“Los ingleses distinguen ‘story’ de ‘history’. Las mujeres han quedado largamente excluídas de este relato, como si, condenadas a la oscuridad de una reproducción inenarrable, estuvieran fuera del tiempo o por lo menos fuera del acontecer. Sepultadas bajo el silencio de un mar abismal1”
Michel Perrot, Mi Historia de las Mujeres, 2006.
Reflexiones historiográficas
En los inicios de esta investigación, cuando tratábamos la situación historiográfica del anarquismo en general y el anarcocomunismo en particular, se planteaba que actualmente existía cierta marginalidad académica de los estudios relativos al pasado libertario.
Por contra, si nos centramos en el caso del rol de la mujer en el movimiento libertario, podemos apreciar como esta dinámica es bastante diferente en nuestros días. Si, por norma general, tal y como afirmó la historiadora N. Olivé, “en la vella historiografia, bàsicament liberal i marxista, quan s’interpretava el moviment obrer o el mateix Estat (polítics, partits, exèrcit, etc) com a centre del discurs històric, la dona apareixia als marges i exclosa de la història”2, en nuestro presente los estudios sobre el rol de la mujer en movimientos como el anarquista gozan de relativa buena salud. Nombres como Susanna Tavera, Laura Vicente, Mary Nash, Ana Muñia o la ya fallecida Antònia Fontanillas, serían sólo unos pocos ejemplos que denotan el interés sobre dicha materia y la constante proliferación de estudios sobre la temática que han ido apareciendo. Normal, desde hace relativamente poco la Historia se ha interesado por el rol de la mujer en el seno de la misma. Se está investigando, sencillamente, un gran vacío historiográfico.
En el marco de la propia historiografía militante, tanto anarquista como propiamente feminista, el auge de este tipo de estudios también es una realidad, aunque a menudo, éstos han puesto en un mismo saco a “Sylvia Pankhurst i Emma Goldam, o d’altres, només per una sed quantitativa en nombre i intensitat que assedegui l’afany legitimador del batibull ideològic actual dins de l’autoanomenat feminisme autònom”3.
En resumen, de la marginación en los estudios academicistas y militantes, hemos pasado a una situación en la que cualquier estudio, académico o no, tiene que tratar la temática femenina, por la obviedad que pese aparecer minorizadas en fuentes, no significa que las mujeres no existiesen en determinado movimiento.
El problema quizá resida que a veces estamos llegando a otro extremo: se está llegando a situaciones que, ante la anemia de fuentes y una genealogía compartida, se ha teorizado en aspectos que en realidad ni tan siquiera existieron. Desde perspectivas feministas y revolucionarias actuales, por ejemplo, se suele reivindicar el papel histórico de movimientos como el sufragista, especialmente por su carácter organizativo específico y por el uso de métodos violentos, sin caer demasiado en la consideración que, como movimiento, era completamente liberal y a menudo teñido de un matiz claramente clasista. Sí, fue feminismo, pero desde la trinchera socialista las mujeres de entonces consideraban a esas luchadoras como enemigas de clase. ¿Se puede pensar entonces en las sufragistas como parte de una genealogía de los feminismos más autónomos? La respuesta es compleja, en todo caso, son estudios necesarios, pero me inclino a pensar que, hasta bien entrados en el siglo XX, no existió ningún movimiento feminista que sea ancestro de las corrientes más avanzadas actuales.
En un ámbito más general, por ejemplo, también se ha caído en considerar a organizaciones como Mujeres Libres como un ejemplo de organización feminista, a pesar que ellas mismas se distanciaban del feminismo de entonces, por considerarlo burgués, y apelaban a una revolución en donde el hombre y la mujer jugasen el mismo papel y trabajasen codo con codo. Como reconoció la historiadora Laura Vicente en su excelente biografía sobre Teresa Claramunt, ésta nunca se consideró feminista, aunque por sus acciones, ella la consideraba como “una de las primeras feministas catalanas. Entendiendo el feminismo dentro de una definición amplia y global, serían feministas aquellas mujeres que nunca aceptarían imponer limitaciones a la vida de la mujer por razón de sexo”4. El problema de este tipo de definiciones es que son proclives a caer en idealizaciones y anteponen la cosmovisión de nuestro presente a la que tenían por entonces las propias protagonistas.
