Historia Social Historiografía

Los hurtos de la biblioteca de La Seo de Zaragoza, historia judicial [Antonio Gascón Ricao]

Justificación

Resulta evidente de que hay algunas noticias que sin más pena ni gloria se van por el sumidero de la Historia, faltas de una justa investigación y su correspondiente divulgación. Tal como sucedió en Aragón con el asunto del mal llamado “robo” de los manuscritos de la biblioteca capitular de La Seo de Zaragoza, cuando la calificación procesal era “hurto” y la sentencia así lo confirmó, al no haberse producido ningún tipo de violencia.

Un asunto sobre el cual la prensa local tardó más de dos décadas en dar una noticia en profundidad. Y cuando apareció no lo hizo precisamente desde la prensa generalista de la región, sino desde Andalán1, un medio que en Aragón y desde 1972 se había ido convirtiendo progresivamente en un semanal de referencia, al ser el pepito grillo de la izquierda, del aragonesismo o de la cultura. Aunque de hecho aquella noticia no apareció hasta 1985, cuando ya habían transcurrido 21 años desde la conclusión del juicio. Es decir, cuando las consecuencias de hacer públicos los entresijos del mismo no podrían afectar en demasía ni al medio ni al autor del trabajo2.

andalan
Portada de Andalán, abajo a la derecha, la noticia. Consulta el ejemplar en PDF: 1 Andalan, Robo

Por otra parte, hubo que esperar 21 años más, en concreto hasta 2006, para que apareciera un segundo artículo, que más o menos venía a decir lo mismo que el anterior. Pero la gran diferencia entre ambos residía que su autor prometía, al final del mismo, publicar próximamente un libro con más detalles, sin que hasta el momento actual se haya concretado en nada. Teniendo en cuenta que su autor es hombre muy prolífico y cuando han transcurrido 14 años de aquella promesa3.

Poco años antes de aparecer aquel segundo artículo, en 1999, dos investigadores independientes, inmersos en una investigación que les llevó, entre unas cosas y otras, más de 15 años de trabajo, aquel año entraron en sospechas de que durante el mismo “robo” podría haber desaparecido de la misma biblioteca del cabildo zaragozano el Proceso original del llamado Milagro de Calanda4, intitulado en su día Proceso y Sentencia de Calificación sobre el Milagro…5, y por aquel motivo se les ocurrió solicitar poder consultar las actas del juicio del caso de los “robos” de La Seo, pensando que se lo denegarían. Pero dos días más tarde, y previamente autorizados por la autoridad pertinente, en su caso por el Presidente en funciones de la Audiencia Provincial de Zaragoza, pudieron acceder a consultar integro todo el proceso, pero sin encontrar una sola pista de lo que buscaban. Pero no fue un viaje en balde, ya que aquella consulta les permitió poder entrar en el conocimiento de importantes detalles de aquel escándalo eclesiástico de los hurtos, que al parecer se venían arrastrado décadas.

Breve resumen del caso

La desaparición de libros, incunables y manuscritos de la biblioteca de la catedral de La Seo de Zaragoza, de hacer balance, supuso una incalculable pérdida, no tan solo económica, que ya de por sí era importante, sino también del patrimonio bibliográfico de Aragón, al desaparecer de la biblioteca de la catedral un total estimado de unas 583 obras. Por otra parte, cuando la noticia le llegó al general Franco se tienen referencias de que le molestó muchísimo, dada la evidente significación política del principal acusado, el italiano Enzo Ferrajoli, o por la implicación en el mismo de conocidos religiosos zaragozanos harto populares en la región. Grave problema que había tenido que asumir de pleno el nuevo arzobispo de Zaragoza, monseñor Pedro Cantero Cuadrado, que acababa de tomar posesión de su diócesis tres meses antes, heredando de aquel modo aquel escándalo que se venía arrastrando desde la época de su predecesor en el cargo, el arzobispo Casimiro Morcillo.

Lo que al final resultó evidente fue que aquella historia estaba repleta de engaños, y particularmente de encubrimientos, mediante los cuales se trataba de minimizar la negligencia demostrada por parte de los sucesivos custodios de la biblioteca, dado que todo apuntaba a que aquellas desapariciones se venían produciendo, cuando poco, desde la posguerra española sino antes, expolio que se había prolongado hasta los finales de la década de los 50 del pasado siglo. A toro pasado, de creer a algunos testigos, hubo un momento dado en que determinados visitantes habituales de la misma se empezaron a percatar de que estaban desapareciendo libros de las estanterías de la biblioteca.

Según el autor del primer artículo, uno de los primeros en darse cuenta del aquel hecho fue el rabino de Jerusalén, que presidía el Instituto de Manuscritos Hebreos (en La Seo había varios de enorme valor). Al anterior le siguió el rector de la Universidad de Lovaina o un experto de la Biblioteca de Cambridge que estuvo en Zaragoza acompañado por el erudito vasco Antonio Odriozola. Las consecuencias de aquellos descubrimientos fueron nulas, porque nadie hizo absolutamente nada.

Un nuevo eslabón en aquella cadena de sospechas, que parecía corroborar todo lo anterior, se forjo en julio de 1957, cuando el canónigo archivero de la catedral de Pamplona, José Goñi Gaztambide  fotografió en la biblioteca de La Seo un texto del comentario de Pedro de Osma a las Sentencias de Pedro Lombardo, haciendo de intermediario del investigador alemán, Friedrich Stegmüller, en su caso especialista en dogmática e historia de la teología. Al revelar las fotos, Goñi se encontró con que varios clichés habían quedado velados, y por ello decidió volver a repetirlas, pero al intentarlo de nuevo, ya no encontró el libro que necesitaba, puesto que había desaparecido.

Casi a la par, un dominico español que preparaba su tesis sobre Santo Tomás de Aquino en la Yale University, institución ubicada en New Haven, en el estado de Connecticut (USA) encontró en la biblioteca de aquel centro un libro, que por los detalles que tenía, había salido de la biblioteca de la catedral de La Seo, por lo que decidió escribir a su amigo Pascual Galindo explicándole su hallazgo. Después resultará que aquel libro no era el único que corría por aquella biblioteca procedente de la biblioteca capitular de La Seo, puesto que había más.

Pascual Galindo se pone en marcha

Galindo6, que en aquel entonces vivía en Madrid, donde ejercía, entre otras cosas, de capellán del CSIC, y además poseía la dignidad de canónigo chantre del cabildo de Zaragoza, se puso en aquel momento en marcha. Recordó sus trabajos en aquella misma biblioteca, y buscó su fichero, del que había hecho una copia, y descubrió horrorizado el lamentable estado de la biblioteca de la catedral de La Seo. Ya que entre otras muchas cosas, advirtió que algunas de las tapas exteriores de los libros de la biblioteca, no se correspondían de forma fiel con sus contenidos, pues al parecer el supuesto ladrón había estado con ello intentando disimular los huecos, y para completar el engaño había hecho desaparecer metódicamente la correspondiente ficha manual de los ejemplares afectados. Un hecho que hacía evidente el desbarajuste, la falta de control o el abandono que reinaba en las salas de la biblioteca.

2 Pascual Galindo

Recordaba Fernández Clemente en su artículo que José Puzo, canónigo presidente accidental del Cabildo, reconoció “descuido y negligencia”, aduciendo que aquello tenía otro motivo casi disparatado: el entonces bibliotecario auxiliar del Pilar desde 1956, Francisco Gutiérrez Lasanta, había llevado a cabo un tiempo atrás, por su cuenta y riesgo, una reorganización de la biblioteca con el objetivo de agrupar todo lo relativo al Pilar, sin importarle ni el valor ni la época de los volúmenes, en resumen: más caos sobre el propio caos, al haberse roto con ello el orden de la catalogación7.

Pascual Galindo se quedó estupefacto. Fuera quien fuese el ladrón, éste se estaba llevando, según él, los mejores libros, y al parecer el criterio de selección del robo era en función de su opinión realmente sofisticado. Y entre los volúmenes que Galindo echó a faltar estaba el “Manipulus curatorum”, que pasó por ser durante años el primer libro editado en España, en Zaragoza en concreto, por Mateo Flandro.

Pérdida aquella que Aubá, otro de los imputados, se la adjudicó durante el juicio sin más a Ferrajoli afirmando que el libro estaba en la biblioteca sobre el año “cincuenta y tantos”, afirmación que Ferrajoli desmintió ya que él lo había comprado en el año 1947 al comprar parte de la biblioteca de Escobet, conocido coleccionista y bibliógrafo catalán. El funcionamiento de la biblioteca era caótico, y eso que la visitaba muy poca gente, y uno de los más asiduos era el paleógrafo, profesor e historiador Ángel Canellas López, que editó los “Anales” de Jerónimo Zurita o “Los cartularios de La Seo”, y que años después le tocaría ser perito y testigo en aquel juicio.

