Sus «pupilos» la llamaban simplemente Lola. ¡Era la patrona! Se levantaba al alba para preparar los desayunos de los huéspedes que alojaba en su casa. Al igual que ella en su día, estos habían llegado en el marco del éxodo rural propio de aquellos años. ¡Estábamos en los 60! Tiznados por el humo del carbón que expulsaba el tren y cargados con la maleta de cartón, sujetaban muy fuerte en la mano el papel en que estaba escrita la dirección de la patrona. Todos eran hombres y oriundos del mismo pueblo que Lola. Los conocía desde que eran niños y ella era aún una mocita de grandes ojos y largas trenzas oscuras. Ahora venían a la ciudad en busca de trabajo. Por las noches, sentados alrededor de un antiguo brasero de hierro, las conversaciones siempre giraban en torno al añorado terruño. ¡Cuando no se escuchaba la radio! Envuelta en su coloreada bata guateada y en su eterno delantal, y calzada con unas gastadas zapatillas de fieltro, Lola, la casera, servía en la mesa unas copitas de un orujo barato a aquellos hombres agotados que añoraban a sus padres, hermanos y amigos. Desarraigados en la gran ciudad, casi formaban parte de la propia familia de Lola. Ella se encargaba de hacerles la comida y las tareas de lavado y planchado de la ropa. Quizás el planchado era lo que le resultaba más agobiante. Sobre todo durante los meses cálidos, al tener que mantener encendida la cocina de leña durante la mayor parte del día; las planchas eran pesadas y había que recalentarlas con frecuencia sobre la cocina.[1] Lola nunca podía ahorrar lo suficiente para comprar una plancha eléctrica. Y qué decir de la tarea de zurcir los calcetines y coser parches en las sábanas. ¡Qué trabajo tan aburrido, pensaba Lola! La vivienda era sencilla; las habitaciones donde se amontonaban los inquilinos, estrechas; algunos colchones estaban en el suelo. Alu, una gata perezosa, dormía a los pies de Lola. Temprano, los que deseaban ir al único baño de la casa tenían que hacer cola. En sus pocas horas libres o robadas al sueño, la casera también se dedicaba a la costura. Trabajaba para un taller de modistería, a tanto la prenda. Estos trabajos le proporcionaban unos ingresos irrisorios, pero la ayudaban a completar el exiguo salario de su marido. Lola era increíble, e incluso sacaba tiempo para atender a su propia familia. ¿Alguien valoraba el esfuerzo de Lola?
Quizás se llamaba Carmen. Por las mañanas Carmen se encontraba en el mercado con Lola. Se hicieron amigas porque tenían recuerdos en común: habían nacido en la misma comarca castellana. Como tantas chicas emigrantes, Carmen trabajaba en el servicio doméstico. Iba vestida con su traje de criada, al que no faltaban el delantal y la cofia. Lola la miraba con un poco de lástima, el atuendo delataba su oficio, tradicionalmente desprestigiado. Podía comprender doce o catorce horas de trabajo al día a cambio de un sueldo mísero. Sin embargo era un empleo muy extendido entre las jóvenes que emigraban del campo a la ciudad. Carmen era joven, tenía buena salud y bastante fuerza física, requisitos indispensables para ejercer su tarea. Cargaba a la espalda todo el peso de la casa. El hogar en el que trabajaba carecía aún de electrodomésticos; en paralelo, su actividad también estaba totalmente desreglada. En el carné de identidad de estas dos mujeres, como en el de tantas miles y miles de españolas, figuraba que se dedicaban a «sus labores». Nunca aparecieron en las estadísticas de empleo. Legalmente no trabajaban por cuenta ajena. ¿Eran entonces conscientes de que cuando fueran mayores no cobrarían pensión alguna? Y así, tantas Lolas y tantas Cármenes. Tantas mujeres relegadas al olvido, a la invisibilidad.
