enseñanza Pedagogía

Se descubre el método de José Ricart, primer maestro de ciegos en España

Comentario de advertencia

En este país nuestro es muy de lamentar la falta de reconocimiento por parte de las instituciones empleadoras de la labor que desarrollan nuestros actuales docentes. Mal endémico que en Barcelona se arrastra en las propias escuelas municipales barcelonesas, cuando menos, desde el siglo XVII. Para ello basta recordar a dos maestros pioneros como fueron Albert Martí, el primero maestro de sordos en Barcelona, que impartió clases gratuitas a los sordos barceloneses en el propio Saló del Consell de Cent, o al maestro Ricart pionero en España de la educación de los ciegos. Maestros municipales que a estas alturas del siglo XXI todavía no han sido reconocidos por sus propios empleadores, en su caso por el Ayuntamiento de Barcelona.1

José Ricart, el relojero

Por otra parte, por una coincidencia singular, la invención de un método particular para instruir a los ciegos, fue posterior a la de la enseñanza de los sordomudos, dado que está ya se había iniciado de manera metódica en España a principios del siglo XVII. La expli­cación más probable y sencilla de aquel hecho, debió residir en la consideración que exis­tía una mayor necesidad de instrucción en las personas sordas, lo que debió fomentar entre los estu­dio­sos un interés especial en aquella dirección, en detrimen­to de una solución pedagógica para los inviden­tes. Un hecho que puede extrapolarse no solamen­te a Espa­ña, sino a toda Europa.

En esta ocasión, la nación pionera en la búsqueda de un método sistemático fue Francia. Así la prime­ra institución que abrió sus puertas lo hizo en París el año 1781, y fue obra de M. Valentín Haüy, escuela especial en un principio unida durante cuatro años a la escuela de sordos, y creada con el fin último de poder proporcio­nar a sus alumnos, mediante la instruc­ción, un medio de poder ganarse el sustento necesario.

En España tuvo que esperar todavía 35 años, hasta 1820, para que surgiera una iniciativa similar a la francesa. Y sor­pren­dentemente esta no partió ni del estado, ni de las institucio­nes públicas o privadas, a diferencia del resto de Europa, sino de la mano de un parti­cular, y en este caso concreto, de José Ricart, un humilde relojero de Barcelona, artesano que poseía este una pequeña tienda en la calle de Puerta Ferri­sa, y en su local, abierto por las noches de manera altruista, fue donde se dio el primer paso de un largo camino que en su caso concreto no estuvo preci­sa­men­te cuajado de rosas.

Los primeros pasos

A mediados del 1819 Ricart, se desconocen los moti­vos, se puso a discurrir sobre el cómo se podría dar educación de las personas invidentes. Sin descartar que tuviera noticias previas de la pionera escuela de ciegos de París y de sus logros, detalle que se ignora, al no tener constancia de ello, o sobre la vía que utilizó para llegar a idearlo.

Por otra parte cabe remar­car, en favor de Ricard, que todavía faltaban cinco años para que el ciego fran­cés M. Luis Braille empezara, en París, a popularizar su siste­ma, basado en principio el mismo en el sistema de Valentín Haüy, que fue uno de los primeros personajes que se interesó en la integración sociocultural de los invidentes, y a su vez creador en París de la primera escuela para personas ciegas. Sistema Braille que ya en el siglo XX se impuso a nivel mundial.

En el caso de Ricart, por mediación de unas planchas de latón, en las cuales traza­ba caracteres metódicos de diferentes clases y de un modo per­ceptible al tacto, inició primero privadamente y a título de prue­ba, la enseñanza de unos pocos ciegos conocidos, instruyéndolos tanto en la lectura, en la arit­mética como en la música. El sorprendente resultado de aquel experimento, en su caso muy positivo, le decidió entonces a presentar una memoria al Ayuntamiento de la ciudad, fechada el 1 de mayo de 1820, planteando en ella la necesidad de crear una escuela munici­pal, que Ricart opinaba debería ser de carácter universal y gratuita.

