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Lacrimae Clionis: el descrédito del historiador en la era de la inmediatez

Juan José Sánchez Carrasco es en X @Juanjo_de_akkad «Doctor en historia medieval (UGR). Premio Nacional al mejor expediente académico. Algo he leído y escrito sobre el siglo XV. Profesor en la pública.»

Hace más de diez años, cuando daba mis primeros pasos profesionales en el estudio del medievo, un catedrático conservador, brillante y de un rigor incuestionable, me advirtió que dedicarme a la historia sería un vía crucis. Me dijo, casi con lástima, que la profesión de historiador se había convertido en un terreno minado, criticado desde dentro por la endogamia académica y desde fuera por la ignorancia altiva de quienes confunden opinión con conocimiento. Entonces, joven, ingenuo y convencido de que la erudición aún despertaba respeto, no comprendí del todo su advertencia. Hoy, con mi cuenta de X bloqueada tras una campaña de denuncias masivas impulsada por una turba de bots que actúan como inquisidores digitales y castigan la disidencia, entiendo perfectamente aquellas palabras. Bastó citar fuentes sobre al-Ándalus, apoyándome en la bibliografía de expertos reconocidos internacionalmente, sin idealizaciones ni fantasías multiculturales, para desatar la cólera de quienes prefieren el mito a la evidencia. No pretendía vender un paraíso perdido, porque ninguna sociedad medieval lo fue, sino desmontar la apropiación integrista de un pasado que algunos embellecen cuando se trata del cristianismo, mientras justifican su fanatismo presente emitiendo juicios de valor sobre al-Ándalus.

Este fenómeno no es nuevo, aunque sí ha mutado al compás del auge de las redes sociales, esas plazas virtuales que colonizan buena parte de nuestro tiempo. Conviene aceptar una realidad incómoda: para muchos, son la única fuente de “información” y, sobre todo, de des-conocimiento. En ellas, la inmediatez ha devorado el pensamiento pausado, el sentido crítico ha sido sustituido por el dogma de la reacción y la comprensión lectora se ha reducido a una lectura diagonal de titulares convertidos en consignas. La falta de contraste, unida al omnipresente sesgo de confirmación, está moldeando a una generación cada vez más ignorante, más manipulable y peligrosamente polarizada. La historia, paradójicamente, siempre ha fascinado al público, pero no toda la historia, solo aquella que acaricia sus prejuicios. Se habla en primera persona del plural, “nosotros”, “nuestros antepasados”, “nuestra gloria”, como si fuera posible habitar mentalmente sociedades que no solo nos son ajenas, sino que ni hablaban, ni pensaban, ni concebían el mundo bajo los mismos principios ideológicos, filosóficos o morales que nosotros. Ese anacronismo emotivo ha encontrado un caldo de cultivo perfecto en el vacío divulgativo que la Academia ha dejado, con honrosas excepciones. Durante décadas, el contacto del gran público con el pasado se producía a través de obras firmadas casi siempre por no historiadores, editadas por sellos de dudosa rigurosidad, que ofrecían visiones complacientes y sesgadas para satisfacer un mercado más devoto de la épica que del análisis. Mientras tanto, la historiografía, alimentada por nuevas metodologías, fuentes arqueológicas, documentación inédita y el uso de tecnologías que revolucionaron el método, superaba los estrechos márgenes del relato nacionalcatólico que había dominado hasta el último cuarto del siglo XX. Buena parte de este avance, sin embargo, se desarrolló de manera disociada del público general.

Centrémonos ahora en X, antes Twitter, ese ágora digital que ha sufrido su propia involución en los trece años que llevo presente en ella. Nunca me movió el ánimo de lucro ni la aspiración de ejercer como divulgador, figura que respeto profundamente cuando se ejerce con rigor. Soy historiador de profesión y tengo mi modus vivendi al margen de las redes. Mi presencia allí siempre tuvo un propósito sencillo: compartir, debatir y, sobre todo, aprender. Durante mucho tiempo, aquella plataforma, con todos sus defectos, fue un espacio donde podían convivir, a veces en tensión pero con respeto, sensibilidades diversas, colegas de profesión, curiosos y estudiosos. Incluso existían moderadores humanos que frenaban los excesos. Sin embargo, dos acontecimientos recientes la transformaron en un terreno hostil y violento donde cada palabra es un riesgo calculado. El primero fue el confinamiento por la pandemia de la COVID-19, que arrojó a millones de personas a un océano de frustración y ruido, convirtiendo la red en un vertedero emocional colectivo. El segundo fue la compra de la plataforma por Elon Musk bajo la grandilocuente promesa de restaurar la “libertad de expresión”. Paradójicamente, esa bandera ha servido para justificar una deriva en la que la libertad se confunde con el libertinaje y el debate con la lapidación pública. Lo que antes era un espacio imperfecto pero habitable se ha convertido en un páramo ideológico donde la disidencia se castiga con censura encubierta y las cuentas que incomodan a los discursos reaccionarios son silenciadas mediante campañas coordinadas desde Telegram o Forocoches, como la que yo mismo he sufrido sin ser, ni de lejos, una figura relevante.