En el edificio en el que habitaba la mujer a la que hemos llamado Carmen había portería. De la portera, Dolores, una mujer ya mayor, los vecinos no se fiaban mucho. Algunos la detestaban, se sentían inquietos; sabían que ella conocía ciertos aspectos ocultos de su vida privada, recordaban cómo después de la guerra la policía la interrogaba. ¿Quizás algún inquilino fue a prisión por culpa de ella? El franquismo parecía haberla tomado con las señoras porteras, a las que hacía responsables de todo lo ocurrido en el inmueble, de lo bueno y de lo malo.
Durante aquellos años, mujeres de muy diferentes comarcas españolas fueron llegando a las ciudades de la península y al resto de Europa. A medida que en España se producía un crecimiento económico aumentaban los grandes trasvases de población desde las regiones atrasadas hacia otras más desarrolladas y punteras. Las familias rurales fueron las grandes protagonistas de los movimientos migratorios, hasta tal punto que entonces comenzó el abandono de muchos pueblos españoles. Estos desplazamientos no afectaron por igual a toda la población rural. Fueron selectivos. Primero emigraron los jornaleros y después los pequeños propietarios. El grueso de la emigración vino protagonizado por los hombres jóvenes y las mujeres: ellas respondían así al puesto subordinado que ocupaban en la sociedad rural tradicional. La mayoría de las mujeres que llegaban se incorporaba al servicio doméstico y, de allí, a menudo accedían a trabajos en establecimientos fabriles. Ahí era donde su trabajo estaría regulado.

Otras muchas mujeres sí trabajaron legalmente bajo el franquismo. Incluso lo hicieron tras haber contraído matrimonio. El propio régimen fue estableciendo una serie de excepciones a la excedencia obligatoria por casamiento a medida que la economía se desarrollaba. Sin embargo, seguía habiendo trabas legales para que la mujer casada pudiera trabajar: debía contar con el permiso del marido. No obstante, lo más habitual era que con el matrimonio y la maternidad que lo solía acompañar, la mujer fuera expulsada del mundo laboral regulado. Las que continuaban lo hacían por una necesidad económica muy fuerte. Algunas volvían a incorporarse al trabajo cuando los hijos se hacían mayores, cuando moría el marido o cuando éste se encontraba en paro o decidía anticipar la jubilación. En líneas generales, los trabajos que desempañaban las mujeres durante la dictadura eran los menos consideraros, peor cualificados y con una rentabilidad salarial más baja.[2]
En cualquier caso, muchos ámbitos laborales tenían una presencia mayoritaria de mujeres. Y aquí hay que citar al sector textil. Dado que este sector tradicionalmente había absorbido mucha mano de obra femenina, los salarios eran los más bajos de toda la industria española —a excepción del corcho, algunas empresas del metal, la sanidad o el comercio—. Mientras, el trabajo en fábricas u oficinas se caracterizaba por ser perecedero, ya que finalizaba frecuentemente con el matrimonio. Pero de lo que no queda duda es que el trabajo femenino fue un factor importante en el desarrollismo. Al ser subordinado y diferenciado respecto al del varón, resultaba ser una mano de obra más barata. El discurso franquista hablaba de proteger a las mujeres, a esas «madres» y «esposas», pero solo era un mensaje paternalista que en verdad ocultaba la brutal explotación y opresión que sufrían las obreras. Ellas no solo debían efectuar todas las tareas domésticas de sus propios hogares, sino también trabajar en situaciones de gran precariedad laboral y discriminación.[3]