¿Pero cómo era posible que Pascual Galindo tuviera tanto conocimiento de aquella biblioteca? La razón era muy simple, porque Galindo había guardado durante años una lista confeccionada por él mismo durante la Guerra Civil, con la ayuda del beneficiado de La Seo Francisco Izquierdo Trol. Lista que no tardaría en ser publicada, de forma curiosa, a nombre y autoría de la Librería General de Zaragoza en 1961, bajo el título de “Manuscritos, incunables, raros (1501-1753)”, en la cual se recogían los detalles de 107 manuscritos, 180 incunables y 276 raros. Es decir que la componía un total de 563 obras.

Publicación que al editarse levantó entre los entendidos alguna suspicacia, al aparecer de forma curiosa el mismo año de la detención de Ferrajoli. Prueba de ello fueron algunos comentarios que aparecieron, donde se daban detalles de aquel libro huérfano: “Opúsculo de P. Galindo, púdicamente anónimo y sin prólogo ni nota explicativa de ningún tipo, que contiene la lista de libros manuscritos, incunables y raros expoliados de la Biblioteca capitular de Zaragoza, que sirvió de tabla de referencia para las posibles identificaciones de ejemplares robados, a medida que fueron apareciendo, casi siempre en América8.

Fernández Clemente señalaba en su artículo de 1985, que entre los visitantes habituales de las salas “estaban los seglares Francisco Olivan Baile, y Fernando Zubiri y los sacerdotes Teófilo Ayuso, Francisco Fernández Serrano, Gil Ulecia y Leopoldo Bayo”.  De hecho y a pesar de que el apartado primero del capítulo del “Estatuto Capitular de la Santa Iglesia Metropolitana de Zaragoza”, editado en 1928, prohibía expresamente sacar libros del recinto, desde 1953 cualquiera de los 32 canónigos de la catedral podían hacerlo y de hecho lo hacían, con el detalle de que algunos se olvidaban devolverlos, pero todos ellos sabían donde se guardaban las llaves de la biblioteca.

Leandro Aina, el responsable de la biblioteca

El Canónigo bibliotecario y principal responsable de la biblioteca, en el momento de estallar el escándalo, era el canónigo Leandro Aína, calificado por algunos que lo conocieron como “un bon vivant”, de talante más bien ingenuo, al que al parecer le gustaba comer bien, beber un poco y fumar puros, una extravagancia infrecuente en el Cabildo, tal como remarcaba Antón Castro en su artículo. Aína además era profesor en el Seminario y el informador religioso del diario El Noticiero. Y su ayudante, apenas tres años mayor que él, era Salvador Torrijos, un modesto investigador y escritor aficionado a los libros religiosos como “Conchas y bordones”, al decir de la acusación uno más de los seducidos por Ferrajoli.

Pascual Galindo, después de su investigación le comunicó sus descubrimientos al entonces arzobispo Casimiro Morcillo, quien por salir del paso creó un Tribunal Eclesiástico, presidido por el teólogo Leopoldo Bayo, capellán de las monjas del Sagrado Corazón, hombre de enorme prestigio social en Zaragoza y excelente orador. Se trataba en principio de lavar los trapos sucios en casa, habida cuenta, además, de que Morcillo había admitido que no dominaba los secretos ni el contenido de los fondos propios de la biblioteca.

El Tribunal llamó a testificar, como no podía ser de otro modo, a Leandro Aína, y a su ayudante Salvador Torrijos, y seguidamente al portero de la biblioteca Jerónimo Sebastián que se había incorporado a aquel empleo en 1953 por jubilación de su suegro, un personaje que en cierto modo resultará determinante para el caso. También testificó Ángel Canellas y el canónigo archivero Francisco Fernández Serrano.

En los intermedios, algunos canónigos devolvieron de forma apresurada los libros que tenían en sus dependencias, pero las conclusiones de aquel Tribunal eclesiástico fueron desalentadoras: alguien había estado robando libros y como consecuencia de ello habían desaparecido muchos títulos de incalculable valor. Eso era todo. A la vista de ello Morcillo decidió convocar entonces un Cabildo Extraordinario antes de pasar el asunto a la jurisdicción civil. Tampoco se resolvió nada. Y fue entonces cuando se decidió presentar la denuncia e intervino la policía, que en poco tiempo resolvió el enigma. Al comprobarse de forma fehaciente que los libros habían salido por la puerta con permiso de alguien: pues no había señal alguna de violencia. Parecía pues una operación propia de un ladrón de guante blanco. A partir de aquel momento se llamó a declarar a mucha gente: sin olvidar a anticuarios, sacerdotes, o bibliófilos y finalmente se llamó al portero, que fue el que les habló de “un hombre elegante y sabio, de refinados modales, que solía entrar entre las nueve y las once de la mañana, y muy amigo de Leandro Aína”. Ese hombre no era otro que el italiano Enzo Ferrajoli.

Se publica la Sentencia del juicio

De hacer historia, en las postrimerías de 1964, saltó a las páginas de la prensa la conclusión temporal de un escándalo que había tenido lugar en Zaragoza. En aquel caso protagonizado por la iglesia local. Asunto conocido vulgarmente en la prensa con un titular de reclamo, tal como se puede ver en La Vanguardia: “Sentencia por el robo de centenares de obras de la Seo zaragozana” 9. Con la salvedad de que aquel juicio se había celebrado a puerta cerrada, o que en aquella noticia los implicados eran mencionados únicamente con sus iniciales, es de imaginar que por motivos de sigilo, al ser casi todos ellos gente muy conocida en Zaragoza. En dichas fechas, 13 de octubre de 1964, por fin se dictó sentencia sobre aquel caso en la Audiencia Territorial de Zaragoza contra los cinco únicos encausados: Enzo Ferrajoli Dery, Leandro Aina Naval, Salvador Torrijos Berges, Jerónimo Sebastián Menadas y Enrique Aubá Forcada10.

4 Causa 0001
Detalle del expediente de la causa criminal. Fuente: el autor.

Por otra parte, dicho asunto y con indiferencia de la férrea censura periodística ejercida por el régimen franquista, hacía ya tres años que venía coleando, apareciendo esporádicamente en la prensa española, pero eso sí, muy descafeinado. Y el motivo principal pasaba por el interés del régimen franquista en que no fuera divulgado en demasía, ya que en aquel feo asunto andaban mezclados desde un conocido fascista italiano, oficial del ejército, y antiguo combatiente de las CTV (Cuerpo de Tropas Voluntarias) italianas, enviadas a España por Mussolini, en su caso condecorado en cuatro ocasiones distintas por el régimen franquista, de profesión agente comercial, dedicado a la compra y venta de libros o manuscritos raros y curiosos, y casado con la hija un conocido industrial catalán, miembro de la Cámara Oficial de Comercio y Navegación de Barcelona y adicto al régimen desde el primer día, hasta personajes muy conocidos de la iglesia zaragozana, dos de ellos concretamente miembros del cabildo zaragozano, el resto lo componía el pobre portero de la biblioteca, y un conocido farmacéutico y coleccionista de libros antiguos de Zaragoza.

3 Permiso0001
Permiso de la Audiencia Provincial de Zaragoza para investigar. Fuente: el autor.

Repercusiones en el extranjero

A la inversa de lo acontecido en España, el mismo asunto tuvo una notable repercusión en la prensa extranjera, tanto en Estados Unidos como en Inglaterra, al verse implicadas en el mismo algunas de sus más famosas librerías o bibliotecas, como las librerías Dawson of Pall Mall, Shoteby´s o Davis y J. de Londres, o el British Museum; o la también librería Rauch de Ginebra o la biblioteca de la Universidad de Yale, en New Haven, Connecticut, U.S.A., o algunas de las propias librerías de New Haven, dado que habían participado en la investigación del robo de los manuscritos de La Seo desde la policía española, pasando por la británica, la Interpol, y hasta el mismísimo FBI norteamericano, prueba de lo delicado que era aquel asunto.

Tras la vista de la causa en juicio oral, realizada a puerta cerrada a petición de la propia fiscalía y de la acusación particular, ejercida esta última por el cabildo metropolitano de Zaragoza, se estimó que habían desaparecido de la Biblioteca de la catedral de Zaragoza un total de 583 volúmenes, que contenían numerosos libros, códices, incunables y manuscritos, valorados en aquel entonces, de manera muy sui géneris, en la nada despreciable cifra de 13.395.500.- pesetas de la época. Hoy unos aproximadamente 80.200.- euros.