Por suerte, y por eso escojo citar a la compañera Vicente, sus trabajos son muy serios, con abundante aparato crítico y con planteamientos más que interesantes. Pero por norma general, a menudo se traspira cierta mitificación y búsqueda de quimeras perdidas en alguno de estos estudios, los cuales crean feministas en mujeres que se consideraban sencillamente anarquistas o revolucionarias, o que sobre feminismo entendían que era un movimiento eminentemente burgués por entonces. En cualquier caso, entiendo perfectamente que personalidades como Claramunt, Emma Goldman, Lucy E. Parsons, Louise Michel o las petroleras de la Comuna de París, por mencionar unos pocos casos, sean encuadradas como referentes históricos para determinadas corrientes feministas y revolucionarias actuales. Lo son, no por su vertiente feminista, más bien por la revolucionaria. Pero clasificarlas como feministas, y parte de dicha genealogía, una hipótesis similar a la que sitúa a Salvador Seguí como partidario de la independencia de Cataluña.
Pese a estas diferencias meramente etimológicas, todas las investigaciones coinciden en que el papel de la mujer fue algo tenido en cuenta por el anarquismo y ocasionó debates en el seno del movimiento. Existieron dos posicionamientos claros en el siglo XIX, por un lado uno que las consideraba como un elemento accidental o secundario de la lucha, el cual, mediante figuras como Proudhon, podía alcanzar planteamientos claramente misógenos, y que históricamente se plasmaba en huelgas obreras masculinas contra la integración de la mujer en la esfera laboral o aquellos planteamientos que consideraban que su rol era ser la guardiana del hogar, el cuidar de la descendencia y dejar de trabajar tras contraer matrimonio. Por contra, frente a ese posicionamiento proudhoniano, en el seno del anarquismo existió un posicionamiento deseoso que la mujer se integrase en las luchas sociales en plena igualdad que los hombres, un planteamiento fomentado por la mayor parte de teóricos y figuras destacadas del anarquismo, constituyendo, de facto, la corriente de pensamiento mayoritaria dentro de esta ideología. Este planteamiento, sin duda alguna, es el que ha provocado que sea tan fácil asumir a las activistas anarquistas como referentes de diferentes movimientos feministas actuales, aunque en el fondo, el anarquismo, incluida su rama más sindicalista, entendió la liberación femenina, cuanto menos en la esfera teórica, como uno de los logros a conseguir con la revolución.
No pretendo caer en los viejos esquemas marginadores de la mujer, puesto que hoy en día resultaría poco creíble sostener que las mujeres no jugaron un papel trascendental en muchos conflictos o luchas sociales, o que no tuvieron importancia dentro de los movimientos sociales del siglo XIX e inicios del XX. Como planteó el historiador Víctor Lucea Ayala en el caso de los motines populares6, uno de sus rasgos más comunes es la participación y protagonismo femenino en las fases iniciales de los mismos, lo que nos demuestra que tras numerosos conflictos, como pudieron ser las revueltas contra las quintas, durante la Setmana Tràgica de 1909 o a lo largo de numerosos motines y algaradas, las mujeres fueron las primeras desencadenantes, lo que nos demuestra que, pese a su escaso rastro en fuentes documentales, fueron actores importantes, o enteramente protagonistas, en el devenir de luchas y conflictos sociales de antaño.
Pero tampoco se pretende caer en la mitificación, en el magnificar lo que no fue o en teorizar en lo que difícilmente hubiesen creído, como si el mañana nunca hubiese existido y más de cien años de Historia e historias (stories) no hubiesen dejado su huella.
Mujeres en un mundo de hombres.
Analizando las fuentes alrededor de los primeros anarcocomunistas se constata que el papel de las mujeres en el seno del movimiento fue secundario. Cuantitativamente resulta muy extraño encontrar figuras femeninas en la primera fila del movimiento, ya que pese a existir alguna excepción, la norma general es que no representaban un papel destacado, al menos aparentemente. La escasez de referencias a las mujeres dentro de las fuentes anarcocomunistas tampoco significa que fuesen marginadas intencionadamente o que el mismo movimiento no tuviese la voluntad de integrarlas. De hecho, entre los anarcocomunistas, como en la mayoría del anarquismo, en el último tercio del siglo XIX existía un predominio de planteamientos bakuninistas, los cuales deseaban y entendían que la revolución no podía ser posible sin la participación activa de las mujeres.