El 15 de julio de 1961, promovida por la Sección Femenina, se promulgó la ley sobre derechos políticos, profesionales y laborales de la mujer. Para el país, ciertas medidas que había adoptado el régimen, entre ellas, la de prohibir el acceso de la mujer a los cuerpos profesionales de alto nivel y, sobre todo, el haber excluido a las casadas del mundo laboral, suponían una asfixia económica y un desfase internacional. Por ello se dictó esta ley que entró en vigor el 1 de enero de 1962. A menudo, esta ley ha sido esgrimida como el símbolo por antonomasia de la transformación social acaecida en esta década. Aunque la existencia de una ley especial para la mujer dice mucho sobre su segregación, no dejó de ser una medida acertada: eliminó la discriminación por razón de sexo y declaró la igualdad de salario —aunque esto último nunca se cumplió—. Se dio un gran paso, a pesar de que se aplicó con grandes restricciones. Por fortuna, se eliminó la licencia marital y la obediencia al marido en todo lo referente al derecho al trabajo asalariado. A partir de entonces la mujer casada podía disponer libremente, entre otras cosas, de sus propios bienes, de aceptar o repudiar herencias, así como ser albacea, tutora, defender en juicio y fuera de él sus intereses, sacar su propio pasaporte, no perder su nacionalidad por razón de matrimonio y ejercer el comercio. Lentamente, las mujeres comenzaron de nuevo a salir de la oscuridad.[4]
En aquel contexto de mayor apertura aparecieron nuevas ocupaciones y profesiones consideradas «femeninas». Estaban ligadas al desarrollo del sector terciario, y al acceso al mercado laboral de mujeres con una mayor preparación profesional. Las mujeres accedieron masivamente al sistema educativo formal. El 50% alcanzó la primaria; el 45,6 % llegó a la secundaria, y en las universidades se matricularon un 26% de chicas. Pero la mayoría estudiaban “comercio”. En las escuelas de Artes y Oficios Artísticos es donde mejor puede apreciarse la evolución del acceso de las mujeres a la formación profesional: se produjo un importante ingreso que llegó a representar el 45,12 % en el año 1965.[5] Solo había una importante deficiencia en este avance general, y es la que corresponde al analfabetismo: superaba el 10 % entre las mujeres. Entonces se puso en marcha la Campaña Nacional de Alfabetización, dirigida a elevar el nivel cultural de una población que necesitaba una formación más específica y compleja que la solicitada en una sociedad agraria. Estos cambios también favorecieron a los hombres. Detrás de estas medidas estaba el deseo de aumentar la productividad. Una buena prueba fue la publicación de anuncios destinados a hacer ver a los empresarios las ventajas que para la productividad representaría la alfabetización de sus empleados.

Además de la enseñanza, otros empleos en los que las mujeres tenían una importante presencia eran los relacionados con la sanidad y los trabajos de oficina. Uno de los nuevos puestos de trabajo a los que las mujeres pudieron acceder en estas últimas décadas del franquismo fueron los relacionados con la carrera judicial. Fue a partir del año 1966. Las conquistas de la mujer en el sector de la justicia tuvieron su punto más álgido en febrero del año 1971, momento en el que la vizcaína Concepción Carmen Venero se convirtió en la primera mujer que alcanzó el puesto de juez en España. Pero se la nombró jueza del Tribunal Tutelar de Menores, cargo del que una crónica del diario Madrid del mismo 1971 decía que «entra de lleno en las características, cualidades y aptitudes con que la feminidad ha sido milenariamente adornada». ¡Los avances para la mujer eran muy lentos![6]
Hablemos ahora de la carrera diplomática. María Rosa Boceta fue la primera mujer que rompió en 1971 la prohibición del franquismo contra las mujeres diplomáticas. Había estudiado Filosofía y Letras y Económicas en Madrid. Ya había viajado… Luego rompió y superó varias barreras: tradiciones y tabúes. Después de aprobar la oposición, tuvo que esperar varios años para que le concedieran una plaza. Pero al final fue varias veces embajadora. Ahora recomienda a las jóvenes diplomáticas tres ingredientes: «Ilusión, empuje y vocación».[7]
