Las mujeres de la alta burguesía
Las cigarreras, las «xinxes de fábrica», las trabajadoras del campo, las sirvientas, las trabajadoras a domicilio, las amas de casa y otras mujeres constituían la imagen femenina de la España más numerosa: la imagen de la mujer trabajadora, sencilla. Pero habían otras mujeres que llevaban una vida totalmente distinta, una vida de lujo, fiestas y ocio, ¿vacía, quizás? Eran las mujeres de la alta burguesía y la nobleza. A diferencia de las mujeres de las clases humildes, las mujeres burguesas eran visibles en los espacios privados (fiestas, por ejemplo), pero casi siempre como acompañante de su marido, padre o hermano. Nunca, desde luego, tenían un papel en la política, vedada a las mujeres.
Las familias burguesas españolas pertenecían a aquella «buena sociedad», ya consolidada, comparable con la de otros países europeos. Esta buena sociedad era la que dictaba las pautas del comportamiento social, de la moda y del refinamiento: eso que se conocía como el «buen tono». Entre las familias pudientes, aquellos primeros años del siglo XX, conocidos como la Belle Époque (1871-1914), que en España corresponden al modernismo, estaban dominados por el afán de lujo, de fiestas y de boato.

Las familias burguesas casi siempre tenían algún miembro (hijo, hermano) al que se consideraba un «derrochador». Si se descuidaban, dilapidaba la fortuna de sus antepasados. A veces era un simple vividor, un haragán, otras un artista bohemio que tenía la libertad de dedicarse al arte siempre que no fuera el primogénito; la historia está llena de ellos. Raramente esos personajes eran mujeres, pero también las hubo. Algunas, ya casadas, protagonizaron grandes escándalos al abandonar el nido conyugal y con ello favorecer el declive y la bancarrota de la unidad familiar.
El máximo esplendor de las familias burguesas de clase alta en España coincidió con la de los años finales del siglo XIX y las dos primeras décadas del XX. Fue una época en que algunas ciudades españolas —Barcelona fue una— se alzaron a un nivel similar al de las grandes capitales del mundo y brillaron como nunca, con una intensidad especial.
En la sociedad burguesa, a diferencia de la señorial, la medida de la nobleza era el dinero. Por ello, los hombres solían pasar la mayor parte del día fuera de casa, gestionando sus negocios y su amplio patrimonio, al que había que sumar el aportado por su esposa. Asistían a reuniones políticas y cultivaban amigos de rango similar. Muchos habían conseguido sus riquezas gracias al comercio creciente con las colonias españolas de ultramar. No fue ajeno a ello el negocio del esclavismo. Esto funcionó hasta 1900.
Las fincas en las que habitabas algunas de las familias burguesas, como las que abundaban en Santander, pertenecían normalmente al jefe de la estirpe y solían ocupar todo el primer piso del edificio. En la planta baja se situaban las tiendas y, al mismo nivel, la portería. Los dueños del inmueble elegían las primeras plantas para vivir porque no había que subir tantas escaleras para acceder a ellas, estaban mejor ventiladas y eran más luminosas. En los pisos superiores, que acostumbraban a ser más pequeños, solían habitar familias más modestas. Y las buhardillas generalmente estaban ocupadas por estudiantes, bohemios y, a veces, sirvientes.
El interior de estas viviendas en esa época, comprendía la sala, el comedor y el gabinete; el cuarto de estar, el cuarto de tocador, donde la señora de la casa se arreglaba, y la alcoba, donde en una amplia cama dormía el matrimonio; los cuartos de los niños, los de los invitados, el del servicio, el baño y el excusado. Solo cuando se acababa de comer o principalmente de cenar la familia tenía un rato de convivencia: el padre solía leer y los niños jugaban, mientras la madre bordaba o tocaba el piano.