Sin embargo, y de acuerdo con la opinión de uno de los peritos que participaron en el juicio, en su caso el sacerdote Pascual Galindo Romeo11, dicha cifra resultaba ridícula si se consideraba que tras haberse realizado las oportunas subastas, como se habían realizado, todo el lote en su conjunto podría haber alcanzado fácilmente en el mercado libre otra cifra final: “puede decirse que (este) no es inferior a 400 millones de pesetas”12, en euros unos 2.395.210.-

El motivo principal de aquel comentario residía en que todos los fondos adquiridos por el supuesto comprador, y a su vez principal acusado, en este caso por el italiano Enzo Ferrajoli, sin juzgar en principio si lo fueron de manera legal o fraudulenta, habían pasado a ser subastados de forma legal en prestigiosas casas de subastas europeas, y por ello adquiridos de manera totalmente legal por sus poseedores finales.

Tras descubrirse el asunto, dichos poseedores “legales” en ningún momento se negaron a su devolución, siempre y cuando se les reembolsara, como mínimo, el precio pagado por la adquisición de los mismos en las diferentes subastas, ya que ellos, sorprendidos en su buena fe consideraban legales aquellas adquisiciones. Cuestión aquella, la de la posible recompra de las obras a precio subasta, que a nadie se le pasó por la cabeza, menos aún al arzobispado de Zaragoza, o al gobierno franquista de la época. Motivo por el cual se perdió todo lo substraído.

Enzo Ferrajoli Dery

El supuesto principal beneficiado de aquellas desapariciones, al menos el único conocido en opinión de la policía, había resultado ser el italiano Enzo Ferrajoli Dery, que se hizo, según pruebas aportadas voluntariamente por el propio acusado, con un total de 110 volúmenes, tasados estos, muy a la baja, en unos cuatro millones y medio de pesetas. Por ello tanto Ferrajoli, como su abogado defensor Palazón, siempre mantuvieron que todos aquellas obras habían sido adquiridas de forma legal, y la prueba estaba en que Ferrajoli por ellas había pagado a los dos sacerdotes implicados, en este caso a Leandro Aina y Salvador Torrijos, un total aproximado de 450.000.- a 500.000.- pesetas13, unos 3.000 euros. Aduciendo Ferrajoli en su descargo que siempre consideró a ambos como personas autorizadas por el arzobispado, dado los cargos que ocupaban en la biblioteca o en la propia catedral, y por lo mismo personas cabalmente autorizadas por la autoridad superior para poder realizar legalmente dichas ventas. Por lo mismo Ferrajoli nunca sospechó que aquellas ventas pudieran ser fraudulentas.

5 Causa 0004
Imagen del expediente de la causa íntegro. Fuente: el autor.

Según Ferrajoli, las pruebas que demostraban su inocencia, figuraban en unas cartas que la policía española había retirado de su domicilio en Barcelona, junto con otras cosas, en el momento de producirse el primer registro de su vivienda. Cartas que la policía introdujo de forma provisional en una “maleta de lona azul, de las llamadas de aviación”, en teoría para ser esta posteriormente investigada e inventariada, como correspondía por ley.

Dichas cartas constituían el conjunto de la correspondencia mantenida por Ferrajoli con los canónigos Aina, Torrijos y el bibliógrafo Aubá desde el año 1953. En algunas de ellas se le hacían ofertas concretas de compra a Ferrajoli sobre los manuscritos o libros que estaban en venta, y a su vez se discutía la mejor modalidad de pago para la adquisición de los mismos14. Dicha documentación, según el abogado defensor de Ferrajoli, constituía para su defendido piezas de excepcional importancia, para poder demostrar con ellas su inocencia.

La alegación del abogado de Ferrajoli

Durante la incoación del proceso, el abogado defensor de Ferrajoli, Francisco Palazón Delatre, elevó al tribunal una alegación cuya lectura sobrecoge por las múltiples anomalías denunciadas en dicha intervención. En primer lugar, porque la susodicha maleta, que contenía las posibles pruebas de la inocencia de Ferrajoli, de manera sorprendente no había sido depositada con el resto de los objetos aprehendidos en el registro, a disposición del Juzgado instructor, en los armarios que fueron clausurados y sellados en el transcurso de la misma diligencia.

Palazón se quejaba al juez instructor que de igual manera resultaba sumamente anómalo que dicha documentación no hubiera sido ni siquiera inventariada en aquel acto. O que en el acta levantada en la diligencia, todas las cartas, en número superior a cuarenta, figuraran englobadas bajo el extraño epígrafe de “numerosa correspondencia, sin que se especificara su número ni sus fechas y ni tan siquiera el nombre y apellidos de las personas remitentes. Prescindiéndose además de los requisitos y garantías establecidos por la Ley, en cuanto a la foliación y la firma del interesado, en este caso Ferrajoli, registrado en todas las hojas de los documentos incautados, formalidad legal que también se había incumplido.

Se lamentaba Palazón de que cuando se le habían entregado los autos para el trámite de calificación, continuaba la misma indefinición en todo lo que hacía referencia a dichas cartas, dado que estas seguían apareciendo bajo las peregrinas catalogaciones de “Colección de cartas y sobres con 34 unidades”, “Segundo grupo de cartas con 19 unidades”, “Colección pequeña de cartas y otros documentos” o “Varias cartas, principalmente de Zaragoza”. Lo que le llevó a Palazón a preguntar al juez el “¿Porqué no se hizo ese inventario con la exquisita corrección que el efectuado en Mayo de 1961 al abrir las librerías de Barcelona?”.

Continuaba Palazón denunciando que acababa de tener noticia, el día 24 de diciembre de 1963, que la aludida documentación había sido puesta en su día a disposición de “Monseñor” Pascual Galindo con fecha 27 de marzo de 1961, o sea, dieciocho meses atrás, con objeto de que éste procediera a su examen y clasificación. Encargo que cumplimentó Pascual Galindo el 15 de abril de 1961, pero sin que se especificara en la causa, el lugar exacto donde Galindo efectuó el examen; ni porqué fue uno solo y no dos los peritos a quienes se le confirió tan delicada misión, transgrediendo de aquel modo la propia Ley de Enjuiciamiento Criminal vigente.

En su alegato Palazón acusaba de paso, y de manera implícita, a Pascual Galindo por los prolijos comentarios contenidos en su informe, referidos a la correspondencia de Ferrajoli, ya que estos habían sido subrayados y apostillados en el sentido más peyorativo”, pero siempre en perjuicio de su defendido, cuando por el contrario Galindo había evitando de forma muy curiosa cualquier alusión a una carta concreta, y justamente muy comprometedora para uno de los acusados, en su caso del canónigo Leandro Aina, el bibliotecario responsable de la institución.

Este último comentario de Palazón tenía mucho sentido ya que resultaba que Pascual Galindo, el perito en cuestión, era justamente el perito de la parte denunciante, en este caso del arzobispado de Zaragoza, y también el mismo personaje que había realizado el inventario de los fondos de la biblioteca saqueada, previo a la denuncia, y por tanto parte muy interesada de la acusación, lo que hacía dudar razonablemente de su presunta imparcialidad como perito.

A la vista de ello y para contrarrestar, el abogado de Ferrajoli aportó al juzgado instructor cuatro nuevas cartas, en su caso aparecidas en la residencia de Ferrajoli pero de Suiza, que abarcaban desde el 24 de diciembre de 1952 hasta el 24 de noviembre de 1957. Según Palazón, en dichas cartas, que habían sido previamente reconocidas por sus autores como auténticas, se apreciaba que tanto Aina como Torrijos formulaban “uno y otro sus ofertas (a Ferrajoli) en tales términos de licitud que ni el más suspicaz comprador podría sospechar en ellos el menor asomo delictivo. Agréguese a esto que el precio exigido, y pagado, por los libros comprados, no era precisamente de derrota sino el normal en el mercado. Y aunque los vendedores lo nieguen, rastro a quedado de él en esas imposiciones y adquisiciones de valores obrantes a los folios 386 a 413 del sumario”.

Palazón, en aquel comentario final, hacía alusión directa a los movimientos de las diferentes cuentas bancarias de Aina y Torrijos, que figuraban como prueba en el sumario de la causa15, ya que en las mismas se apreciaban ciertos ingresos en efectivo muy significativos y su posterior reinversión en compra de acciones. Hecho aquel negado vehementemente tanto por uno como por otro acusado, aduciendo que aquellos ingresos correspondían a otras actividades lucrativas, como eran la de dar clases particulares o las de sus colaboraciones en la prensa local, pero sin que aportaran prueba alguna de aquellas afirmaciones.

Las prisiones provisionales y los abogados

Todos los encausados, de una manera u otra, habían ido pasando por la cárcel desde que se habían iniciado las investigaciones en el año 1961 hasta que concluyeron con el juicio en 1964. Así, Ferrajoli y Jerónimo Sebastián, el portero, al ser civiles, ingresaron en la cárcel de Torrero de Zaragoza entre marzo y octubre de 1961. Ferrajoli desde el 18 de marzo al 30 de septiembre y Jerónimo Sebastián desde el 19 de marzo al 3 de octubre. Y los clérigos Aina y Torrijos, entre mayo y septiembre de aquel mismo año, fueron detenidos preventivamente, en prisión religiosa atenuada, en los conventos de los agustinos y pasionistas respectivamente de la capital maña, de acuerdo con los Concordatos de la Santa Sede y España. Aina desde el 1 de mayo hasta el 28 de septiembre y Torrijos desde el 1 de mayo hasta el 5 de octubre.

