Recientemente he publicado un libro llamado Barrionalimo, que es una colección de mini ensayos sobre temas urbanos desde la perspectiva de lo cercano, lo local y lo colectivo. Un poco desde el barrio. El libro usa la historia como herramienta explicativa para abordar temas del presente pero no se trata ni mucho menos de un libro de historia. He volcado en este texto mi reflexión acerca de ese entusiasmo mío llamado barrionalismo y su relación con la historiografía. Este me parecía el mejor lugar para llevar a cabo este ejercicio que espero no resulte demasiado ajeno a lo que el lector del portal está acostumbrado encontrar.
¿Qué demonios es el barrionalismo? Se trata de un término que surge de forma popular en oposición a la denominación nacionalismo, no tanto por enfrentarse a este en un sentido político como para servir de reflejo que reivindique el ámbito más inmediato frente a la comunidad imaginada, en términos de Benedict Anderson. En algunas ocasiones, también por contaminación del término nacionalismo, barrionalismo es dicho para denotar ensimismamiento en el lugar de uno.
Seguramente, el estudio de los diferentes barrios ha crecido en los últimos años dentro de la historiografía mundial, de la mano del auge de la propia historia urbana. Durante la década de los setenta y los ochenta, por la influencia de la antropología social o la etnografía, surgieron estudios que hacían hincapié en la cotidianidad y las relaciones sociales surgidas en el barrio, con especial atención a las redes de parentesco.
Posteriormente, se ha situado el barrio dentro de un estudio más amplio de las redes urbanas y han aparecido trabajos que fijan la mirada en el surgimiento de identidades o en el papel local de las organizaciones políticas, así como se ha tratado de poner en relación con las miradas de clase, género o etnia (singularmente en Estados Unidos). A pesar de los evidentes problemas que acarrea el barrio como unidad de estudio (no es exactamente lo mismo en diferentes lugares o épocas) el estudio de los barrios llegó para quedarse.
Desde el punto de vista de la historiografía urbanística, hay quien ha entendido que el barrio es la unidad básica de estudio (Ludeña, 2006, p-84), de la misma forma que el edificio lo sería de la arquitectura. Pero se trata esta de una centralidad que se referiría al barrio administrativo, que se ve bien en el hecho de que también se haya convertido en unidad estratégica básica de las políticas urbanas hoy (Tapia, 2013), pero que se aleja bastante de barrio como unidad social, que a menudo no comparte fronteras con las dibujadas sobre un mapa por las administraciones, razón por la cual en todas las ciudades hay barrios cuyo nombre no coincide con el oficial o tiene fronteras mentales para sus habitantes que nada saben del padrón municipal.
Este segundo concepto de barrio, el que, coincida o no con el administrativo, es tomado como vecindario por sus habitantes, una estructura social de la vida cotidiana que trasciende al espacio físico. Y son estas relaciones de cotidianidad las que pueden conformar una cierta cultura de barrio y una identidad barrial que ha estado muy mediada por la clase social desde que las ciudades occidentales emprendieran en el XIX planes de ensanche segregadores con un ojo puesto en las revoluciones populares y liberales ocurridas en los viejos centros urbanos, más interclasistas, durante ese siglo. Esta segregación de las clases trabajadoras en barrios peor dotados que los burgueses –o en arrabales al margen de la planificación– propiciará, ya en el siglo XX, la toma de conciencia de sus circunstancias, la construcción social del espacio desde abajo y, de la mano de la sociedad de masas, el auge de las organizaciones obreras.
En mi opinión, la solución sistémica a esta conflictividad arrabalesca a la que Lefebvre se refiriera como “espuma que golpea los muros de la ciudad”, que se reeditará en España durante la resaca del Desarrollismo, ha pasado por potenciar en occidente una idea totalizadora de la clase media como clase universal y de la ciudad, por lo tanto, como espacio para esa única gran clase aspiracional.
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Si hay un rasgo que ha dibujado el estudio de los barrios durante décadas es la consideración de estos como garantes de la vieja comunidad –no pocas veces como persistencia de lo rural– frente a los procesos de modernización. Esta visión, heredera de la Escuela de Chicago y su concepto de área natural, nos devuelve una imagen inmóvil del barrio popular, ya sea en el centro o en las nuevas periferas, como agente que existe en tanto que resiste al cambio. Esto llevó a Lefebvre, entre otros, a criticar la ideología de barrio como una idealización sin agencia analítica.
Lo cierto es que debemos entender cada barrio en sus circunstancias, como un ente cambiante e hijo de su momento histórico, sea este el proceso industrializador o el momento de la globalización. Las periferias obreras de entreguerras son tan hijas del siglo XX como el cinematógrafo y las banlieues francesas futo del planeta que vivimos, y no sus residuos ni sus resistencias, dicho de otro modo.