En el devenir de la FTRE o anteriormente en el seno de la FRE-AIT existió esa voluntad integradora, la cual fue recogida por el mismo anarcocomunismo. Si recordamos, en la lista de suscriptores barceloneses de la publicación francesa Le Forçat du Travail, de septiembre de 1885, nos encontramos dos mujeres firmantes, seguramente siendo una de ellas Francesca Saperas, compañera de Martí Borràs. Saperas durante todo esos años jugó un papel activo en el seno del movimiento, quizá no tanto como propagandista de primer nivel, puesto que posiblemente ni tan siquiera supiese leer y escribir, pero sí como militante activa en otros menesteres, tales como la distribución de periódicos, cobro de suscripciones, participación en reuniones o sencillamente alertando a Borràs, quien estaba medio sordo, tocando unas palmas si la policía venía a su casa a detenerlo.

Indirectamente también podemos comprender el rol de las mujeres leyendo opiniones y palabras de detractores del anarquismo, quienes consideraban a las mujeres anarquistas el peor de los males, puesto que representaban lo peor, a su juicio, de la humanidad. Para un machista como Gil Maestre, las mujeres, junto a los extranjeros, eran culpables de la radicalidad y los atentados anarquistas de la década de los noventa en Barcelona, puesto que :
“ellas son las que más han fomentado odios, excitado las pasiones, reavivado los rencores, enconado las luchas contra los patronos, animando a los ‘compañeros’ tímidos é irresolutos y aplaudido á los resueltos. Ellas la que más eficaz auxilio han venido prestando á los adeptos extranjeros, en especial a los ‘iniciados’, á los emisarios y á los agitadores, llegando á sostener con varios de ellos esas mismas relaciones que semejean á los ‘matrimonios por la causa’ del nihilismo y sirviéndolos de intermediarias, de conducto para recibir y comunicar noticias, y de seguros y hábiles espías. Ellas las que se han producido con mayor violencia, las que han sostenido ideas más radicales, llegando en el terreno ‘económico’ al reparto de propiedades, á la ‘nivelación de las hijuelas’, y en el terreno ‘civil’, en el ‘régimen y constitución de la familia’, hasta la abolición del matrimonio, sustituyéndolo con ‘uniones libres en las que para nada intervengan sacerdotes ni funcionarios civiles’. Ellas, por último, las que han proclamado su absoluta igualdad con el hombre, dentro y fuera del hogar doméstico, más aún, su predominio en éste, y las que, desmintiendo su timidez y pusilanimidad de su sexo, han hecho sin temor alarde de sus ideas lanzándose á las empresas temerarias. Histéricas y neuróticas en su mayor parte, se revelan con toda la exaltación propia de ciertas manifestaciones del neurotismo” 7.
Unas afirmaciones que rezuman el carácter indignado de un machista quien, ante un movimiento como el anarquista, que preconizaba la igualación entre los sexos, se sentía perturbado e indignado. Otorgando a las que abrazaron los ideales anarquistas la culpa de ser, más allá de culpables de la pérdida del paraíso de Adán y Eva, la peor cara de la maldad, puesto que acarreaban dos culpas: ser las pecadoras originales y ser seguidoras de una ideología que él relacionaba, cual Lombroso, con enfermedades mentales y degeneración humana. Pero si miramos más allá de las exageraciones y prejuicios, las palabras de este antiguo juez y gobernador civil nos demuestran que, en el seno del anarquismo, había presencia activa de mujeres, o que en la misma cultura política anarquista, las mujeres eran capaces de presionar en huelgas, acosando a esquiroles y apoyando a huelguistas, o participar en otras acciones importantes del movimiento, como la crítica al matrimonio, ofrecer valores educativos alternativos o ser claves en las redes de acogida de exiliados y refugiados.
Pero que esto sucediera en los últimos años del siglo XIX no era nuevo, ya en la década de los ’70 existió una fuerte y firme voluntad integradora hacia la mujer, por ejemplo, en un dictamen sobre su situación en el Congreso de la FRE-AIT de 1872, cuando se afirmaba que “la mujer es un ser libre é inteligente, y por lo tanto responsable de sus actos, lo mismo que el hombre; pues si esto es así, lo necesario es ponerla en condiciones de libertad para que se desenvuelva según sus facultades. Ahora bien; si relegamos á la mujer esclusivamente á las faenas domésticas, es someterla, como hasta aquí, á la dependencia del hombre y por lo tanto quitarla su libertad”8.