6 Autor con la causa0002
Antonio Gascón posando con la causa criminal. Fuente: el autor

Luego, de manera paulatina, todos ellos irían quedando en libertad provisional a la espera de la vista de la causa. El quinto encausado, el bibliófilo y farmacéutico zaragozano Enrique Aubá, quedó igualmente en libertad provisional, para más tarde, tras el juicio, ser absuelto de toda responsabilidad, a pesar que se demostró fehacientemente durante el juicio que éste había comprado libros procedentes de la biblioteca de La Seo. Pero lo que no se pudo demostrar fue el hecho de que tuviera conciencia plena de ello, y de ahí su absolución final.

Curiosamente todos ellos fueron defendidos por prestigiosos abogados de Zaragoza: Francisco Palazón Delatre (padre del conocido diplomático) defendió al italiano Ferrajoli; Juan Clemente Aguirán al portero Jerónimo Sebastián; Joaquín Bastero Archanco a Leandro Aina; Emilio Gastón a Torrijos; Vicente Alquézar a Aubá; y por parte del cabildo actuó Rafael Pastor Botija.

Las peticiones de condena

A la hora de las peticiones de condena por parte del ministerio fiscal y de la acusación particular amabas casi coincidieron en las que hacían referencia a los civiles. De esta manera se solicitaron para Ferrajoli, por hurto, 13 años de reclusión menor, y para Jerónimo Sebastián, el portero de la biblioteca, acusado de cómplice, se pedían 7 y 6 años de prisión mayor, respectivamente.

Por el contrario, para los eclesiásticos Aina y Torrijos, el fiscal solicitaba la misma pena que para Ferrajoli, o sea, trece años, mientras que la acusación privada, en este caso el cabildo metropolitano, pedía únicamente 6 meses y un día de prisión menor, casi el mismo tiempo que ambos ya habían pasado en prisión preventiva. Para Aubá, ambas acusaciones pedían dos años de prisión menor y una multa de diez mil pesetas por haber comprado libros procedentes de La Seo.

También ambas acusaciones tampoco coincidieron a la hora de solicitar para La Seo, la parte perjudicada, el pago en concepto de compensación económica por daños y perjuicios acarreados. Así el fiscal solicitó que la cantidad de 5.492.000 pesetas, que debería ser pagada por Ferrajoli, Aina y Torrijos “con carácter solidario” y de manera subsidiaria por Jerónimo Sebastián, y que Aubá hiciera frente a 219.000 pesetas.

Por parte del arzobispado se solicitó que Ferrajoli debería pagar la suma de 5.492.000 pesetas, de las que debería responder de forma subsidiaria sólo y únicamente el portero Jerónimo Sebastián, y el pago por parte de Leandro Aina de diez mil pesetas, y por parte de Torrijos mil trescientas veinticinco pesetas, y doscientas diecinueve mil pesetas por parte de Aubá.

Cuando el 13 de octubre de 1964 se dictaron las sentencias en la Audiencia de Zaragoza, Enzo Ferrajoli fue condenado a 8 años y 1 día de prisión mayor; 2 años, 4 meses y 1 día de prisión menor para Leandro Aina y Salvador Torrijos; 4 años, 2 meses y 1 día de prisión menor para Jerónimo Sebastián, y Aubá quedó absuelto. A su vez, a Ferrajoli se le condenó a pagar cuatro millones y medio de pesetas de indemnización al cabildo, de las que hasta 3.900.000 respondería de manera subsidiaria Jerónimo Sebastián, por haber actuado con abuso de confianza. De la misma manera que se confirmó que Leandro Aina debería abonar, en concepto de indemnización 10.000 pesetas y Salvador Torrijos 1.325 pesetas16.

La intervención del Vaticano

Tras esta primera sentencia, recurrida posteriormente ante el Supremo, el Vaticano envió al cardenal Marella para tratar de frenar y paliar en lo posible las consecuencias de la misma. El recurso del Supremo se falló definitivamente el día 3 de junio de 1967, que se limitó a confirmar las sentencias dadas ya en su día por la Audiencia Territorial de Zaragoza. Los abogados defensores para aquella ocasión fueron el mismo Francisco Palazón por Enzo Ferrajoli; Ramón Serrano-Suñer Polo, el cuñado del general Franco, defendió a Leandro Aina Naval; Antonio García Vallejo a Salvador Torrijos; y Pedro Cristóbal a Jerónimo Sebastián17.

Muy probablemente el fruto de la gestión del cardenal Marella fue que ninguno de los principales condenados llegó a cumplir íntegras sus condenas. Así Enzo Ferrajoli, enfermó desde el principio del proceso de tuberculosis pulmonar, a lo que se unió, después de perder 31 kgs. o la perturbación de sus facultades mentales, tal como certificaron los médicos forenses, murió tres meses más tarde, el 29 de agosto de 1967, pero no en España, sino recluido en una clínica de Suiza.

En el caso de los sacerdotes, Aina y Torrijos, volvieron a la normalidad y a sus actividades de siempre una vez que las aguas volvieron a su cauce, tras permanecer unos meses en prisión atenuada en los agustinos, en el caso de Aina, entre el 24 de octubre de 1967 y el 28 de diciembre de 1967, fecha esta última en que se hizo beneficiario del preceptivo y beneficioso indulto del consejo de ministros franquista, ya que de hecho tendría que haber salido en libertad el 22 de julio del año siguiente:

Visto el expediente de indulto de Leandro Aina Naval, condenado por la Audiencia provincial de Zaragoza en sentencia de trece de octubre de mil novecientos sesenta y cuatro, como autor de un delito de hurto, a la pena de dos años cuatro meses y un día de presidio menor y teniendo en cuenta las circunstancias […] Vengo a indultar a Leandro Aina Naval del resto de la pena privativa de libertad que le queda por cumplir […] Madrid 28 de diciembre de 1967. Francisco Franco.18

Al final lo cierto fue que a la persona que más se castigó a efectos de sentencia fue a Jerónimo Sebastián Menadas, a la postre, un simple portero de la Biblioteca de La Seo, al ser el último en salir en libertad, cuya condena concluía el 9 de mayo de 1969, pero que fue finalmente indultado el 27 de enero de 1968. El motivo fue que Sebastián había sido acusado, entre otros delitos, del de abuso de confianza, lo que añadió aún más tiempo a su condena.

Durante el juicio salió a relucir el nombre del padre político de Sebastián, portero igual que él en la biblioteca, y al que substituyó Sebastián por muerte en 1953. El personaje que sacó a colación el nombre del suegro de Sebastián fue Salvador Torrijos, el cual intentó convencer al juez instructor que con dicho personaje se pudo haber iniciado el tráfico de libros, literal sic19. Todo ello sin aportar la más mínima prueba en apoyo de su acusación, circunstancia que el tribunal no le tuvo en cuenta a Torrijos.

Las responsabilidades de Aina y Torrijos

Esta historia de La Seo viene a cuento porque cuando se iniciaron los expolios en la biblioteca de La Seo –para unos allá por los años 1940–, Leandro Aina Naval, y autor de El Milagro de Calanda a nivel histórico, editado en Zaragoza en 1972, hijo de Basilio y de Jacinta, nacido en Codo el 13 de marzo de 1902, había resultado ser el canónigo bibliotecario del cabildo de la catedral de Zaragoza, desde 1947, y por tanto principal responsable, desde aquella fecha de 1947 hasta la denuncia en 1961, de la custodia de sus fondos. Aina devendría también en periodista de El Noticiero, director de la revista anual Doce de Octubre, todavía lo era en 1974, y director a su vez de la revista El Pilar.

En su descargo deberá conocerse que diferentes fuentes apuntaron a que los expolios se remontaban mucho más allá del tiempo oficial que se dio por aceptado en el juicio. De esta forma, para el periodista Pérez Gallego del Heraldo de Aragón, que cubrió la noticia del Supremo, dichos expolios se habían venido produciendo a lo largo de treinta y cinco años hasta que por fin se presentó la denuncia el 20 de marzo de 1961: “Según he leído, son exactamente 583 los volúmenes desaparecidos de la abandonada biblioteca del Cabildo catedral (sic) en los últimos 35 años20.