Volviendo al término divulgador histórico, conviene reconocer que la red ha contado, y aún cuenta, con profesionales de sólida formación académica que saben lo que significa hacer historia: intentar ser lo más objetivos posible dentro de la inevitable condición de sujetos, contrastar fuentes, invertir incontables horas en archivos, analizar datos, extraer conclusiones, cotejarlas con la bibliografía existente, revisar memorias de excavaciones o aplicar nuevas tecnologías al estudio del pasado, siempre con honestidad y rigor. Muchos de ellos han alcanzado una popularidad merecida, participando en programas de radio o televisión, publicando trabajos y acercando el conocimiento histórico al gran público con seriedad y respeto. Pero, como en todo proceso de difusión cultural, a la luz le nació su sombra. Surgieron sus antítesis: los pseudohistoriadores, individuos que en su mayoría jamás han pisado una Facultad de Letras y que, con discursos simplistas, reduccionistas y envueltos en una épica impostada, ofrecen exactamente lo que una parte del público ansía oír. No buscan comprender el pasado, sino domesticarlo para ajustarlo a sus prejuicios, y lo logran. Han conseguido reunir hordas de feligreses fanatizados que actúan como cruzados digitales, acosando de manera sistemática a divulgadores, historiadores y académicos, a quienes etiquetan con ligereza como “woke”. La mayoría de las cuentas que practican estas conductas comparten rasgos inconfundibles: son anónimas, incapaces de redactar una frase sin faltas de ortografía y, en no pocos casos, creadas ad hoc para una cacería concreta. Si se tiene la paciencia de “debatir” con alguna de ellas, basta un par de mensajes para constatar su absoluta incapacidad para distinguir una novela, un ensayo o un paper de una monografía académica. Para colmo, muchos de estos todólogos consideran que la universidad pública es una especie de politburó ideologizado, una maquinaria adoctrinadora al servicio de la “agenda progresista”, y desprecian toda producción científica que no refuerce sus dogmas prefabricados. El panorama roza lo grotesco. Baste un ejemplo: los estudios de género, iniciados en los años setenta, hoy son tachados de “ideología”. A ello se suman las
descalificaciones personales por físico, ideología política, orientación sexual o cualquier otra invención ad hominem, convertidas en moneda corriente del supuesto debate histórico en las redes, un espacio donde la ignorancia se disfraza de opinión y el insulto ha sustituido al argumento.

Ante esta situación, que algunos califican con eufemismo de “batalla cultural”, muchos profesionales excelentes, a los que admiro y con varios de los cuales mantengo amistad, han decidido abandonar las redes sociales, hastiados de no poder publicar una sola línea sin que alguno de esos todólogos con un ego desmesurado los señale públicamente para ofrecérselos en sacrificio al apetito de la turba. Lo cual no es más que una estrategia de autopromoción para reivindicarse ante su congregación y venderles su próxima publicación pseudohistórica. Si el síndrome de Dunning-Kruger que padecen fuese tangible, ostentarían cátedras en todas las disciplinas. Son la encarnación del saber absoluto concentrado en un solo cuerpo, con la asombrosa capacidad de creer saber más que los especialistas que han dedicado años, o incluso toda una vida, al estudio de un periodo concreto, algo que choca con la realidad del historiador, que suele especializarse en un solo ámbito porque la historia es inabarcable. La caza del historiador puede iniciarse por cualquier motivo: una cuestión semántica, una referencia bibliográfica o simplemente un ataque personal. Hemos sido testigos de casos en que estos episodios de acoso han trascendido el ámbito digital para invadir la vida privada, obligando a colegas a interponer denuncias judiciales ante persecuciones coordinadas que evocan los peores reflejos de tiempos pretéritos y que no deberían tolerarse en un Estado de Derecho. Yo mismo he vivido esa situación, recibiendo amenazas de muerte y acoso en mi lugar de trabajo, pese a no ser una figura pública.