En caso de crearse dicha escuela, Ricart en su escrito solicitaba la dirección de esta, en cuyo caso, pedía le fuera asignada una pensión anual que le permitiera ejercer con plena dedicación dicha enseñanza. Puestos a pedir, también solicitó un local idóneo, sugiriendo que el mismo podía ser el correspondiente al de la extinguida Inquisi­ción, situado en las proximidades de la Catedral, lugar ideal por su capacidad para poder ubicar en el mismo aquella nueva enseñanza. Adu­ciendo, entre otros argumentos, que con dicha escuela el Ayuntamiento de Barcelona podría comple­men­tar la escuela de sordos que ya poseía. En su caso recién abierta en un tercer intento, en las propias Casas Consis­toriales que se mantenía, más mal que bien, desde 1817.

El Ayuntamiento, ante lo novedoso de aquella propues­ta deci­dió estudiarla, nombrándose para ello, a finales de junio, una comisión constituida por cinco miembros. Días más tar­de, la comi­sión en pleno se personó en la relojería de Ricart donde pudie­ron apreciar in situ los brillantes resul­ta­dos pedagógicos alcanzados por Ricard. Por ello la memoria de Ricart fue informada favo­rable­men­te a medidos de julio, con la recomendación de que fuera enviada a la Diputa­ción Provincial para su estudio, pasando nota, también favorable, al Comi­sionado del Crédito Público, respon­sa­ble de los edificios incautados a los reli­giosos, y del cual dependía en última instancia el tema del local.

Un mes más tarde llegó la respuesta de la Diputación que, entendiendo la necesidad del tema, se disculpaba por no poder acceder a la solicitud […] por no gravar los propios arbitrios con la pensión que propone a fin de dotar a Ricart, ni solicitar de la Comisión principal del Crédito público un correspondiente local en la extinguida inquisi­ción. Ricart no se arredró por la negativa, continuando con su labor gratuita en su propio taller, en espera de tiempos mejores.

La Academia Cívica

Durante el llamado Trienio Liberal (1820-1823), época en que tenía lugar esta historia, las instituciones públicas abocaron enormes esfuer­zos, tanto económicos como de imaginación, en la búsqueda de racionalizar la enseñanza a todos los niveles. Se abrieron innumerables escuelas de todo tipo, con los planes de estudios más avanzados, copiando en la mayoría de los casos los modelos puestos ya en marcha en Europa, en un intento de alfabetizar la nación.

Barcelona no se quedó atrás en aquel campo, y de la misma manera que Ricart, afluyeron al Ayuntamiento innumerables propuestas para abrir todo tipo de escuelas, firmadas por una amplia gama de variopintos personajes. Dada la escasez del dinero públi­co, a casi todos se les aparcó con la excusa, por otra parte cierta, de que volvieran a presentarlas una vez se hubiera aprobado la nueva ley de educación que se estaba estudiando.

La excepción de aquella negativa, siempre hay excepciones, fue la Academia Cívica, y su director, el padre lector Manuel Catalá. Este personaje insólito, consiguió en muy poco tiempo y tras una serie de manio­bras, inclui­das las políticas, el monopoli­zar en su escuela todos los tipos de enseñanza, absorbiendo incluso algunas de las ya estaban de antiguo estableci­das.

El plan de estudios propuesto por Català, no tenía en sí nada de novedoso, ya que se trataba del sistema lancasteriano, inventado por el inglés Joseph Lancaster que, en 1811, ya había abierto 95 escuelas en su país natal, basadas todas en el sistema de su invención. Este método de enseñanza, también conocido popularmente por el de “mutua instruc­ción”, fue ampliamente difundido en Europa, llegando inclu­so a Estados Unidos, donde lo había iniciado Graham Bell, quien más tarde entró en pugna con el propio Lancaster sobre la autoría de dicho sistema.

Método que consistía en un conjunto de reglas que transforma­ban la escue­la en un complicado mecanismo, destinado a obtener que con un único maestro, se pudiese dirigir a un gran número de alum­nos, colaborando con el docente, como auxiliares, los alum­nos más adelantados. Todo ello con inde­pendencia de que en Europa ya se había iniciado el decli­ve de dicho sistema, dado que únicamente se podía aplicar, con un éxito muy discreto, en la enseñanza elemental. De hecho la mayoría de las propuestas educati­vas presen­tadas al Ayunta­mien­to barcelonés durante aquellos días, resultaban ser sim­ples plagios del mismo sistema.