Aquella simple circunstancia temporal vendría a indicar que dichas desapariciones comenzaron a producirse, como mínimo, alrededor del año 1925 o 1926. Luego Aina no podía ser el responsable primero y único de todos los expolios, puesto que en aquellos años él todavía no ocupaba el cargo de bibliotecario de La Seo. Sin embargo, sobre Aina recayó el ser el principal encartado, después de Ferrajoli, sin que se reclamaran por parte de nadie, y aún menos por parte del arzobispado, responsabilidades a sus predecesores en el cargo desde el año 1925 hasta 1947, fecha última en la que Aina se hizo cargo oficial de la responsabilidad de aquella biblioteca, quedando de aquel modo exento de investigación los 22 años primeros, incluidos en ellos los años de la guerra civil.

7 Robo de Película, Domingo 21-10-2007 Heraldo de Aragon P-51 Galeria
Detalle de El Heraldo de Aragón sobre el aniversario de los hechos (2007)

En orden a responsabilidades a Aina le seguía Salvador Torrijos Berges, hijo de Julio y Antonia, nacido en Urrea de Jalón el 8 de septiembre de 1897, presbítero, que por su parte ocupaba el cargo de ministro secretario auxiliar de contaduría del cabildo metropolitano desde 1955 al 1957, siendo a su vez beneficiado de La Seo. El hecho de que su despacho estuviera adjunto a la biblioteca, y que substituyera a Aina en múltiples ocasiones, por ausencia de éste, sin ser su trabajo, fue uno de los motivos principales de su procesamiento.

Torrijos resultó ser también un hombre de grandes aficiones literarias al que el italiano Ferrajoli se le aproximó, en apariencia, para camelarlo, al menos esa era la opinión de su propio abogado, entregándole en diversas ocasiones dinero por un total 8.000 pesetas de la época “para que celebrase misas” por su recién fallecido suegro, Maristany, que había sido presidente de la Cámara de Comercio de Barcelona, y por un hijo enfermo de Ferrajoli. Ferrajoli estaba casado con Margarita Maristany Vidal, hija del anterior.

A partir de aquel primer contacto Ferrajoli propuso a Torrijos comprarle por 10.000.- pesetas el tomo VI de los Anales de Zurita, los Anales de Argensola y la Relación Histórica del viaje a la América Meridional de Jorge Juan y Antonio de Ulloa. Pero en realidad la persona que autorizó la venta de dichos libros fue Leandro Aina, el superior de Torrijos, no dándole la más mínima importancia a la operación, al tratarse, según Aina, de ejemplares duplicados.

Aunque Aina no comunicó nunca al cabildo, como era preceptivo, aquella transacción comercial. Y el dinero de aquella venta, según explicación de Aina al tribunal, sirvió para pagar el salario de un bibliotecario auxiliar y la colaboración de un ayudante temporal. De ahí que el tribunal le condenara a devolver aquel mismo importe, o sea, las 10.000 pesetas que aparecen en la sentencia.

Por su parte, Torrijos volvió a dejarse seducir de nuevo por Ferrajoli con la promesa puntual de ayudarle a editar su libro Conchas y Bordones o Tradición y Milagros de la Virgen del Pilar, como así sucedió en 1954, y además la de gestionarle en Roma, donde Ferrajoli tenía muy buenos contactos, el nombramiento de camarero secreto del Papa21. Todas estas circunstancias se recogen como comprobadas en los propios considerandos de la confirmación de la sentencia por parte del Tribunal Supremo.

Aquel libro de Torrijos Berges, Conchas y Bordones, constituirá de hecho otra de las fuentes obligadas de referencia sobre el milagro de Calanda, al aparecer en él pero en forma de relato popular, motivo por el cual siempre ha aparecido en todas las bibliografías especializadas sobre el hecho, incluidas las del abate Deroo de 196522 o la del propio Leandro Aina en 1972.

El trasfondo

El cotejo de la lista detallada de los libros desaparecidos, en realidad más de los que se dijo, dado que los 583 volúmenes oficialmente perdidos contenían en sí mismos 761 obras diferentes23, la lectura de las actas con las declaraciones de unos y otros, o el seguimiento de las escasas y ambiguas referencias de la prensa española de la época, y, sobre todo, de la extranjera, permiten al lector transportarse fácilmente al tiempo del medievo, en especial a la época oscura, ya que todo ello recuerda en su conjunto a una conocida obra de Umberto Eco, popularizada por una película. Es más, en el plano real, pero sin tanta repercusión, esta historia es comparable –con la salvedad de que las comparaciones son odiosas–, a la de Inocencio X24, Papa romano al cual le gustaba robar libros, y que curiosamente fue pontífice en la época en que Miguel Juan Pellicer, el milagrado de Calanda, todavía vivía.

Por todo ello, la mayor dificultad a la que tuvo que enfrentarse el tribunal de Zaragoza para llegar a unas conclusiones, sobre las responsabilidades exigibles a cada uno de los implicados, estribaron, principalmente, en la dificultad de tratar de desenmarañar, en la búsqueda de la verdad, las abundantes contradicciones en que cayeron todos los declarantes, tanto por parte de los acusados como por parte de los testigos. Otro de los factores negativos que jugó en contra, fue la inexplicable limitación de la labor de los peritos judiciales, y en algún caso concreto, incluso, con la denegación del acceso de alguno de ellos a la propia biblioteca de La Seo, a pesar de la orden del juez, lo que no ayudó precisamente a aclarar el número auténtico de obras desaparecidas o el valor real de las mismas, o quien se había beneficiado de su venta aparte de Ferrajoli.

Un hecho quedó al descubierto, al hacerse público durante el juicio que muchas de las obras desaparecidas, según Galindo, a partir de 1956-57, figuraban a la venta en catálogos de diversas librerías de Europa o de América, y en algunos casos con una antigüedad superior a 30 años, tal como demostró durante el juicio el abogado de Ferrajoli, Palazón. Catálogos que en todos los casos aportó el italiano25. Luego las opiniones y testimonios de Galindo al caso, se deberían haber mirado desde otra perspectiva, al demostrarse que en aquellas fechas no pudo ser Ferrajoli el autor de los hurtos sino otras personas desconocidas, cuestión aquella que quedó aparcada.

La negativa de acceso de los peritos a la biblioteca, fue consecuencia de una orden personal del propio arzobispo, que en la espera de la resolución del juicio, nombró como guardián de la biblioteca, con el cargo de archivero provisional, a Tomás Domingo Pérez, que un tiempo más tarde sería confirmado de forma definitiva en dicho cargo26, en el que continuaría hasta su fallecimiento en 2012.

Las rentas de la biblioteca

Un factor negativo añadido resultó ser la grave situación de desidia y descuido en que estaba inmersa la propia Biblioteca del cabildo, que venía padeciendo de manera endémica, y desde el siglo XIX, un abandono casi absoluto, cuestión ésta en la que todo el mundo estuvo de acuerdo durante el juicio, y esto a pesar de las saneadas rentas con las que contaba en aquella época para su normal mantenimiento.

Buena muestra de dichas rentas es que la policía en una rutinaria investigación descubrió en una de las cuentas bancarias particulares de Aina, cuenta que figuraba a su nombre y a nombre de unas sobrinas, una serie de ingresos esporádicos de 100.000 pesetas de la época, que abarcaban desde el año 1953 hasta 1955, remitidos por Andrés Gascón Robres, agricultor y vecino de Torres de Berrellén y residente en la calle Vicente Peralta nº 14, de dicha población27.

Gascón Robres resultó ser el administrador de las tierras del cabildo de La Seo en Torres de Berrellén, cuyas rentas estuvo ingresando escrupulosamente en la cuenta personal de Aina. Éste a su vez, puntualmente, las había estado retirando, era de suponer para ser invertidas en algún asunto concreto de la biblioteca. Sin embargo esta circunstancia nunca se llegó a esclarecer28.

El asunto del fichero de la biblioteca

Por otra parte, la desidia y el descuido existente en la biblioteca resultaban tan patentes que por desaparecer habían desaparecido de ella, no sólo los libros, sino también un elevado número de fichas de su catálogo general. Un hecho que complicó aún más si cabe la investigación policial al tratar de aclarar las autoridades el total de los fondos enajenados. El fiscal del caso atribuyó dicho escamoteo de fichas, no a la desidia del bibliotecario sino directamente a Ferrajoli, argumentando que con ello el italiano había pretendido borrar así las huellas de su paso por la biblioteca.

Dicho argumento caía por su peso, ya que si la propia acusación fiscal le había adjudicado a Ferrajoli la apropiación indebida de sólo 110 volúmenes concretos, extraídos de la biblioteca durante su relación personal a lo largo de siete años con Leandro Aina, qué interés podría haber tenido Ferrajoli en hacer desaparecer igualmente las otras 651 fichas restantes del catálogo general, y que además curiosamente correspondían al resto de los libros o manuscritos también desaparecidos como mínimo en los últimos treinta y cinco años, y no precisamente entre las manos del italiano Ferrajoli.