El día a día en esa red se ha convertido en una distopía, un laberinto de ruido donde cualquier disparate histórico, por absurdo que sea, es celebrado por miles de personas, haciendo llorar a la propia Clío. Allí se afirma sin pudor, entre otros desatinos, que las mujeres no cazaban en la Prehistoria, que las griegas vivían encerradas en el gineceo, que las botas de los legionarios romanos no tenían clavos, que la Iglesia medieval no intentó regular la vida social, que al-Ándalus era una especie de Afganistán contemporáneo, que España jamás tuvo colonias, que la Guerra Civil la inició el PSOE en 1934, que Hitler y Franco eran socialistas, que los soviéticos no tomaron Berlín o que en 1953, en plena autarquía, los españoles tenían la casa pagada y pensaban en comprarse algo en la costa. Una letanía de despropósitos que no requiere bibliografía especializada para refutarse: bastaría abrir un manual escolar o incluso hacer una simple consulta a una IA, que también suele emplearse para confirmar los propios sesgos. No hace mucho, un usuario preguntó a Grok si lo que Julián Casanova afirmaba en un post era cierto, y por supuesto, lo era. Sin embargo, si un historiador osa contradecir tales desvaríos, el linchamiento comienza. Primero llega el señalamiento, luego la acusación de “falacia de autoridad”, como si el conocimiento académico — publicaciones revisadas por pares, fuentes documentales, transcripciones archivísticas y metodologías verificables— tuviera el mismo valor que una invención pseudohistórica, sesgada y oportunista. Después llega la acusación de cherry picking, como si una fuente contextualizada y analizada con rigor pudiera equipararse a una imagen generada por inteligencia artificial o a un meme convertido en dogma. Y cuando los argumentos se agotan, sobreviene la descalificación personal, con términos tan creativos como “endófobo” o “antiespaña”, preludio del insulto, la amenaza o el desprecio abierto hacia la Academia, eco de una hostilidad intelectual que Umberto Eco y Theodor Adorno ya señalaron como uno de los síntomas inequívocos del fascismo. No quiero caer en el pesimismo de creer que todos lo sean; prefiero pensar que muchos son ignorantes fanatizados, arrastrados por la moda o simplemente confundidos, aunque no faltan quienes se declaran abiertamente fascistas y alardean de ello, con la ventana de Overton ya pulverizada por el auge global de la extrema derecha. A medio camino están los tibios, los cómplices complacientes que no participan en el acoso, pero que te acusan de responder “mal” a cuentas cuyo único argumento es desearte una cuneta, como si debiésemos poner la otra mejilla ad aeternum como buenos católicos.

Ante este panorama, solo nos quedan tres caminos: marcharnos, resistir o esperar pacientemente a que nos cierren la cuenta. Cada uno deberá decidir si merece la pena empezar de nuevo. Pero lo que no podemos, ni debemos, hacer es tirar la toalla. Sería traicionar no solo a la Historia, sino a quienes todavía creen en ella: los que escuchan, leen, preguntan, debaten y se atreven a deconstruir sus certezas. A esa minoría silenciosa que, en medio del ruido, sigue buscando comprensión y no consignas. Quizá Clío siga llorando, sí, pero mientras quede un historiador dispuesto a enfrentar el vendaval con honestidad, rigor, fuentes en la mano y una duda en la frente, habrá esperanza.

2 comentarios

  1. Elocuente y perfecto alegato que describe los sinsabores a los que os enfrentáis aquellos que sois el último eslabón de la defensa de la cultura desde el punto de vista de la historia. En estos tiempos en que las Humanidades han sido degradadas a un mero pasatiempo de masas, en las que, como bien describes, los egos, las ideologías y la manipulación más pueril de la historia son el día a día al que se enfrenta nuestro jóvenes y no tan jóvenes.

    No decaigáis, aquellos que, por razón de conocimiento y por amor sentido a lo que hacéis, sois los pilares del Liceo de Aristóteles, la Universidad de Nalanda o, por qué no, la Casa de la Sabiduría, que necesitan emerger reformadas en los tiempos del todo gratis y lo quiero ya.

    Fuerza, Doctor Sánchez.

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