Manuel Catalá

Manuel Catalá y Murall, hijo de Pelegrí, mestre de cases, y de Rosa, nació en Barcelona en 1787, ya adulto entró en religión, y más concretamente en la orden de los trinitarios calzados. Por otra parte ya había participado en la recién concluida Guerra de la Independencia acompañando al ejército, y curiosamente no contaba con demasiadas simpatías dentro de su propia orden en Barcelona, materializadas, según él, en un intento de sus superiores de alejarlo de su ciudad natal, enviándolo a Zaragoza como lector. Aquel hecho, incluso, le llegó a crear una crisis de concien­cia sobre su vocación, hasta el punto de llegar a pensar en renunciar al sacerdocio.

Hombre al parecer preocupado por el tema de la educación, a la que se había dedicado a título privado, vio con la llegada del Trienio Liberal, su oportunidad personal para ejercer la docencia. No dudando en hacer valer para ello todas sus influencias entre sus anti­guos conocidos del ejército. A diferencia de Ricart el relojero , Catalá, se hizo avalar por el coronel de la milicia, José Costa, a la hora de presentar al Ayuntamiento, a finales de marzo de 1820, la creación de su Acade­mia Cívica y Gratui­ta.

Al igual que Ricart, su proyecto quedó aplazado por los mismos motivos. Pero Catalá vol­viendo a hacer uso de sus influencias, en este caso del Inten­dente General del Ejército en Cataluña, llegó incluso hasta el rey. La respuesta del monarca llegó a Barcelona a primeros de agosto: “Su proyecto de instrucción pública ha merecido el aprecio del rey que ha mandado que para establecer la Academia Cívica, se le facilite localidad en el edificio que fue del Tribunal de la Inquisición”.

Contando, como contaba, con tan altas influencias Catalá no dudó en tomar el local, poco menos que al asalto, forzando al Ayuntamiento a la apertura del mismo para la primera semana del mes siguiente. Comunicando al mismo que estaba dispuesto a amue­blar la escuela “costeándolo de lo suyo”, pero, matizan­do, “.cierto de que se le podrá rein­tegrar luego”. Ante el silencio administrativo, Catalá, haciendo uso de nuevo de sus relaciones consiguió que, a prime­ros de sep­tiem­bre, fuera incluso la propia Diputación la que forzara al Ayunta­miento para que este dotara inmediatamente de presu­puesto la escue­la.

No contento con sus logros no dudo, tratando de ganarse más simpatías, en idear la manera de poder invadir incluso la humilde parcela del relojero Ricart, inclu­yendo en el proyecto de su academia la ense­ñanza de los ciegos, educación que en el primer plan no incluía: “Catalá ofrece, que ense­ñará en la Academia Cívica a los ciegos facilitándole el Ayunta­miento el aceite para el alum­brado […] y coopere en lo que pueda amueblarla”.

El Plagio

Catalá siguió forzando la mano, presentando en octubre al Ayunta­miento el borrador del anuncio público sobre la próxima apertura de la Academia para “ciegos, artesanos, empleados y ofici­nistas”. Por fin, el Ayuntamiento, reasumió su papel y decidió frenar tempo­ralmente el tema contestando a Catalá “que se sirva suspender la apertura”, al no haber aprobado la corporación la misma, ni haber estudia­do y aprobado su perceptivo plan de estudios.

Días más tarde, Ricart el relojero, probablemente enterado de las maniobras de Catalá, volvió a presentar un segundo memorial, solicitando de nuevo la apertura de su escuela para ciegos. El Ayunta­miento volvió a informar de nuevo a su favor, y por lo mismo dirigiendo un nuevo escrito a la Diputa­ción. A primeros de noviembre era Catalá quien volvía a la carga.

Agobiado el Ayuntamiento, le respon­día que: “abra la escuela cívica siempre que sea de su gusto, sin perjuicio de lo que resulte del plan que está examinando”. Catalá, hacien­do caso omiso de la provisionalidad, se limitó a contestar que la apertura tendría lugar el día 16, invitando a la corpo­ración al acto y a su discurso inaugural.