En la misma creación y proliferación de los primeros grupos anarcocomunistas en España hubo presencia femenina y en ellos siempre se afirmó que no se debía de negar la entrada a mujeres. También sabemos como, a finales de la década de 1880 ya aparecen las primeras referencias a grupos estrictamente femeninos y anarquistas en España, como fueron en esos años el grupo Iguales al Hombre de Gràcia (Barcelona), seguido en los siguientes años por otros grupos como La Mecha en Lebrija (1891-1892) o Mujeres Libres en València (1892), estas últimas utilizando un nombre que posteriormente será muy conocido.
En otro tipo de asociacionismo anarcocomunista hispano, como podían ser los diferentes grupos juveniles o en la Liga de Antipatriotas barcelonesa de finales de los ’80, la presencia de mujeres también se constata, como también en grupos más abiertos y mixtos como el de Sestao9 o el cultural Aucells del Bosch de Gràcia, indicativo del esfuerzo del anarquismo por crear un movimiento que uniese en una misma lucha y en condiciones de igualdad a las personas de ambos sexos.
Finalmente, en muchos de los actos públicos anarquistas de entonces, ya fuesen veladas, mítines, excursiones o giras de propaganda, la presencia femenina era tenida en cuenta. No resultaba extraño que algunas personalidades, como la antiadjetivista Teresa Claramunt, participase en actos importantes como conferenciante, o que en las crónicas de los mismos, se hiciese hincapié en la presencia femenina, llegándose a producir situaciones en las que se contaban una a una la presencia de mujeres. De igual modo, en aquellos años la propaganda específica hacia las mujeres fue abundante, ya fuesen obras y ediciones de individualidades como José Médico desde Reus a inicios del siglo XX, el conocido panfleto A las madres editado por la Biblioteca Anárquico-comunista a finales del XIX, o en multitud de artículos de periódicos anarquistas, se trataban problemáticas específicas de la mujer, como podía ser la desgracia en que caían si quedaban viudas o huérfanas por culpa de las guerras, lo que a menudo las conducía al mundo de la prostitución por falta de medios económicos, entre un largo etcétera de factores, como la explotación laboral y sus peores salarios, la crítica al matrimonio o el acoso sexual, indicándonos estos temas lo avanzado que resultaba el anarquismo en su crítica a la explotación patriarcal, reconociendo, sin reconocerse feminista, que las obreras eran doblemente explotadas: por ser trabajadoras y por ser mujeres.
¿Esto significaba el fin de la opresión de la mujer en el seno del anarquismo? No. Definitivamente no. Incluso en dictámenes tan avanzados como el de 1872, tampoco se discutía que la mujer tenía un papel predominante en el hogar, básicamente el mantenimiento del mismo y el cuidado y educación de la prole. Incluso algunos anarquistas, incluyendo en ellos también a ilustres nombres, más allá del activismo público, lo que deseaban en casa era una mujer sumisa, de misa y seguidora de sus designios. Como muestra de ello, me gustaría recordar el caso del periódico bonaerense La Voz de la Mujer, aparecido el 8 de enero de 1896, y que nos puede servir como metáfora de la situación de la mujer en un movimiento tan internacionalista como el aquí analizado.
Sus nueve números aparecidos en aquel año, con colaboraciones de anarquistas destacadas y letradas como Josefa Guerra, Virginia Bolten, Ana Maria Mazzoni, Josefa Martínez, Carmen Lareva o Teresa Caporaletti, provocaron un terremoto en el seno del anarquismo argentino (y a donde llegaba por vía postal), puesto que junto a artículos doctrinarios o noticias varias, se insertaron numerosas referencias a la superveniencia de jerarquías y discriminaciones hacia las mujeres en el seno del anarquismo. Por ejemplo, en el número 2 se afirmaba que “vosotros los que habláis de libertad y en el hogar queréis ser unos zares, y queréis conservar derecho de vida y muerte sobre cuanto os rodea, ya lo sabéis vosotros los que os créeis muy por encima de nuestra condición, ya no os tendremos miedo, ya no os admiraremos más, ya no obedeceremos, ciega y tímidamente vuestras órdenes, ya pronto os despreciaremos (…). Si vosotros queréis ser libres, con mucha más razón nosotras; doblemente esclavas de la sociedad y del hombre, ya se acabó aquello de ‘Anarquía y libertad’ y las mujeres a fregar”10. Precisamente de esto último, fue el motivo por el cual amargamente Antonieta Borràs, hija de Martí Borràs (fallecido en enero de 1894) y Francesca Saperas, se quejaba en la prensa en relación a Thomas Ascheri, entonces pareja de Saperas, puesto que aseguraba que en casa éste no hacía nada y que ella y sus hermanas habían de lavarle su ropa, por indicación expresa de su madre.
