoamérica y las sucesivas revoluciones. En resumen, no se intentó más que homogeneizar; aún mucho antes de que apareciera Sarmiento hablando mal del gaucho, aún mucho antes de que Roca matara al indio y aún mucho antes de que Falcón persiguiera a inmigrantes judíos y anarquistas.
“Buscar la independencia (…) es importante y vital para el desarrollo de los pueblos, pero también lo es promover la autonomía.”
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