El día anterior a la apertura estalló el escándalo. Ricart, ante tamaño atropello, había buscado el amparo del Jefe Polí­tico, acusando a Catalá en un memorial de agravios de haberle plagiado las láminas para la enseñanza del “Abeceda­rio, Silabario y las notas o signos de Solfa (de) los ciegos, no menos que la aritmética”. El Jefe Político resolvió la papeleta pasándola al Ayuntamiento para que “siempre que sea el inventor se le proteja pues que el P. Catalá […] tra­ta de perjudicarlo y no es conciliable con los principios de la justicia el que se prive de sus discípu­los[…] estando casi corrientes y enseñados”.

La respuesta del Ayuntamiento fue salomónica. Estaba dis­puesto a dar a Ricart una pensión anual o una cantidad total en una sola vez para compensarlo de sus esfuerzos y sacrificios. Y pontificaba, “no constándole […] que el recurrente sea inventor de este método”. Unas líneas más abajo, el escrito entra en contradicción, ya que la misma resolución reconoce que “a­ten­dido que el P. Catalá ha mejo­rado en alguna cosa el esta­bleci­do por aquel (Ricart)”, luego entonces en qué queda­mos. En cuanto a los alumnos, el Ayuntamiento invo­cando el uso de la libertad de enseñanza dejó abierta la puerta de la contro­ver­sia.

Dos escuelas

Definitivamente la Academia Cívica se abrió el 16 de noviembre, pero por motivos que se desconocen, no en los locales de la Inquisición, sino en la Cofradía de Tejedores de Velos. Una posible explicación sobre este cambio de local, podría buscarse, unos años más tarde, en una estadística que se realizó a instancias de la corona, en 1846, sobre la población de ciegos y sordos existen­tes en Barcelona. Casi todos los escolarizados y que trabaja­ban, tanto unos como otros, mayoritariamente se dedicaban a al oficio de tejedores o a trabajos manuales similares, lo que apunta que anterior­mente ya debería ser habitual la pertenencia de éstos a dicho Gremio concreto.

En la Academia Cívica, Catalá, se dedicó personalmente a la enseñanza elemental de los ciegos, enseñando en la parte musical, Joaquín Ayné. Dicha institución acogió en su clase a 9 alumnos, todos ellos varo­nes. En las mismas fechas, Ricart en su relojería, continuaba dando sus clases gratuitas a 9 más, en su caso 4 hombres y 5 mujeres. Pero la plantilla de sus ayudantes era mucho más amplia, ya que contaba con colaboración voluntaria y desinteresada de 3 profeso­res para la música, y él mismo y otro ayudan­te para la enseñanza elemen­tal. Buena muestra, dado lo elevado de los colaboradores, de la simpatía que había levantado su idea en otros conciudadanos.

El Ayuntamiento barcelonés siguiendo con su política salomónica, decidió a finales de noviembre asignar, tanto a Ricart como a Catalá, la cantidad de 300 libras a cada uno, como única ayuda para que pudieran continuaran con su labor. Dicha cantidad no se hizo efec­tiva hasta principios del año siguiente. Entre tanto, Catalá, no perdió el tiempo, enviando al Ayuntamiento a fina­les de enero para promocionarse aún más “dos instrumentos para la enseñanza de los cie­gos”.

Continua la guerra

Pero la guerra no había concluido, ya que ésta seguía desarrollándose sordamente en las altas instancias. A finales de diciembre del año anterior, la Diputación, en un escrito al Ayuntamiento, aconsejaba a este el reunir ambas escuelas para dar más efectividad a la enseñanza, por lo que la corporación barcelonesa no tuvo más remedio que buscar una solu­ción de compromiso. Para estudiar el problema se creó nuevamente otra comisión de estudio, que tras analizarlo, dio su dictamen a mediados de febre­ro.

El preámbulo del informe no podía ser más halagüeño para Ricart, “… la enseñan­za para los infelices ciegos establecida por D. José Ricart. […] que en este cuidado ha sido verdadera­mente el primero, que se ha dedicado con particular filantro­pía […] a la enseñanza gratuita […] y la ha continuado, en cuanto lo han permitido sus escasísimos medios […] este sujeto es de buena conducta, ingenio­so, aplicado y tiene disposición de llevar adelante su proyec­to, y aun mejorarlo, pero para darle exten­sión…”.