No hay duda que tras mucho argumentario que pedía la igualación de la mujer en la esfera revolucionaria, también existía cierto discurso cara a la galería, puesto que un hombre, por muy dedicado que estuviese al activismo, si lo que se encontraba en casa tras una reunión en la taberna o el local social era comida caliente y sexo asegurado, difícilmente querría perder ese privilegio, posiblemente el último que le quedaba a un proletario: ser, pese a todo, un hombre en un mundo por y para hombres patriarcales.
El rol de esclavitud de la mujer en el ámbito doméstico y dependencia del hombre estaba tan interiorizado que incluso, bajo algún que otro chiste o chascarrillo en conferencias y actos públicos, se percibía la existencia de dicha situación, como cuando en un mítin anarcocomunista en Córdoba en 1891, un tal Montejo, en el contexto del mismo, recomendó a las mujeres que “puesto que la revolución es nuestra salvadora, induzcan á sus maridos á ella y sino que les niegue sus caricias”11
Ahora bien, la existencia de relaciones patriarcales en el anarquismo, no significaba que el anarquismo y los anarquistas, tanto hombres como la minoría de mujeres que en él militaban, no avanzaran hacia postulados encaminados a la integración de la mujer. Posiblemente la liberación femenina en el hogar y la mayor implicación del hombre en la crianza de los hijos era aún un tema en pañales, no en vano el contexto positivista y hasta cierto punto determinista de la mujer en el terreno biológico, no ayudaba demasiado a ello, ya que eran habituales los estudios que «determinaban» a la mujer como inferior al hombre. Como tampoco ayudó ese contexto científico y positivista, en comprender la homosexualidad, la cual era considerada por norma general, tanto por hombres como por mujeres activistas de antaño, como algo contrario al fin reproductivo de la especie y, por consiguiente, antinatural.
Sin embargo, la persistencia de la voluntad de nivelación en el movimiento anarquista, la proliferación, generación tras generación de militantes, de actitudes antipatriarcales entre los mismos hombres, la crítica a la familia tradicional, el mismo empoderamiento de las activistas, sumándose la labor de cientos de escuelas libertarias en donde los niños y niñas se educaban bajo parámetros igualitarios, forjaron las bases para superar algunos de los problemas anteriormente tratados, generando así un legado que más de cien años después ha sido asumido y reinterpretado por feminismos y otros movimientos progresivos, lo que nos da pie a interpretar que, pese haber sido minoritario el rol de la mujer en el pasado, éste fue importante y tenido en cuenta por el conjunto del movimiento anarquista, y que su legado, hoy en día, sigue inspirando nuevas luchas, y esto, al final, es lo que importa: fueron pocas, pero fueron parte del movimiento y resultaban imprescindibles, porque la sociedad libertaria futura no solo debía de acabar con la explotación económica, también con las otras, incluida la de la mujer.
Citas
1 PERROT, Michelle. Mi Historia de las Mujeres, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2009, p.9.
2 OLIVÉ, N. “Passat apetent, present jactanciós”. En: VV.AA.. Putas e insumisas. Violencias femeninas y aberraciones de género: reflexiones en torno a las violencias generizadas, Barcelona, Herstory, 2012, p. 49.
3 Ibídem, p.47.
4 VICENTE, Laura. Teresa Claramunt. Pionera del feminismo obrerista anarquista, Madrid, Fundación Anselmo Lorenzo, 2006, p.13.
6 LUCEA AYALA, Víctor. El pueblo en movimiento: protesta social en Aragón (1885-1917), Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2009.
7 GIL MAESTRE, Manuel. “El anarquismo en España y el especial de Barcelona (I). Capítulo V”. En: Revista Contemporánea, Año XXIII-Tomo CVII, Julio-Agosto-Septiembre 1897, pp. 372-373.
8 FONTANA, Josep (Comp.). El Congreso Obrero de la Federación Regional Española (Zaragoza del 4 al 11 de abril de 1872), Zaragoza, Periódico El Día de Aragón, 1987, p. 75.
10 REDACCIÓN. “¡Apareció aquello! (A los escarabajos de la idea)”. En: La Voz de la Mujer, 31/01/1896, p.2.
11 “MEETÍNG EN CÓRDOBA”. En: La Tribuna Libre, 08/01/1892, p.3.