Cuando las familias tenían visitas formales, el matrimonio las recibía ceremoniosamente en la sala. Al llegar algún amigo importante, se mostraba la fina porcelana, las fuentes decoradas, los cubiertos y candelabros de plata, los tapices y alfombras, los valiosos cuadros, las mesas y sillas de rojiza caoba y las lámparas de cristal. Todo parecía poco para recibir a tales invitados. ¡Pero, la dama burguesa necesitaba su frasco de sales para que el mareo y ansiedad provocados por el ajetreo de los preparativos remitiesen!
Los retratos al óleo del matrimonio, en negro marco oval, presidían solemnes la vida familiar reunida en la sala; mientras que la fotografía en sepia del casamiento descansaba sobre la cómoda. Retratos y fotografías que quedarían para sus descendientes. Y, junto a ellos, imágenes de santos parecían vigilar con su piadosa presencia cada habitación y cada actividad. En las ventanas, persianas verdes y finos visillos de encaje. Geranios en flor se orientaban hacia la luz.
En contraste con tanto lujo, el cuarto del servicio era muy pobre. Situado junto a la cocina, sin más mobiliario que un catre angosto y crujiente y una silla, era pequeño y oscuro. Dentro, el olor era incierto. La atmósfera estaba siempre muy cargada. No había ni un solo agujero donde el aire pudiera renovarse. A pesar de que colgaba del techo una bombilla, la habitación permanecía casi en penumbra. Tras la puerta, un pequeño espejo humanizaba el espacio; unos clavos clavados en la pared servían para colgar la escasa ropa.
La imposición de roles estereotipados en el hogar y fuera de él llevaba a la señora de la casa burguesa, como era la norma entre las mujeres de su posición, a permanecer en el hogar. Supervisaba el funcionamiento de las tareas domésticas, dirigía la servidumbre que las llevaba a cabo y desempeñaba con dignidad su papel de madre y esposa: eficiente y respetable.
En la casa, la mujer era la reina indiscutible de este mundo doméstico, fuera del hogar era la encargada de tejer una red de relaciones sociales destinadas a alcanzar una alta posición en el universo de su colectividad social. Nunca se le hubiera ocurrido trabajar fuera de casa, esto habría supuesto una pérdida de prestigio social. Además, debemos reconocer que ella carecía de una preparación que le permitiera desempeñar tareas orientadas a ejercer un empleo que estuviera al nivel de su posición social. ¡Era hija de su condición y de su época! Había mamado la restricción a la formación intelectual y profesional de las mujeres. Los estudios superiores eran asequibles y estaban reservados solo a algunos hombres. Había recibido la educación propia de las mujeres de clase alta de una sociedad poco práctica para el trabajo remunerado:
[…] les basta [a las mujeres de buena posición] con aprender a leer y escribir, un poco de historia y de geografía, pintura, un par de idiomas, música, baile, algo de bordado y de arte y una gran dosis de religión.i
La mujer burguesa tampoco participaba en las actividades ni asistía a las reuniones a las que iba su marido. Y nunca leía la prensa ni hablaba de política. Sus ocupaciones fuera del hogar estaban limitadas a visitar regularmente a familiares y amistades. Con sus amigas salía a pasear y a tomar chocolate con bollos después de misa, si era invierno, o leche merengada si era verano. También frecuentaba los centros benéficos, de algunos de los cuales podía formar parte de las juntas directivas, y la visita al sacerdote y también al médico para buscar consuelo. Muchas mujeres burguesas padecían de clorosis, con su típica palidez, nombre antiguo de la anemia por déficit de hierro. El sometimiento minaba la salud de las mujeres en sentido amplio, les restaba grados de libertad e impedía que aprendiesen a volar por sí mismas. Esta represión favorecía las somatizaciones que se sumaban a la insana moda del corsé, al encierro en el propio hogar y, quizás también, a la falta de perspectivas vitales.

La vida social y cultural del patriciado se resumía en: asistir a grandes fiestas, a la ópera, a disfrutar de las casas de vacaciones, de los coches con chófer, de la asistencia al polo, al hipódromo o al tenis, del esquí, del fútbol, de los viajes en barco y también de las tertulias artísticas. Cuando los festejos tenían lugar en las horas nocturnas, la mujer burguesa siempre iba acompañada de su esposo, o de un familiar masculino.