Por otra parte la buena fe de Enzo Ferrajoli en este asunto concreto, que a la sazón era agente comercial, ya había quedado bien patente en sus primeras declaraciones, dado que la cifra de 110 libros, la que posteriormente le adjudicó el fiscal y el tribunal, resultó al final ser la misma que él mismo Ferrajoli había reconocido durante los primeros interrogatorios, al declarar de forma voluntaria que: “el total de libros que ha sacado habrá sido de cien a ciento diez”29.

Es más, Ferrajoli propuso, solicitándolo expresamente al juez instructor, que se le sometiera a la prueba del narcoanálisis (suero de la verdad), como remedio heroico para poder así descubrir si decía o no la verdad. Sin embargo tanto la acusación pública como la privada se opusieron abierta y rotundamente a semejante pretensión y por ello el juzgado la denegó. Aquel gesto, de forma harto curiosa, no tuvo imitadores en la parte contraria30, que se limitó simplemente, en cada ocasión que se les prestó, a invocar y recordar que se trataban de personas con “hábito y ungidas”, como si con ello quisieran poner de forma patente ante el tribunal que tenían y poseían una garantía absoluta de honradez más allá de toda sospecha.

Las pruebas periciales

Una de las pruebas llevadas a cabo por el abogado de Ferrajoli, Francisco Palazón, fue el realizar, con la ayuda de técnicos especializados, un cálculo aproximado del peso total de las obras desaparecidas y del espacio físico que estas debieron haber ocupado en las estanterías, en un intento por demostrar que en el número de visitas de su defendido, en este caso un total de quince sobre ocho años, primero, que era materialmente imposible que Ferrajoli se hubiera podido llevar semejante cantidad de obras dado su peso físico, aún contando con la ayuda del portero de la biblioteca, Jerónimo Sebastián. Así, el volumen calculado por uno de los técnicos, en este caso el profesor coronel Marston de la Universidad de New Haven, era de 2.700 pies31, en este caso 823 metros cúbicos. Muy probablemente se trataba del mismo Tomas E. Marston al que el perito de la acusación Pascual Galindo acusaba de tener en su poder algunos manuscritos32.

Y segundo, que no resultaba creíble para nadie que Aina y Torrijos no hubieran reparado en las desapariciones a lo largo de tanto tiempo, dado el vacío físico que a la fuerza se tendría que haber generado en las estanterías ante la falta material de los manuscritos e incunables desaparecidos. Aquel intento de la defensa de Ferrajoli resultó a todos los efectos totalmente inútil.

Ante este argumento el propio Aina se disculpó diciendo que “cuando alguna vez entraba en la Biblioteca, los huecos de los libros estaban ocupados por otros y no se observaban vacíos en las librerías”33. Con lo que Aina, en cierta manera, también contestaba de paso a Ferrajoli, ya que éste en sus primeras declaraciones ante el juez instructor, y comentando su primera visita a la biblioteca, en 1953, había explicado que “le manifestaron (Aina y Torrijos) que tenían Códices maravillosos y fueron al fichero y con las fichas relativas a los mismos, a la librería, y observaron que no existían y que habían sido substituidos por otros libros de los siglos XVI y XVII, aproximadamente del mismo tamaño para que no se notase la substitución”34.

Aquel comentario de Ferrajoli, que hacía referencia al año 1953, de ser cierto, parecía indicar de entrada que alguien desconocido no sólo se había estado llevando algunos de los libros más valiosos de la biblioteca de La Seo, sino que de manera artera los había estado substituyendo siempre con otros, es de suponer de escaso valor, lo que apuntaba a una operación sistemática, por otra parte harto bien planificada y ejecutada.

La intervención de Jordi Pujol

A título de curiosidad debemos reseñar que entre los personajes que aparecieron durante aquel juicio, en este caso por parte de la defensa, fue citado a declarar el 6 de octubre de 1964 un oscuro médico catalán llamado Jorge Pujol Soley, que había alcanzado una cierta notoriedad unos años antes al ser condenado por la justicia española por su participación en el asunto conocido en Barcelona como “Els fets del Palau”35, y por ello encarcelado durante casi dos años y medio en la prisión de Torrero de Zaragoza, donde había conocido a Sebastián Menadas, el portero de la biblioteca de La Seo y al italiano Enzo Ferrajoli. El mismo Jordi Pujol Soley que unos años más tarde alcanzaría la presidencia de la Generalitat de Catalunya.

Las declaraciones de Jordi Pujol resultaron muy comprometedoras, aunque estas correspondieran en algunos casos a comentarios concretos realizados por el propio portero Sebastián Menadas, puesto que aparentemente ponían luz sobre trama de complicidades fraguada en torno al asunto, en especial sobre las presuntas promesas de libertad realizadas por personas directamente involucradas en el juicio, en este caso por el eclesiástico y perito de parte Pascual Galindo:

Que sin estar detenido en esta Prisión con el procesado Sebastián diciéndole (éste) que estaba contento porque pronto iba a salir recomendado; que el Sr. Enzo (Ferrajoli) le dijo que esta manifestación la hiciera al Sr. Juez; que la libertad la interesaría Don Pascual Galindo; que le dijo que la gente que le conocía sabía que no era ladrón; que él en la Biblioteca nunca estuvo solo; que él escribió una carta al Sr. Arzobispo; que creía era sincero Sebastián (Menadas) en las manifestaciones que hizo; que él no había estado, comentándole (sic) a cumplir con las instrucciones que le daban; Que se refería a D. Leandro (Aina) y D. Salvador (Torrijos) al hablar de unos señores; que él la carta la dirigió a través del Sr. Arzobispo de Barcelona”.

El involucrar a Sebastián Menadas, el portero de la biblioteca, en la historia, acusado por el ministerio público y por el cabildo de hurto y abuso de confianza, vino dado porque éste reconoció de forma voluntaria ante la policía ser la persona que en muchos casos había ayudado a hacer los paquetes con los libros que Ferrajoli se había llevado de la biblioteca, acompañándolo después hasta su coche, o llevándoselos en persona hasta el hotel donde se hospedaba durante sus estancias en Zaragoza.

La “ganancia” de Sebastián en aquel “negocio”, de embalar o llevar paquetes, se redujo a 15.000 pesetas fruto de las propinas, tal como pudo comprobar la policía, tras el propio testimonio de Sebastián, y por los apuntes de ingresos que aparecían en sus cuentas bancarias personales. Sebastián siempre se defendió diciendo que en todas aquellas ocasiones él se había limitado a cumplir las órdenes directas recibidas tanto de Leandro Aina como de Torrijos o de ambos. Idéntico testimonio fue el de Ferrajoli que en todo momento exculpó a Sebastián como cómplice suyo, apoyando de aquel modo las declaraciones del portero. Por el contrario, tanto Aina como Torrijos negaron siempre de manera rotunda el haberle dado instrucciones al portero.

Los usos en exclusiva

Lo más llamativo del asunto de La Seo es que las responsabilidades recayeran sólo y exclusivamente en dos eclesiásticos, Aina y Torrijos, puesto que unos años antes, el 1 de julio 1953, y pese a lo previsto en los estatutos de la biblioteca, por parte del cabildo se había tomado el acuerdo de que las llaves de la misma estuvieran a la disposición de cualquiera de los 34 canónigos capitulares, y así se hizo, ratificándose dicho acuerdo de nuevo el 2 de abril de 1959, apenas un año antes de que estallara el escándalo36.

De esta manera, durante seis años, todos ellos pudieron disponer libremente de los libros o de los fondos de la biblioteca siempre que les fuera necesario, sin necesidad de tener que pasar por el obligatorio control, ni tener por qué dar razón a nadie. Esto sin contar las posibles responsabilidades de los anteriores bibliotecarios, que por cierto ni una sola vez fueron nombrados ni requeridos durante el juicio. Aunque de hecho la mayoría de ellos apenas conocían la biblioteca y no hacían uso alguno de ella, limitándose a pasar cerca de esta cada mes, cuando iban a cobrar su mensualidad a un despacho anejo.

Aina, en sus primeras declaraciones, sumamente prudente, derivó estas, con extrema discreción, intentando no señalar en demasía y con nombres concretos a otros miembros capitulares con el fin de que no vinieran a resultar, al igual que él, sospechosos, o a ciertas personas que él sabía positivamente que habían entrado sin su permiso en la biblioteca, a espaldas suyas, retirando fondos y en muchos casos sin retornarlos, y a las que cabría, también por lógica, igualmente haber puesto bajo sospecha.

Las recomendaciones de Ferrajoli

Sin embargo, cuando finalmente se le procesó, al igual que Torrijos, el 13 de junio de 1961, Aina pasó a declarar citando por vez primera a la persona que le había puesto en contacto con Enzo Ferrajoli allá por el año 1953; en aquel caso el ya fallecido arzobispo anterior Domenech Valls.