Pero unos párrafos más abajo también recordaban que, “… por otra parte tiene prometida muy justamente igual protección al P. Catalá, que ha aumentado su Academia Cívica con la enseñan­za de ciegos por el método del mismo Ricart mejorado, y como el Ayuntamiento no está en el caso de dividir su protec­ción y los escasos medios, que tiene para hacerla efectiva […] parece que podría adoptarse el medio conciliatorio de que Ricart entrase a formar parte de dicha Academia […] bajo la dirección general que tiene sobre todas el P. Catalá”.

Sobre el papel la solución parecía fácil, pero el acuerdo resultó imposi­ble. Así el Ayunta­miento finalmente tomó la decisión de unir nominalmente ambas escue­las, pero ésta física­mente se mantuvo en casa de Ricart, pasando a ella como ayu­dante el segundo de Catalá, Ayné. La escuela que entonces contaba con veinte alumnos.

La fiebre amarilla

A mediados de abril, Catalá acogiéndose al decreto del gobier­no pidió su secularización que le fue conce­dida. Para acogerse a la misma puso como pretexto, “… el ser hijo único de una viuda de más de setenta años cansada del trabajo…”>. Eso sí, soli­citando que, “… mientras viva, perma­nezca en el Siglo en hábito de Pres­bítero Secu­lar…”. Catalá también invocaba n su fidelidad personal a la Constitución y su labor en pro del: “restable­cimiento del método Lancasteriano”.

Mientras Ricart se dedicaba oscuramente a la enseñanza, Catalá, continuaba bombardeando inmisericorde al ayuntamiento con escritos y memorias. Pidiendo que se aprobara su plan de estu­dios, o soli­citan­do una plaza como funcionario en hospi­tal de peregri­nos de Santa María del Mar, incluso el salir por las calles de Barce­lona a “implorar la generosidad de los barcelone­ses para socorrer a los Napolitanos y Piamonteses emigrados”, o sacrificándose por el bien público al no cerrar su Acade­mia los meses vacacionales de junio, julio y agosto.

En medio de aquella avalancha de peticiones, en la respuesta a uno de ellos el consistorio fue tajante: “ que por las muchas aten­ciones sanitarias no podía por ahora ocuparse en otros asuntos que no sean de mayor precisión”. De hecho el consistorio estaba recordando a Catalá que Barcelona se encontraba inmersa en una de las peores epidemias que se habían padecido: la de la fiebre amarilla.

Como contrapunto a las veleidades de Catalá, Ricart, también solicitó ayuda, pero por motivos más terrenales, como era el hambre. “Ri­cart […] Marés y Juliá […] piden algún socorro […] el ayun­tamiento no tiene facultades para ello […] lo único con que podía favo­recerles era recomendarles […] para que les diesen ración de sopa”. Aquellas peticiones de amparo ante la mise­ria más absoluta, se alargaron inútilmente hasta final del año.

Catalá todavía volvió a dirigir una última peti­ción a finales de septiembre. A partir de esa fecha, el silen­cio más absoluto. En una relación anónima sobre la epidemia de aquel año se lee: “Falle­cieron algunos (sacerdotes) no agregados en Parroquias ni convento, como […] Joaquín Catalá”. Al igual que un cometa, Catalá, rodeado de una estela fulgurante desapareció sumergido en el silencio de la nada. El anónimo cronista no consideró ni pertinente ni impor­tante el consignar, cuando menos, la fecha de su tránsito.

Manuel Casamada

A la muerte de Catalá los problemas de Ricart no concluyeron. El Ayuntamiento, tras el paso de la epidemia atendió una nueva petición, a finales de 1822, esta conjunta, de Ricart y Manuel Estra­da, director este último de la escuela de sordos desde 1817. En ella solicitaban ambos la reapertura de las respectivas escuelas, clausura­das temporalmente por motivo de la fiebre amarilla desde el mes de julio del año anterior. Nuevamente volvían a solicitar, una vez más, la tan necesaria ayuda económi­ca, tanto personal como para sus res­pecti­vas instituciones.

