El hombre no ha alcanzado todavía la luna. Quienes por desgracia para él la han tocado son sus enemigos, los mismos que diariamente le lavan el cerebro y le entontecen con prensa, radio, televisión, hechos y propaganda de guerra fría y frío cinismo de convivencia y paz; los mismos que le impiden moverse y hablar libremente, volar a sus anchas por el espacio del propio espíritu humano, mucho más vasto que el espacio cósmico, que le mantienen atado a la máquina como un mecanismo de servidumbre más, tiranizado, vendido al capital como una mercancía cualquiera. Esos que mancillan diariamente la Tierra, son quienes mancillan con sus artefactos también la luna. No se trata sólo, ni mucho menos, del gobierno ruso, sino también del americano, que en ese aspecto conseguirá pronto otro tanto o más, y de cuantos existen sin excepción. Los dictadores y tecnócratas rusos no deben ser considerados sino como delantero y símbolo de los opresores y déspotas de todos los países, dispongan de cohetes interplanetarios o sólo de trabucos. La técnica ha estado siempre al servicio de los explotadores, puesto que la sociedad, dividida en clases, propietarios de capital y trabajadores obligados a vender por el sustento su fuerza creadora de riqueza, entrega a aquéllos los beneficios de todo adelanto técnico, les subordina la ciencia y pone en sus manos formidables medios de subyugación de la sociedad, hoy de la sociedad en escala mundial. Por eso, desde la aparición de las primeras máquinas la reacción espontánea de los obreros fue destruirlas. Más que nunca es hoy necesario afirmar que los destructores de máquinas, bien conocidos en la historia de la lucha de clases, tenían una actitud mucho más humana y revolucionaria que los papanatas boquiabiertos ante la técnica rusa o americana. Aquellos defendían al hombre contra la opresión del instrumento, objetivación muerta de su propia alienación y representación material del capitalismo vivo. Los segundos, por el contrario, exaltan la técnica por encima del hombre, precisamente en el momento en que más amenazadora aparece para él. Los estragos de la propaganda en las conciencias no bastan para explicar esa beata admiración de la técnica. Una y otra provienen en sus tres cuartas partes de aquella categoría de la población que, a través de los conocimientos científicos, de la política, de la burocracia del Estado y de los sindicatos, a través de la cultura en general, obtiene del capitalismo pingües beneficios que la sitúa de hecho entre los explotadores. Es una admiración tan interesada como la propaganda misma.

Urge salir al paso a esa tendencia, tan extendida hoy que amenaza corromper en su fuente misma el pensamiento y las posibilidades emancipadoras del hombre. Lo primero que debe decirse sin ambages es que se trata de una tendencia reaccionaria, idealista en el sentido más peyorativamente religioso de la palabra. El ateísmo se resuelve en el mismo comportamiento votivo que la creencia en dios en cuanto se hace reverencias a la técnica. Ante el altar o ante el cerebro electrónico, el sacrificado es el trabajador y a través de él el hombre en general. Si la religión ha sido enemiga tradicional de la ciencia es porque ella pretendía poseer toda la sabiduría concedida a los humanos. Insinuada en la primitiva borrina mental como práctica productiva o acto útil, transformado éste en rito conservador y el rito en monopolio (léase también especialidad), aparece el sacerdocio, con él la iglesia y de penacho la idea de dios. La utilidad del acto quedaba reservada a los detentadores de los secretos del cielo, la insudación productiva a los profanos. Los lanzadores de satélites terrestres y cohetes lunares están en igual caso, representan el monopolio de la ciencia por los explotadores y para la explotación, siendo también enemigos de toda ciencia al servicio del hombre. El ateísmo de una parte de ellos corrobora con toda la potencia de sus gigantescos recursos la identidad original y postrera entre explotación y religión. La idea de dios no es otra cosa que los intereses materiales de la iglesia idealmente elevados a la omnipotencia. Así la tecnocracia actual, se construye sus instrumentos y su leyenda de omnipotencia encarnando en sí la idea de dios.
No es verdad que ciencia y técnica puedan emancipar al hombre, contrariamente a lo que pretenden algunos sabios y economistas bienintencionados o remordidos. Esa es sólo la última de las justificaciones morales que a sí misma se da la tecnocracia. Son los hombres profanos y explotados, por el contrario, quienes han de emancipar la ciencia, y con ella sus sabidísimos cuanto acomodaticios detentadores. La ciencia y la técnica por sí solas son incapaces de asaltar el parapeto de intereses reaccionarios de la sociedad actual. Muy al contrario, son sus siervas. Y cada adelanto en el conocimiento científico y en la organización técnica es un grillete nuevo impuesto a la actividad y al pensamiento libres de la inmensa mayoría. Para conferirles una naturaleza diferente es preciso despedazar los intereses a que sirven. Sólo entonces la ciencia alcanzará su ilimitado desarrollo posible y su dignidad hoy pisoteada. Otro tanto vale para cualquier actividad creadora del espíritu humano, desde la filosofía hasta el arte, porque siendo intrínsecamente funciones naturales del individuo, la sociedad actual se las arrebata por la fuerza, y se las contrapone junto con las funciones elementales de la producción y el consumo.