Pero si las barriadas deben ser estudiadas en su dinamismo también deben ser atendidas en sus permanencias y, si bien no deben idealizarse como guardianes conservadores de lo comunitario, no puede negarse que, pese a la eclosión de la movilidad urbana o la atomización laboral, siguen siendo espacios privilegiados de relación social.
En Ciudad princesa (2018) Marina Garcés pone en duda la potencia política desde el barrio hoy, que ella centra en el Nuevo Municipalismo, por las dificultades de establecer vínculos cercanos en barrios vaciados de barrialidad (término de José Luis Oyón) y por las características de las sociedades globalizadas. Sin embargo, a pesar de que el individualismo y el descrédito de los lazos cooperativos sellan los poros de toda la sociedad, los últimos años de crisis económica, desde 2009, hemos conocido numerosos ejemplos de solidaridad desde las redes locales que vienen a desmentir la idea de que el barrio esté superado como unidad social. Lo cierto es que los grupos de vivienda, por poner el ejemplo más claro de sindicalismo social de última horanada, han desempeñado su actividad en el barrio y se han federado en la ciudad. En cualquier caso, en tiempos de precariedad, permanecer a cobijo de las redes familiares o de solidaridad del barrio ha sido antes una necesidad vital que una postura política.
Lo que aquí propongo, entonces, es la implicación del historiador con su tiempo presente, capaz de dotar de contenido el espacio desmemoriado de la cultura popular y obrera de los barrios, no por justicia científica, sino como portador de entusiasmo activista –esto es, barrionalista–, sumando en la creación de narrativas antagonistas y cohesionadoras sin perder de vista el cambio y la integración del barrio en un ecosistema urbano –y social– más amplio.
A partir de este momento me alejaré de la historiografía para poner un par de ejemplos de creación de contra-narrativas eficaces en las que quizá no hayan participado historiadores (lo desconozco) pero que pueden iluminar la potencia de analizar vívidamente ese brote de rabia o ese manto de solidaridad que cubrió alguna vez la calle donde aún hoy seguimos interactuando unos vecinos no tan distintos de aquellos otros.
De Pepica a Pepika y de Vallecas a Vallekas

En mayo de 2017 tuve la suerte de ser invitado a charlar sobre gentrificación en el CSO La Fustería, en el Cabanyal (Valencia). Fue un intercambio muy enriquecedor en el que conocí, a través de un pequeño fanzine que allí exhibían, la figura de Pepica la Pilona. Se trataba de un relato de ciencia ficción que, si mal no recuerdo –no lo tengo a mano y no lo he podido releer– hacía una crítica en clave de ensoñación al proceso de gentrificación del barrio.
Posiblemente todo el mundo tiene en la cabeza el Cabanyal, aunque sea por sus apariciones en los noticiarios en los últimos años. Me perdonarán las inexactitudes quienes lo conozcan: paso a caracterizarlo brevemente. Originalmente se trataba de parte de un municipio de pescadores cuya imagen trae ecos de Blasco Ibáñez que, ya convertido en barrio valenciano (1897), conoce un proceso de crecimiento desarrollista entre los años 30 y 70 merced de la migración campo-ciudad, que llevará allí a nuevos vecinos en busca de trabajo portuario e industrial en Valencia. La ciudad se come la huerta y se desecan las acequias, pero, durante décadas, sus habitantes siguen diciendo “ir a Valencia”, como sucede en la mayoría de los arrabales y poblaciones rurales absorbidas por las ciudades a lo largo del siglo XX. Luego, el barrio sufre el abandono, la estigmatización social de sus habitantes y el Plan Especial de Protección y Reforma Interior (PEPRI), un Plan que, tocándose cronológicamente con los años duros del urbanismo neoliberal valenciano desde finales de los noventa, preveía el derribo de las casas de 1600 familias. Es esta una historia, la de la lucha por salvar un barrio, por el que la mayoría conocimos su singular modernismo popular y las experiencias asociativas de su lucha, cuyo viaje no ha terminado con la paralización del Plan: se han enfrentado desde 2015 a los fantasmas de la gentrificación y a las cicatrices urbanas de la llamada zona cero.
La Pilona nació en 1919 en el barrio y debió ser uno de esos personajes característicos que todos los barrios tienen. Una presencia singular de la calle que hilvana a vecinos de diferentes generaciones y sirve de agarre a los recién llegados. Es descrita como un personaje carnavalesco, del que unos dicen vivía en una barca abandonada de la playa y otros ocupando alguna de las viejas casas del Cabanyal. Una de las historias que sobre ella corrían –cuando una persona se convierte en parte indisoluble de la calle pasa a mezclarse con su memoria popular, por definición imprecisa– es que era huérfana de madre, y su padre siempre estaba en el mar. Ella esperaba sentada en un pilón, en el muelle, a que volviera su barca. De ahí Pilona. También se cuenta que tuvo un hijo a los dieciséis años fruto de una violación y su padre dio a la criatura en adopción, posible razón de desvarío y de que besara a todos los niños en la calle o en los cines de barrio de sesión doble, con los que formaba una unidad indisoluble del barrio en los setenta y los ochenta. Se dice que el crío, adoptado por una familia acomodada, llegó a ser médico y conoció a su madre ya de adulto. El tema de los hijos robados por familias burguesas en los barrios populares es, por cierto, recurrente desde al menos el siglo XIX.