La respuesta fue más paños calientes. Estaba en la volun­tad de la corporación el reabrir, tanto la Academia Cívica como la de ciegos y sordos, pero ésta, quedaba de nuevo pen­diente de la asignación de una partida de fondos públicos y de la cesión de tres locales. Lo que no se les comunicó, al menos en aquel preciso momento, fue que también se había previsto la designación de un nuevo director, que reuniría en el cargo de dirección a las tres ense­ñanzas. Y que además ya tenía un candidato designado: Manuel Casamada.

Manuel Casamada i Comella, barcelonés y eclesiástico, de la orden mercedaria, había solicitado, al igual que Catalá, su secularización en marzo del año anterior, aduciendo en su caso personal “una hermana viuda de bastante edad”. La hermana contaba con 56 años, y era viuda de un platero. Miembro del Colegio de San Pedro Nolasco, poseía la cátedra de Lite­ratura y Autoría, añadiendo a ello su nombramiento como Director de la Academia Cívica a principios de marzo de 1822. Y por si no tenía bastante, dos meses más tarde, solicitaba otro nuevo empleo como funcionario fijo en la Casa de Caridad, que le fue denegado.

El abandono

En junio el Ayuntamiento seguía pensando en el tema, con independencia de que, tanto Ricart como Estrada continuaban en su labor sin subvención ni ayuda de ninguna clase. Lo único resuelto fue la designación en julio de un local en el colegio de San Buenaven­tura. Casamada, en su papel de direc­tor, pro­testó ya que las “tres piezas bajas disponibles” las consi­deraba insuficientes para reunir todas las escuelas, pidiendo el que se complementaran además con el Aula Capitular, que estaba siendo utilizada como Sala de Esgrima por el 1º y 2º Batallón de Milicias.

La situación de penuria y miseria en que vivían Ricart y Estrada, obligó a ambos en octubre a solicita­r un trabajo remunerado en la Casa de Caridad, donde ofrecieron el servicio de sus ense­ñanzas oferta que quedó sin respuesta. En enero de 1823, Ricart, continuaba “mani­fes­tando la extrema necesi­dad a que se ve reducido […] dedicándose como se dedica en obsequio de la humanidad “. Y no sería hasta marzo que, por fin, sé asig­naron 2000 reales a Ricart y 1500 a sus ayudan­tes Mares y Ayné, pero “a cuenta de la dota­ción que se les seña­le”.

La alegría les duró apenas tres meses. El día 7 de abril, los “Cien mil hijos de San Luis”, bajo el mando del duque de Angulema, invadían España para restaurar de acuerdo con el rey el absolutismo. La traumática desaparición de los liberales arrastró en su caída a muchas insti­tuciones, incluidas las escuelas de Ricart y Estrada, que volvieron a quedar a merced de la buena volun­tad y dedicación personal de estos.

Los Cien Mil Hijos de San Luis.

La Escuela de Madrid

En agosto de 1826, con Fernando VII bien asentado en el trono, Ricart le dirigió un escrito ofreciéndole el abrir una escuela en la Corte. Interesado el rey, dio orden a su minis­tro González Salmerón, para a su vez la cursara al Ayuntamien­to de Madrid en el sentido de proporcionar a Ricart un local, y que una vez establecido este, quedaba Ricart autorizado para ejer­cer su magisterio. La comisión establecida para el estudio del tema, decidió ceder como local uno de los cuartos traseros de la Casa de la Carnicería, en la Plaza Real.

El 2 de enero del año siguiente, Ricart, recibió una carta del marqués de Campo Sagrado, capitán general del Ejér­cito en Cataluña, donde se le comunicaba que el rey autorizaba su viaje a Madrid a cargo del “ramo de correo”, con el fin de ultimar el establecimiento de la escuela. Sin embargo, a mediados de mayo, era Ricart el que recurría al corregidor Antonio José Galindo en busca de noticias, dado el silencio administrativo del Ayuntamiento madrileño.

El 18 de noviembre, ante aquel silencio sepulcral, el minis­tro González Salmerón, en nombre del rey, conminó al Ayuntamiento madrileño a dar una respuesta definitiva. Respuesta que se retrasó todavía hasta mediados de abril de 1828. Argumentándose en ella que el ayuntamiento no podía acceder a la petición real por dos motivos: El primero era el no tener ya loca­les libres. Y el segundo él no poder alquilarlos para no “aumentar el déficit” que padecían las arcas municipales.