Don Leandro Aina Naval, no recuerda con exactitud la fecha en que conoció a Enzo Ferrajoli; pero sí tiene la sospecha vehemente, próxima a la certeza, de que le fue recomendado por el entonces Arzobispo de Zaragoza, Excmo. Sr. D. Rigoberto Domenech y Valls (q.s.g.h.); se entabló una amistad que jamás llegó a ser íntima y que obedeció, aparte la razón ya apuntada, de la recomendación prelaticia, para él (Aina) de tanto peso, a las cualidades de religiosidad, cultura y delicadeza de que el Sr. Ferrajoli daba muestras a la sazón…”37.

De esta manera sutil, lo que parecía estar indicando Aina al juez instructor es que su relación con Ferrajoli, hubiera sido la que hubiera sido, en realidad había obedecido todos aquellos años a una recomendación previa o según se mirara a una imposición del propio arzobispo, indicando con ello, de forma sutil, que a buen entendedor con pocas palabras bastan.

Sin embargo, los hechos, y de seguir la versión oficial de la historia, parecían desmentir a Aina, quedando éste así fuera del paraguas protector del arzobispado, dado que el asunto se había destapado a raíz de una serie de reiteradas denuncias verbales sobre la desaparición sistemática de conocidas obras de la biblioteca, que finalmente, dado el volumen del problema y el peso específico de las personas denunciantes, llegaron a oídos del arzobispo.

A la vista de aquellas denuncias, el sucesor de Domenech y Valls, el arzobispo Morcillo, no tuvo más remedio que encargar al eclesiástico y también paleógrafo Pascual Galindo Romeo38, que discretamente realizara un inventario de los fondos de la biblioteca de La Seo, para averiguar así qué había de cierto en aquellas denuncias. Dicho inventario se inició el 3 de septiembre de 1960 y concluyó el 4 de marzo de 1961, echándose a faltar en el mismo un número importante de libros, manuscritos e incunables39.

Dos semanas más tarde, el 20 de marzo de 1961, el arzobispo Morcillo dio la orden tajante de presentar la correspondiente denuncia ante el juzgado de guardia, por parte del arzobispado, en la cual se acusaba del hecho únicamente a dos civiles: al librero italiano Enzo Ferrajoli y al portero de la biblioteca Jerónimo Sebastián Menadas. Al circunscribir aquella denuncia únicamente a aquellas dos personas, es evidente que con ello se intentó acotar el tiempo en el que supuestamente se habían producido los hurtos, y de paso cerrar la posibilidad de investigar lo sucedido en anteriores mandatos, en una evidente maniobra por minimizar los daños.

Tal como ya se ha visto, el motivo de encargarle a Pascual Galindo tan ingrata tarea que residió en que éste poseía una vieja relación, escrita de su puño y letra, con los fondos existentes en el archivo hasta un momento determinado, momento que nunca se concretó, y que éste todavía tenía en su poder; es de suponer que de su época como beneficiado archivero de La Seo. No hacía ni una semana que Galindo había iniciado la diligencia cuando, Leandro Aina decidió poner en conocimiento del arzobispo Morcillo que él mismo tenía sospechas fundadas de que en la biblioteca a su custodia se habían venido producido desapariciones de libros y manuscritos, a buenas horas mangas verdes.

El Expediente eclesiástico

Paralelamente el arzobispo Morcillo mandó incoar un expediente eclesiástico, sobre las desapariciones de La Seo, para uso y conocimiento exclusivo y secreto de las autoridades eclesiásticas de la institución, cuyas conclusiones finales nunca se hicieron públicas. Dicho expediente fue abierto por un juez especial del arzobispado, en este caso por el canónigo Leopoldo Bayo López, y por él fueron pasando la gran mayoría de los eclesiásticos que después testificaran como testigos en el juicio civil.

Al abrirse las investigaciones por parte de las autoridades civiles, y al tener conocimiento de la existencia del expediente eclesiástico lo reclamaron, contestando las autoridades eclesiásticas que de acuerdo con el Concordato con la Santa Sede de 1953, la iglesia no tenía ninguna obligación legal de entregarlo a la autoridad civil. Aunque finalmente el arzobispo Morcillo, el 30 de junio de 1961, transigiendo en un punto de su actitud, autorizó a que el tribunal pudiera citar a declarar ante él a cuantas personas religiosas habían declarado antes en dicho expediente eclesiástico.

De forma curiosa, Leopoldo Bayo López, el mismo personaje que instruyó dicho expediente, reconoció ante el juez, al ser citado como testigo de la causa, que él mismo se había llevado para su uso personal tres libros de la biblioteca de La Seo en el año 1940: Leyenda Lombártica, un incunable; Imágenes milagrosas halladas o aparecidas de Ntro. Señor Jesucristo y la Virgen María, de Faci; y Misterios de Ntro. Señor Jesucristo, de Diego Murillo, pero matizando al juez que se había apresurado a devolverlos en noviembre de 1960, o sea, cuando Pascual Galindo ya había iniciado el inventario, y veinte años después de haberlos retirado de la biblioteca40.

El asunto Lasanta

Otro de los personajes que fueron citados como testigo al juicio fue el eclesiástico Francisco Gutiérrez Lasanta, que no fue implicado para nada a pesar de haber estado ejerciendo desde octubre de 1956 el cargo de bibliotecario auxiliar en La Seo, a la vez que ejercía similar labor en el Pilar, y el motivo de la citación obedeció a que el propio Aina lo había señalado como testigo privilegiado del trasiego de canónigos que habían estado entrando en la biblioteca sin su conocimiento:

También tiene que decir que a espaldas suyas sistemáticamente ha habido quien ha entrado en la Biblioteca, sin solicitar autorización ni contar con el conocimiento del declarante; se refiere con ello a algunos Capitulares de los cuales podrá informar el Sr. Gutiérrez Lasanta”41.

Gutiérrez, en su declaración ante el juez, que fue de lo más anodina, se limitó a no dar ni quitar razones a nada ni a nadie. Pero un año más tarde, el mismo Gutiérrez Lasanta, fue más allá al remitir sorpresivamente una carta al juez instructor, el 12 de abril de 1962, la cual fue inmediatamente adjuntada al sumario. En dicho escrito Gutiérrez reconocía, en primer lugar, que el motivo de haberse presentado tarde a la citación del tribunal había sido porque dicha citación le había sido enviada a su domicilio en Zaragoza, cuando él en realidad se encontraba, poco menos que recluido, en Tauste desde el día 24 de enero de 1962, por disposición del propio arzobispo Morcillo42.

En dicho escrito, dirigido al juez instructor, también se vertían graves acusaciones, al parecer y según Gutiérrez, por consejo de un “visitador apostólico enviado por la Santa Sede”, al cual no citaba por su nombre, y que lo había interrogado a las pocas horas de su llegada a Tauste, muy interesada la Santa Sede, según él, en que se aclarara todo este escabroso asunto. Explicaba Gutiérrez, que hacía unos días que había recibido una carta del mismo visitador donde se le aconsejaba que ayudara a la justicia a indagar los hechos, cerrando el comentario con una críptica amenaza: “que los eclesiásticos no hacen sino echarse la culpa los unos a los otros, y que en consecuencia, no tenga temor en defenderme contra todos, sea quien sea43.

En una de las acusaciones Gutiérrez comentaba que él conocía, de fuente cierta, que tras el ingreso de Leandro Aina en prisión preventiva, en el colegio de los agustinos el día 1 de mayo, el día 13 lo había visitado el arzobispo Morcillo. A la marcha del arzobispo, Aina llamó inmediatamente por teléfono al director de El Noticiero, Ramón Celma Bernal, comentándole alborozado que “Estoy contento… Acaba de estar el Sr. Arzobispo y me ha traído muy buenas noticias… Salgo muy pronto”44. Lo que implicaba, de ser cierto el comentario, que Aina había recibido garantías del arzobispo Morcillo de su pronta liberación. Garantías que sólo podían haber sido alcanzadas de mediar un pacto previo entre las partes implicadas en el proceso.

En la misma línea de confidencias, y delaciones, Gutiérrez explicaba también en su carta al juez que Leopoldo Bayo, el mismo personaje que había incoado el expediente eclesiástico, que el día 17 de abril de 1961 había asistido a la comida anual de la Cofradía de la Piedad, y que a los postres del ágape comentó, a quien quiso oírlo, que Aina y Torrijos “estaban cogidos por dinero…”. Dicha confidencia, de ser también auténtica, se había producido con anterioridad al procesamiento, por la justicia civil, de Aina y Torrijos, y venía a confirmar en cierto modo la culpabilidad de los implicados, en función de las conclusiones extraídas tras la investigación eclesiástica, que no de la civil, la realizada por orden del arzobispo Casimiro Morcillo, de la cual Leopoldo Bayo era el juez especial y principal responsable, personaje que se vio en cierto modo implicado en la historia.