Por aquel entonces, las mujeres de buena familia perdían muchísimo tiempo en escoger, a través de revistas de moda, los trajes que encargaban a sus modistas de confianza. En las casas de la burguesía, la modista acudía un día sí y otro también. Las burguesas acomodadas hacían una gran ostentación de ropajes, que, por imperativos de la época, pocas zonas del cuerpo dejaban visibles. La costurera también tenía mucho trabajo cosiendo y probando la ropa a las hijas pequeñas de la burguesía. Era un suplicio para estas pasar tanto tiempo quietas, mientras la modista colocaba el vestido embastado con alfileres sobre su pequeño cuerpo.
El estereotipo de la época constreñía el cuerpo femenino, era trasgresor con la anatomía de la mujer, sobre todo en las clases altas de las ciudades, menos frecuentemente en las campesinas. Aunque es probable que no se fuera consciente, el vestido, como la vivienda, eran expresiones de los formalismos característicos de la gente de buena posición. La ropa estaba pensada en parte para ocultar el cuerpo, pero también para marcar una distancia con las clases menos favorecidas por la fortuna: una clara diferenciación social. La vestimenta era una representación de quien la usaba («el hábito hace al monje»): género, nivel socioeconómico, ideal de belleza, autoestima, autonomía personal, actitud… era un signo útil para clasificar niveles sociales y convertía a las mujeres en objetos. Constituía una forma de implantar normas absurdas y promover una imagen que las uniformaba, aparte de coartar cualquier intento de libertad para tomar decisiones. Según vistieran, con la simple apariencia, se podía atribuir una clase a las personas: pobres o ricas, urbanas o campesinas.
Las mujeres burguesas solían hablar de «trapos» con sus amigas. Por aquel entonces lo que predominaba como última moda era la llamada «forma de S»:
[…] en esta línea S el cuerpo permanece rígido, con el busto hacia delante apuntalado por el corsé y las caderas hacia atrás. La falda, ajustada en las caderas, se acampana en el bajo dando opción a una pequeña colaii.
También se referían a los colores:
[…] este verano vienen los colores claros y los tonos pasteles (amarillos, azules pálidos, beiges, blancos y rosas), y van desde el popular y barato percal a la gasa o el voile de algodón o de seda, pasando por el lino, fresco y más informal.iii
Ah, y no olvidéis que está surgiendo un color: el blanco, hasta ahora reservado a las novias y a las niñas.iv
Y hablando de telas:
[…] los reyes sin discusión son el chiffon, la organza, la gasa y el encaje irlandés adornado de majestuosos otomanes o satinados rasos.v

Las noches de invierno en que los señores acudían al teatro, a un concierto o a casa de unos amigos, la mujer embellecía su rostro con una larga lista de cosméticos y se vestía poniendo los cinco sentidos en ello. El acto de maquillarse era un proceso complicado. Con ayuda de una brocha se aplicaban los polvos faciales en las mejillas, cuello y escote, se pintaba los ojos, las cejas, los labios. Después se ponía las medias de seda, sujetas a las ligas del cada vez más estirado corsé; la ropa interior, y se enfundaba un largo vestido negro y ¡un par de vueltas de perlas al cuello! Mejor con algún diamante, y, por encima, el abrigo de terciopelo, rojo, y cuello vuelto, con hechuras de capa; y luego la estola de zorro, que la abrigaba en aquellas húmedas y frías noches santanderinas. En las manos se calzaba los largos guantes hasta el codo y el manguito de piel. Y, en los pies, los ceñidos botines de fina piel. Al final, la doncella la ayudaba a peinarse con esmero. El peinado, alto, pretendidamente descuidado, mantenía su volumen gracias a rellenos de crepé o postizos de cabello natural procedente de jóvenes sin fortuna obligadas a venderlo. Tanto rato dedicada a arreglarse el pelo y ¡al final se ponía el sombrero!