Poco a poco se redefinía el concepto de trabajo femenino. De entenderse como una ayuda para el núcleo familiar, pasaba a obtener la consideración de salario complementario. Llegando a los años setenta, apareció de forma generalizada una nueva imagen y concepto del ama de casa, que se había ido configurando en la década anterior entre las clases acomodadas. Esta nueva realidad no se oponía de manera abierta al modelo tradicional, sino que intentaba ampliar los límites del mismo. Incorporaba, profundizaba y extendía aspectos relacionados con la administración de la economía y con las tareas domesticas, el cuidado de los hijos, la limpieza de la casa y la alimentación familiar. En definitiva, perseguía el objetivo de lograr un hogar más sano y armonioso. En general la principal novedad consistía en incidir en el cuidado doméstico en un sentido más amplio. Se llegaba a presentar a la nueva ama de casa como una auténtica ingeniera del hogar. El término estaba en plena consonancia con la progresiva aparición de los electrodomésticos y el inicio de la sociedad de consumo, que en realidad en el estado español se produjo en buena medida en función del consumo femenino y, por ende, familiar.[8]
Las mujeres españolas pasaron en pocos años de lavar la ropa a mano a meter la colada en una caja blanca con puerta y ver cómo salía de allí limpia y reluciente. Parecía magia. Aparatos eléctricos como el frigorífico se convirtieron en imprescindibles. Permitían eliminar la fresquera, una caja destinada a conservar los alimentos insertada en la parte inferior de la ventana que daba al patio interior. Si era posible, se solía instalar orientada al norte para evitar el sol. Sus paredes eran gruesas para que no pasara el calor al interior. Al exterior estaba protegida por una lámina de zinc, inclinada para que discurriera la lluvia en su parte superior. Por otra parte, la aparición de la aspiradora resultó ser una verdadera arma de trabajo para las amas de casa. Con ella la mujer simplificó de manera importante el trabajo doméstico. Y el televisor trajo una pequeña dosis de futuro a una España gobernada por el pasado y anclada en la oscuridad. Verdaderas maravillas también, aquellas enormes secadoras de pelo. ¿De dónde hubieran salido los cardados lacados de moda de no haber sido por ellas?
Muchos de estos electrodomésticos se compraban en verano, aprovechando la paga doble que cada 18 de julio se otorgaba a los españoles. El franquismo festejaba así el inicio de la guerra civil. Una segunda paga era en Navidad. Pero en general, en aquellos años las familias no tenían suficiente liquidez para comprar al contado, y la idea de esperar a tener el importe ahorrado para adquirir un televisor, por ejemplo, no seducía. Para atraer clientes, los comercios ofrecían poder hacerlo endeudándose, firmando las populares letras. La posibilidad del pago a plazos de los electrodomésticos se impuso como la mejor medida para conseguir estos elementos de forma inmediata.
El aumento de la capacidad adquisitiva y el tiempo libre del que comenzaron a disfrutar las españolas hicieron que se consumiera más y más. El ideal femenino continuaba consistiendo en reunir en su persona las cualidades consideradas tradicionalmente propias de la buena ama de casa: realizar a la perfección las tareas domésticas, ser laboriosa, buena, alegre, dulce y atractiva. El discurso alentaba a las mujeres a mantener su atractivo para así mantener la finalidad de una alianza matrimonial que permanecía invariable, como el mensaje conservador, que también se mantenía sin grandes cambios. No obstante, ¿se podía ir a contracorriente de lo que estaba sucediendo en el extranjero? Entrados ya los años setenta, ¿se hubiera podido publicar la tabla que insertamos a continuación, escrito en 1957?
Lunes.
De 6.00 a 7.30: Levantarse. Hacer lumbre. Preparar desayuno, cocido, alubias, etc.
7.30-9.00: Arreglar dormitorio. Aseo personal. Mandar niño colegio.
9.00-9.45: Compra.
9.45-10.45: Arreglo casa.
10.45-12.00: Preparar comida. Recoger niño colegio.
12.00-12.30: Comida en familia.
12.30-1.00: Arreglar cocina.
1.00-2.00: Preparar ropa para lavar. Llevar niño al colegio.
2.15-5.00: Lavar ropa. Dejar en lejía.
5.15-5.30: Recoger niño colegio. Merienda.
5.30-7.00: Costura.
7.00-8.00: Preparar cena.
8.00-8.30: Cena en familia.