No había pasado ni un mes de aquella carta al tribunal cuando, el 5 de mayo de 1962, Gutiérrez Lasanta remitía otra nueva, solicitando humildemente al tribunal en esta ocasión que se le devolviera la primera como si esta nunca hubiera existido. Es de suponer que este paso de Gutiérrez, lo dio tras descubrir horrorizado que el “visitador apostólico” le había retirado su protección o que finalmente había reparado en que la Santa Sede quedaba muy lejos y Zaragoza estaba muy cerca. Motivo o motivos por los cuales Gutiérrez se debió encontró solo, y metido hasta el cuello, tras haber relatado al juez instructor, por escrito, historias tan comprometedoras, intentado de esta manera tan infantil salvar el pellejo. El juez instructor, muy puesto en su papel, denegó aquella candorosa petición de Gutiérrez incluyéndola en el sumario, junto con la respuesta correspondiente denegatoria.

Conclusión

En todo este asunto de la desaparición de los hurtos de La Seo, historia que se alargó desde principios de 1961 hasta junio de 1967, se encontraron con el problema dos arzobispos zaragozanos: el arzobispo Casimiro Morcillo, desde el principio, y monseñor Cantero Cuadrado que se había hecho cargo de la diócesis, por fallecimiento del anterior, el 16 de junio de 1964, motivo por el cual le tocó vivir la sentencia del caso en octubre de aquel año, y la posterior confirmación del Tribunal Supremo en 1967, y en el caso de ambos se desconocen sus opiniones personales al respecto de aquellos hurtos. Una auténtica pena.

Del mismo modo que uno de los personajes más decisivos de aquella historia, en aquel caso el sacerdote Pascual Galindo, autor prolífico de innumerables obras y artículos y franquista convencido, nunca más habló de aquel asunto, cuando él a buen seguro conocía no sólo lo acaecido en la biblioteca de La Seo, sino también lo sucedido con la biblioteca del monasterio benedictino de Cogullada, o con el contenido de un cuarto anexo a la biblioteca, donde había centenares de libros raros, manuscritos y códices casi todos sobre temas de Aragón, en muchos casos sacados de otras bibliotecas zaragozanas, que en 1934 se dispersaron, por venta y abandono del monasterio, y sus libros repartidos supuestamente entre el monasterio de Silos y la abadía benedictina de Ligugé en Francia, o en manos de unos cuantos libreros catalanes. Una historia que no mereció su curiosidad de bibliógrafo, teniendo en cuenta que conocía la historia de primera mano, y siendo como era muy similar a la de La Seo, pero en aquel caso se calló.

Notas

1 En la actualidad calificada como: revista de información general, publicada en Zaragoza, en papel desde 1972 y 1987, y en la actualidad en edición digital, desde 2010.
2 Eloy Fernández Clemente, La verdadera historia del robo de La Seo, Andalán, nº 435-436, octubre de 1985, p.40-44.
3 Antón Castro, El robo de los libros de La Seo, 2006. Ver en: http://antoncastro.blogia.com/2006/082101-el-robo-de-los-libros-de-la-seo.php
4 A. Gascón Ricao, A. Briongos Martínez, El Milagro del Cojo de Calanda. La génesis de un mito, Zaragoza, 2015, p. 485 a 506.
5 Al estar perdida se imprimió una “Copia literal y auténtica del Proceso y Sentencia de Calificación sobre el Milagro obrado por la intercesión de Nuestra Señora del Pilar en la Villa de Calanda del arzobispado de Zaragoza la noche del 29 de marzo de 1640, restituyendo a Miguel Juan Pellicero, natural de la misma Villa, una pierna, después de dos años y cinco meses que se le había cortado en el Hospital de Zaragoza”. (1829): Zaragoza: Imprenta de Francisco Magallón
6 Pascual Galindo Romeo,  Santa Fe de Huerva 1892- Zaragoza 1990. Nombrado en 1919 beneficiado archivero de La Seo. Catedrático de latín por oposición de la Universidad de Santiago de Compostela en 1922, Canónigo honorario de la catedral de Tuy en 1923, aquel año se trasladó a Zaragoza, donde permaneció largos años hasta pasar a Madrid en 1940 como catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras, prelado doméstico de Pío XII en 1643, y canónigo chantre del cabildo de Zaragoza en 1948.
7 Algo parecido, se planeó años más tarde hacer con los fondos que hicieran referencia al Milagro de Calanda. Proyecto que desconocemos si se llevo o no a efecto.
8 Jaume Puig i Oliver, Catàleg dels manuscrits de les obres de Francesc Eiximenis, OFM, conservats en biblioteques públiques: Volum: 1 :2012, nta. 13, p. 457-458.
9 La Vanguardia, 14/10/1964, p. 8.
10 Causa criminal contra Enzo Ferrajoli Dery Ld., Jerónimo Sebastián Menadas Id., Leandro Aina Naval Id., Salvador Torrijos Berges Id., Enrique Aubá Forcada Id. – Por el delito de Hurto.- Acusación Privada Excmo. Cabildo Metropolitano.- Legajo Secretaría nº 1172 y 1173. Nº Sumario 118, Nº de Rollo 691, Nº de Fiscalía 693, Juzgado de Zaragoza nº 3 ESPECIAL, Audiencia de Zaragoza.
11 Ver en: http://dbe.rah.es/biografias/50503/pascual-galindo-romeo
12 Testimonio de Pascual Galindo Romeo, folio 69 v.
13 Declaración de Enzo Ferrajoli, folio 57.
14 Alegación de Francisco Palazón Delatre, abogado de Enzo Ferrajoli, folio 176 a 183 v.
15 Alegación del abogado de Enzo Ferrajoli en folio 179.
16 La desaparición de los incunables de La Seo, Eloy Fernández Clemente, Andalán, nº 435-436, 2ª quincena de septiembre y 1ª de octubre de 1985, Extra fiestas del Pilar, págs. 40 a 45.
17 Los manuscritos de La Seo en el Tribunal Supremo, Heraldo de Aragón, Zaragoza, jueves 18 de mayo de 1967, pág. 24. Los códices de La Seo, Heraldo de Aragón, Zaragoza, sábado 3 de junio de 1967, pág. 24.
18 B.O.E., nº 19, 22-1-1968, p. 895.
19 Declaración de Salvador Torrijos, folio 66 v.
20 Heraldo de Aragón, 18 de mayo de 1967, pág. 24.
21 Sentencia, folio 355 v.
22 Abate André Deroo, El Cojo de Calanda, El milagro más extraordinario de la Virgen del Pilar, Zaragoza, 1965.
23 Durante una época no era raro encuadernar con una única tapa varias obras distintas, hoy en día todavía se puede encontrar en alguna vieja biblioteca algún ejemplar con dichas características.
24 Inocencio X (1574-1655). Fue Papa desde 1644 hasta su fallecimiento en 1655. Su nombre real era Gianbattista Pamfili. Protestó contra las cláusulas religiosas de los tratados de Westfalia.
25 Alegación de Palazón, f. 180 v.
26 Folio 298 y ss. del Proceso.
27 Padrón municipal de Torres de Berrellén, Año 1955.
28 “Tomás Grañen: “Torres de Berrellén, “…las tierras del Cabildo son del pueblo”, la fuerza de la razón”, Andalán, 1 de junio de 1975, nº 66, p.16.
29 Declaración de Enzo Ferrajoli, folio nº 57.
30 Alegación de Francisco Palazón, folio 181.
31 Alegación de Francisco Palazón, folio 176 v.
32 Declaración de Pascual Galindo, folio 69 v.
33 Declaración de Leandro Aina, folio nº 59.
34 Declaración de Enzo Ferrajoli, folio nº 56 v.
35 “Hechos del Palau” de la Música de Barcelona, donde Pujol había sido el autor material de la colocación de una “señera” (bandera autonomista catalana), prohibida en aquella época por el régimen franquista.
36 Folio nº 64 del proceso.
37 Folio nº 41 de la declaración de Leandro Aina.
38 Pascual Galindo Romeo fue nombrado en 1919 beneficiado archivero de La Seo, canónigo honorario de la catedral de Tuy en 1923, prelado doméstico de Pío XII en 1943 y canónigo chantre del cabildo de Zaragoza en 1948. A su vez era catedrático de latín por la Universidad de Santiago de Compostela en 1922, trasladándose a la Universidad de Zaragoza al año siguiente, donde permaneció largos años hasta pasar a Madrid como catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras.
39 Declaración de Pascual Galindo, folio nº 69.
40 Declaración de Leopoldo Bayo López, folios 68 y 68v.
41 Declaración de Leandro Aina Naval, folios 65 y 65 v.
42 Carta de Francisco Gutiérrez Lasanta al juez instructor el 12 de abril de 1962, folio 97.
43 Ib. folio 97.
44 Ib.fol. 97.

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