Con la excepción del siglo XVIII, no ha habido en la historia de la moda otra época tan fastuosa en la confección de sombreros como la Belle Époque. Solían ser espectaculares. A menudo se adornaban con plumas, que por aquel entonces hacían furor. Un poco antes de salir, la dama se ponía unas gotas de perfume que solía venir de París. Los nombres, escritos en los frascos de cristal, acostumbraban a ser tan sugerentes como «Secreto de amor» o «Efluvios de la pagoda».

Junto con la llegada del agua corriente y el alcantarillado a las ciudades, a finales del siglo XIX, arribó también el cuarto de baño como hoy lo conocemos. Cuando disponer de esa pieza era aún un lujo no al alcance de todos, las familias burguesas ya tenía uno. Era un sitio reservado. A los niños les estaba totalmente prohibido entrar en él sin llamar primero. El desnudo era un tabú en aquella sociedad, sobre todo para la mujer. La represión imperante la llevaba a tener problemas con su cuerpo: incluso cuando se bañaba tampoco dejaba entrar ni a su propio marido. Esa habitación era como un santuario cuyo umbral no debía pasar nadie mientras ella estuviera dentro. En aquella época, y sobre todo en un matrimonio de buena posición, la mujer era víctima de discursos religiosos según los cuales la castidad femenina era el mejor estado, y para la mujer virtuosa la sexualidad era un mal menor a condición de que sirviese a la procreación. Raramente se hubiera atrevido a decirse: “Y así, desnuda y dorada, me sumerjo en el estanque”. La inmersión en el agua representaba una inmersión en la sensualidad, una apertura a los sentidos reprimidos por el régimen patriarcal.vi
Presentación en sociedad de las jóvenes burguesitas
Una y otra vez su madre llamó a la puerta: ¡Sofía, haz el favor de abrir! Sofía, una linda jovencita de grandes ojos castaños, muy abiertos, y cabello rizado permanecía ajena a la voz. Sencillamente no escuchaba. Sabía lo que se le propondría: su presentación en sociedad. Cumplía 18 años. Los necesarios para dejar atrás la adolescencia y entrar en la edad adulta. Su actitud produjo una revolución doméstica. La madre lloraba, el padre amenazaba, las criadas permanecían mudas, asustadas. ¡Pero Sofía no cedía! Ella no se acomodaba a estas costumbres. No iban con ella. Tampoco al estereotipo de belleza femenina, ¡le molestaba lo convencional!, aunque sabía que ello le acarreaba muchas reprimendas por parte de sus mayores y algún cachete. Se le decía: así nunca conseguirás un novio. Esto, en parte, la alegraba. Aunque aún fuera muy niña, intuitivamente era consciente de cómo, después del matrimonio, las mujeres de clase media y alta quedaban atrapadas en una jaula de oro. ¡Se temía lo peor! Ella quería estudiar una carrera universitaria, al igual que su primo, y sabía que la promulgación de la Real Orden de 1910 lo permitiría. ¡Era una alumna brillante! Soñaba también con cursar idiomas, seguir con la música… ¿Para qué quería presentarse en sociedad si ella lo que deseaba era salir de la invisibilidad?
A excepción de algunas jóvenes, como Sofia, la puesta de largo de las hijas de las familias burguesas se llevaba a cabo a imagen y semejanza de la que habían hecho sus antepasadas. La ceremonia era indispensable para que la familia de cualquier señorita de buena cuna participase en la sociedad en la que crecía; era el anuncio de que la hija estaba en edad de casarse. Era la celebración del paso de la adolescencia a la mayoría de edad. Este evento estaba reservado a familias pudientes o de alto rango quesolían celebrar la ocasión con pompa. Comenzaba con un baile en honor de la muchacha, seguido de una merienda o cena, según la hora en que el baile tuviera lugar. Lo habitual era hacerlo por la noche o a última hora de la tarde. Las debutantes acostumbraban a vestir de blanco, con trajes vaporosos de organdí y tul y collares y pendientes de perlas de Madrás. Llevaban un carné de baile, donde anotaban las peticiones de sus pretendientes, y un abanico en la mano. Las mujeres burguesas llegaron a ser tan diestras en el uso de este artefacto que llegaron a inventar todo un “lenguaje del abanico”. Era costumbre que las chicas concedieran el primer baile a su padre o a su hermano mayor. La velada transcurría bajo la estricta mirada de las damas de la buena sociedad, las únicas que podían valorar el comportamiento de las muchachas jóvenes. La presentación en sociedad era necesaria incluso aunque la joven ya frecuentase salones y tertulias, ya que desde ese instante podía recibir invitaciones y alguna proposición matrimonial.