Los intereses e ideas motrices que han llevado al lanzamiento de cohetes lunares y satélites artificiales son, íntegros, los de la guerra atómica. Hitler dio la iniciativa buscando formas de matar para concentrar en Berlín la riqueza mundial. La democracia americana y el comunismo ruso, victoriosos, prosiguen la obra de Hitler. Y sus intenciones también, pues por encima de la fraseología política y a despecho de las fronteras, Rusia y Estados Unidos tienen pareja estructura social que la Alemania de ayer o las dos Alemanias de hoy. Buscando respectivamente Rusia y Estados Unidos medios de aniquilación que les consientan despotizar sobre el mundo entero, han llegado a los cohetes lunares más lo que venga. Era el año geofísico internacional, hipocresía tan evidentemente concertada que todos los datos nuevos necesariamente suministrados por satélites y cohetes son guardados por unos y otros en riguroso secreto. Al público y a los propios círculos especialistas sólo son vertidos los informes sensacionales como propaganda, reservándose cada uno lo que le interesa para la guerra, pues la guerra es el origen y objeto único de todos esos experimentos. Cada uno de ellos mata virtualmente centenares de miles de personas. El aspecto económico de esas especularidades de una ciencia venal, es no menos delator. Fabulosas cifras de presupuesto son gastadas con tal objeto. Atentado doble a la humanidad: contra la vida futura de centenares de millones de seres y contra la nutrición actual de todos los habitantes del planeta, sin más excepción que las minorías gobernantes y sus clientelas. Rusia y Estados Unidos concentran la mayor parte del producto del trabajo mundial. Esa colosal succión de riqueza, de la cual es víctima, en todo país sin excepción, quienquiera no participe en poco o en mucho de la calidad de explotador, ha reintroducido la ignominia del trabajo a destajo, las primas, la jornada de diez o doce horas, y es lo que subvenciona con opíparas ganancias a los hacedores de cohetes y demás instrumental mortífero. Como compensación, dan al público mundial una fotografía del hemisferio desconocido de la luna, mientras la mayoría de los hombres no han podido ver todavía una fotografía de su propia cara. Evidentemente, para verse en efigie como para descubrir su propio espíritu el hombre común debe, primero, dar cuenta de la organización social que produce los Khrutchef, los Eisenhower y sus respectivos sabios y burócratas alquilones. Hace tiempo que los conocimientos existentes son sobrados para abolir la explotación asalariada y dar a cada uno, en escala mundial, la más completa, la más caprichosa libertad de desenvolvimiento individual. A partir de la energía atómica y de la cibernética, cuyos mecanismos consienten realizar, con trabajo sólo supervisor y punto menos que nulo, casi todas las operaciones necesarias al consumo de la humanidad, esa posibilidad material a nadie puede ofrecer la menor duda. Pero los viejos intereses reaccionarios organizan con esos medios la explotación, el sistema policíaco mundial, y la guerra. En sus manos, los más prometedores adelantos científicos se resuelven contra el hombre de hoy y son una agresión al porvenir de la cultura. No tocan la luna sino para esclavizar mejor a los pueblos.
Junto a estos últimos, los revolucionarios seguimos pidiendo la luna. De vida en muerte y de muerte en vida no cejaremos hasta obtenerla. Los reaccionarios rusos o americanos no la alcanzarán jamás, porque esa luna, la del hombre, presupone la supresión de los ejércitos y de las policías, de las naciones y de las clases, y ha de empezar por la sublevación de los pueblos contra sus respectivos gobiernos hacedores de cohetes y bombas. Nuestra luna es la revolución y el socialismo mundiales. Una vez puesta la ciencia y todas las actividades culturales al servicio de las necesidades y al alcance de todos los humanos, el hombre se descubrirá a sí mismo y fuera de sí podrá explorar las más lejanas galaxias. Entretanto, es preciso denunciar sin cansancio el tremendo peligro que representa la ciencia en manos de Moscú y Washington.
G. Munis. Alarma. Primera serie, número 6, año III, mayo de 1960
[Imagen de portada: Belka y Strelka, protagonistas del Sputnik 5, que en agosto de 1960 consiguió traer con vida a los primeros seres vivos lanzados al espacio. Fuente: Book Junkie]