La distopía ha sido el género de anticipación por excelencia de las últimas décadas. La retirada de las grandes narrativas políticas del siglo XX devino en un horizonte de degradación social al tiempo que hacían fortuna categorías analíticas como la sociedad posindustrial, el posmodernismo o, incluso, la soberbia neoliberal condensada en el fin de la historia. El ciberpunk de los años ochenta, un género cargado de lucidez analítica en algunos casos, llegó a ser una fórmula repetitiva de la que aún bebe la ficción en tiempos de Netflix.
Sin embargo, en los últimos años se aprecia un cierto cambio de rumbo en el clima intelectual que reclama la utopía. El solarpunk –una suerte de reverso optimista de los Sterling o Stephenson– empieza a despuntar como género fantástico de la juventud, es habitual encontrar defensas de la necesidad de construir nuevas utopías a intelectuales de moda como Enzo Traverso, y llegan a las librerías obras que disertan sobre el concepto de utopía, colocadas junto a la vieja historia de las utopías de Lewis Mumford.
Llega ahora a mis manos Diccionario de lugares utópicos (Silex, 2022) una ambiciosa obra colectiva dirigida por el historiador Juan Pro. 379 voces redactadas por 38 investigadores conforman el grueso volumen (más de 700 páginas bien prietas) de experiencias utópicas. Las entradas pertenecen mayoritariamente al periodo comprendido entre la Edad Moderna –momento de nacimiento del género utópico– y la actualidad, así como al ámbito occidental, aunque se pueden encontrar algunas desviaciones cronológicas o espaciales.

El diccionario nace de la actividad del grupo de investigación HISTOPIA, Red trasatlántica de estudio de las utopías, que trabaja en la línea de los llamados utopian studies, una visión interdisciplinar iniciada en la década de los setenta del siglo XX.
El abanico utópico de la obra es amplio por vocación: se recopilan numerosas experiencias que mezclan las ciudades imaginadas en la ficción con comunidades reales con trazas utópicas. Caben las comunidades tosltoianas, falansterios, las ecoaldeas, comunidades libertarias, microestados igualitaristas o acampadas del 15M, entre muchas otras experiencias muy desiguales entre sí y a veces algo caprichosas.
También aparece, de todas maneras, la distopía, pero mirada desde el punto de vista de la utopía. En no pocas ocasiones, lo que se pretende una utopía en positivo (eutopía) puede devenir o ser para otros distópico, como sucede con los kibutzs en Palestina.
El diccionario es un ejercicio en la senda del giro espacial que ha envuelto las ciencias sociales este milenio. Y lo es de forma muy consciente, casi se diría que militante, pues pretende remarcar la potencia del pensamiento utópico como motor social a través de su territorialización y la descripción de lo imaginado.
Bajando a lo material, cabe objetar a la edición del libro un vicio que –economía de papel obliga– es común a muchas obras de consulta: el pírrico tamaño de la letra. Es posible, sin embargo, que los investigadores e investigadoras del grupo HISTOPÍA hayan querido hacer una velada declaración de intenciones: las utopías que han de construir el futuro pertenecen a las nuevas generaciones de mirada virgen.