Para llegar a ese momento, a la joven se la preparaba durante mucho tiempo. Toda su educación anterior estaba orientada al que era el único objetivo de la vida de una mujer de la época: encontrar un buen marido. En cuanto iniciaba su vida social, una chica se convertía en «joven casadera» y ella y su madre buscaban al candidato entre los miembros de las familias ricas y distinguidas. El buen nombre, más la posición social, más la acumulación de patrimonio eran condiciones esenciales para la familia burguesa:
En tanto que institución que se pretende intemporal, la familia burguesa tiene en la acumulación del patrimonio uno de sus objetivos principales. La tradición y la herencia son recibidas por el individuo al nacer y es su obligación no solo mantenerlos sino, en los casos materiales, incrementarlo. Las posesiones familiares pueden ser símbolo de distinción y prestigio, en una sociedad en la que ya han perdido importancia aspectos como el título de nobleza, más propios del pasado. La casa y su contenido son, pues, la parte fundamental del patrimonio, un legado que apela a las raíces y a la propia identidad y que ha de ser transmitido a los herederos, así como el «buen nombre» y la «posición social».vii
Las chicas aprendían que para conquistar a un posible marido debían mostrarse pudorosas, recatadas y tímidas. También debían disimular su posible inteligencia, darle al varón la razón en todo momento y alabar sus cualidades aunque fueran muy inferiores a las suyas. Sabían, asimismo, que debían reprimir su personalidad, que en un banquete una dama no podía mostrar buen apetito. ¡Aunque pasara hambre! En la mujer se valoraba la fragilidad y la consiguiente necesidad de ser protegida por el varón. De una chica casadera se esperaba que pusiera en práctica toda la panoplia de enseñanzas maternas. Eran tan importantes como la belleza para encontrar su puesto en la sociedad a través de una buena boda. Ellas comprendían la imperiosa necesidad que tenían las féminas de casarse. De hecho, sabían que era la única manera de existir socialmente, de salir en parte de la sombra a las que las sumía la sociedad, la tradición. La que llegaba a la treintena compuesta y sin novio y aún vivía con sus padres a menudo era blanco de la maledicencia de amigos, familiares e incluso del servicio, que la denominaban «la solterona».
Soledad Bengoechea, doctora en historia, miembro del Grupo de Investigación Consolidado “Treball, Institucions i Gènere” (TIG), de la UB y miembro de Tot Història, Associació Cultural.
Notas
i Teresa Gómez Trueba, «Imágenes de la mujer en la España de finales del XIX:
“santa, bruja o infeliz ser abandonado”». http://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/v06/gomeztrueba.html
ii «Historia del vestido, el siglo xix», Revista de Historia, 2015, https://revistadehistoria.es/historia-del-vestido-el-siglo-xix/
iii «Historia de la moda», https://www.buenastareas.com/ensayos/Historia-De-La-Moda/30749216.html
iv Ibidem.
v Ibidem.
vi Lucía Guerra, Mujer, cuerpo y escritura en la narrativa de María Luisa Bombal, Universidad Católica de Chile, Chile, 2014.
vii Maria de los A. Pérez, «Las familias», https://www.monografias.com/trabajos95/familias/familias.shtml
Imagen destacada: detalle de «La Sargantain» de Ramón Casas. En el cuadro se representa a Júlia Peraire, musa del artista, de extracción humilde y que llegará a ser amante primero para convertirse en esposa del burgués Casas, pese al rechazo de su familia. (Nota de edición)