El final

El interés real en aquellos últimos meses no era fruto precisamente de la coincidencia. Ya que el 15 de diciembre de 1827, Fernando VII, acom­pañado de su esposa María Amalia, de visita en Barcelona, se habían personado en la propia tienda de Ricart para conocer al maestro y los resultados de su labor, quedando muy sorpren­didos de ellos. Y esta visita había sido la causa de su intervención frente al Ayuntamiento de Madrid. Pero dado el fracaso de su gestión fue el propio rey el en aquella ocasión recomendó a Ricart a la corpo­ración barcelo­nesa para que se estudiara la posibi­li­dad de cederle un local en la Real Casa de Caridad de dicha ciudad.

De poco le sirvió a Ricart el apoyo de la corona española ya que unos meses más tarde Ricart sufrió una parálisis que lo dejó inútil hasta su muerte unos años más tarde en 1837. A su desaparición, lo substituyó en su labor su antiguo ayudante Marés ayudado por Ayné, que todavía tendrían que esperar dos años más para que el Ayunta­miento volviera a reabrir oficialmente, y ya de forma definitiva y con carácter permanente, la vieja escuela munici­pal.

Pero el tiempo, la indiferencia, y la modernidad de determina­das instituciones, han relegado al olvido la digna y pionera labor de Ricart. Desapare­cido por abducción incluso de las modernas enciclo­pe­dias con CDR incluidos, pero que sí recuer­dan, caso curioso, a los eclesiásticos Catalá o a Casamada. Esperemos que este corto trabajo sirva para suplir semejan­tes desmemorias y permita, a su vez, poder volver a catalogar su nombre en el lugar preciso que le corres­ponde en la historia.

Un tratado inédito

Prueba del abandono de la memoria del José Ricart, es la existencia en una institución de Madrid de un libro, escrito a mano, con el método de Ricart, que uno de sus discípulos llamado Antonio Marés y Llompart , que en su día redactó y envió al rey Fernando VII esperando con él, el amparo de la Corona española a aquella enseñanza, o en su defecto el de su consorte la reina María Cristina. Personajes reales que nada hicieron por fomentar aquella educación especial.

Los desplegables que contiene la obra, hasta hoy perdida, contienen los esquemas a tinta que reproducen el sistema, o dibujos a lápiz que representan posturas de la mano al escribir, y distintas actividades llevadas a cabo por ciegos. Obra que lleva por título: “Tratado del origen y arte de enseñar a los ciegos de todo sexo a leer, escribir, aritmética, solfa y música y algunas artes mecánicas: dedicado al Rey Ntro. Señor D. Fernando7mo. De Borbón. Inventado dicho método por D. José Ricart, socio artista de la Academia de ciencias naturales y Artes de la ciudad de Barcelona / construido dicho libro a instancias del citado Ricart por su Ayudante y Maestro Dn. Antonio Marés y Llopart, Subteniente Retirado de los Reales Ejércitos y Regimiento Infantería de Soria.”

Descubrimiento que hoy ponemos a disposición de los investigadores para más gloria y recuerdo de aquel maestro de ciegos pionero del Ayuntamiento de Barcelona, que en vida se llamó José Ricart.

1 Antonio Gascón Ricao, José Gabriel Storch de Gracia y Asensio,”Juan Albert Martí y la primera Escuela Municipal de Sordomudos de Barcelona, (1800-1802), pp. 329-334, José Ricart, el primer maestro de ciegos en España, pp. 355-375.”Historia de la educación de los Sordos en España”, Madrid 2004.

2 comentarios

  1. muchísimas gracias Antonio Gascón Ricao, de parte de un investigador francés, autor de una monográfica sobre Fermin Galán Rodríguez. Acabo de presentarla en la universidad de Paris 8 Vincennes St Denis. Voy preparando una versión en castellano.

    tu artículo es esencial porque demuestra que los movimientos y las obras sociales no son propia de un país. Se desarrollan las innovaciones sociales más allá de las fronteras. Y personalmente estimo que se extiendencomo las ideas y los ideales, en el universo.

    Luis Bertrand Fauquenot,

    université de Angers

    4 de diciembre de 2025.

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