Los servicios sociales se hicieron cargo de ella cuando ya era demasiado mayor para sobrevivir pidiendo en el vecindario y murió en un hospital de la Malvarrosa en 1994. Sólo dos años después se puso su nombre a un Centro Social Okupado en el barrio en lo que habían sido unos talleres metalúrgicos, un espacio de referencia en el barrio para algunos de sus habitantes que funcionó una década, hasta que ardió en extrañas circunstancias en agosto de 2006. Aquel Centro Social, que nacía con pancartas contra el plan urbanístico que amenazaba el barrio, había elegido a un personaje enhebrador del mismo para ser nombrado y le había añadido la K a Pepika.
El personaje ha seguido siendo, por lo que he podido recabar, objeto de reivindicación y bandera, modelo de arte urbano, inspiración para una obra de teatro de calle, cuentos, el cambio simbólico de nombre de una calle en 2016 o el pequeño fanzine al que me refería al principio. La reapropiación de su memoria popular pertenece ya a una genealogía histórica que se confronta con las narrativas de progreso acríticas que casi suponen la desaparición del Cabanyal, y que trata de atravesar el carácter popular de un barrio que sin duda ha ido cambiando durante el último siglo estableciendo una cierta mitología propia y una narrativa contrahistórica.
En Barrionalismo me refiero a otro ejemplo de narrativa contrahistórica construida conscientemente desde abajo como elemento cohesionador de la comunidad en el barrio, la Batalla naval de Vallekas.
Vallecas no es un barrio, son dos distritos madrileños, pero el vallecanismo es una identidad barrial amplia que se impone a las fronteras administrativas. Asociada a la izquierda política, nace de la reunión de inmigrantes de las dos Castillas, Extremadura y Andalucía, que llegaron a Madrid desde los años cincuenta, y que se encontraron con la necesidad de construir su parte ciudad sin respaldo institucional y a base de levantar casas ilegales en terrenos rústicos. La puesta en común de problemas y el apoyo mutuo como vía de supervivencia permitieron la creación de un tejido asociativo que, a su vez, sirvió de parapeto a numerosos partidos políticos y sindicatos que se movían en la clandestinidad. Como en el Cabanyal finisecular, la oposición a planes urbanísticos que pretendían meter excavadora en las casas de los vecinos sirvió de plataforma para la toma de conciencia, y desde allí, a través del Plan de Barrios, estos fueron partícipes de los realojos y de la propia construcción de sus barrios en los ochenta.
La primera Batalla Naval fue organizada por la librería libertaria El Bulevar, en el marco de unas fiestas del distrito en las que se declara la independencia de la República de Vallecas y su neutralidad frente a la OTAN. Inauguran el Puerto de Mar y la gente, acalorada, comienza a tirarse agua, algo que no han dejado de hacer hasta día de hoy –ni cuando la Batalla Naval estuvo prohibido por el PP–. La celebración, que ha contado muy bien E. Lorenzini en Vallekas Puerto de Mar Fiesta, identidad de barrio y movimientos sociales, es paralela a la actualización del mito fundacional de Vallecas, atribuido al Moro Kas, que habría dado nombre al Valle del Kas. Como en el caso de Pepika, la K vino a redibujar Vallekas, con toda una narrativa y una imaginería muy ligadas también a otros elementos propios de Vallecas como el Rock Vallecano o el Rayo Vallecano en los últimos tiempos.
Los casos de Vallekas o de Pepika pueden resultar algo forzados para hablar de como la historia social y popular puede constituir un elemento muy potente de vertebración comunitaria y la lucha en los barrios en el presente –por lo que tienen de ficción histórica– pero, a la vez, resultan significativos de la demanda de narrativas históricas pegadas al territorio en barrios populares a los que, a menudo, se les niega la propia existencia de una historia. El barrio popular, obrero, o periférico, habitualmente es atendido solo como un espacio subsidiario de la ciudad. Su patrimonio industrial es destruido. Su caserío, ya sea antiguo, ya sea significativo de una época y unas circunstancias, ya sea valioso arquitectónicamente (el Cabanyal), derribado. Y la desaparición de su cultura material dificulta la conexión de los vecinos con su historia.
No pretendo aquí insinuar que no exista ya un importante trabajo de años de recuperación de la memoria popular y obrera, habitualmente relacionada con el trabajo de las asociaciones vecinales surgidas a partir de los setenta o investigadores inquietos, sino afirmar la necesidad de explorar más esta vía, en la que los historiadores, si queremos, podemos ser activistas desde el barrionalismo.