8.30-9.00: Arreglar cocina. Pensar comida. Echar legumbres en agua.
9.00-10.00: Acostar niño.
10.00: Acostarse.
Horario de tareas femeninas publicado por la Enciclopedia Elemental de 1957. Se presenta como un modelo estándar de «Horario para el ama de casa con marido y un hijo».
Y así transcurrían apretados los restantes seis días de la semana. Llama la atención un casillero que dice solo «Bañar al niño», el sábado entre las 8.30 y las 9.00 pm, pero para no descompasar ese día, en la misma media hora de la tabla van juntos «Cena en familia» y «Arreglar cocina».
Por otro lado, en aquellos años sesenta y setenta un gran número de mujeres españolas se fueron a trabajar al extranjero, sobre todo a Alemania.
Manuela Ferrero ganaba 500 pesetas al mes sirviendo en casa de unos señores alemanes en Madrid. Era 1960, tenía 21 años y las 500 pesetas que cobraba cada mes no le daban para nada. «Unos amigos del pueblo se fueron a trabajar a Alemania y allí me consiguieron un contrato para irme unos meses más tarde», recuerda hoy Manuela, natural de Ledesma (Salamanca) y residente en la ciudad alemana de Remscheid. Manuela fue de las primeras. Igual que ella, otros 600.000 trabajadores españoles emigraron a Alemania entre 1960 y 1973. La mayoría hombres, pero también muchas mujeres. [9]
La decisión de hacer las maletas y marcharse al extranjero no era fácil. Muchas mujeres se fueron encandiladas por expectativas de hacer fortuna que no se cumplieron. El viaje era incómodo y largo. Los trenes, con asientos de madera, carecían de calefacción. «Te vas con mucha pena. Lo dejas todo. No sabes adónde vas», recuerda la soriana Marina Mittländer. Pero, después, a ella Alemania le gustó mucho: «Yo enseguida dije que me quedaba. Vine a un pueblo de la frontera holandesa llamado Goch y como yo era de pueblo me gustó. Me gustaban mucho las casas y esos jardines… Aquello me encantaba». Era el 19 de marzo de 1962. Marina enviaba dinero a casa porque quería ayudar a sus padres a pagar las deudas. En Alemania la trataron muy bien. «A mí me fueron a esperar a la estación, y nos hablaron en castellano porque el jefe de la fábrica había vivido en Argentina. Nos dieron un ramo de claveles».[10]
En 1973, año en que Alemania dejó de solicitar mano de obra a España, vivían en el país 185.000 trabajadores españoles. La colonia española ascendía entonces a 300.000 personas. Luego se redujo de forma continua hasta 1986, año en que quedaban unos 130.000.[11]

¿Qué ocurría en las zonas rurales?
La dificultad de medir el trabajo de las mujeres del campo parte del carácter discontinuo, irregular y muy diversificado en las tareas que realizan a menudo de forma simultánea. La aportación más significativa en horas la hacían tiempos ha las mujeres de las zonas ganaderas. Adoptaban estrategias para combinar ese trabajo con el familiar en un tipo de familia en el que los vínculos eran aún muy fuertes. Había una división del trabajo en la familia: a ellas les correspondían las tareas estacionales o las más próximas al hogar. Quizás hemos de hacer una excepción: Galicia, y quizás Asturias. Zonas de emigración masculina, sobre todo, históricamente allí ha sido frecuente que las mujeres de zonas agrarias desempeñen trabajos considerados «de hombre».
En la Andalucía interior la actividad de las jornaleras era la única realmente visible. Y era contemplada como «trabajo» por ser remunerada. Para tener derecho a una prestación, las trabajadoras tenían que registrarse, con lo cual el número de asalariadas y paradas crecía allí mucho. Desde un punto de vista jurídico la campesina no estaba discriminada por razón de su sexo, pero la realidad en la que se movía era bien diferente de este retrato. Los cambios en el sector primario, sobre todo a partir de los ochenta, contribuyeron a una ruptura generacional: las mayores seguían influidas por los viejos valores y aceptaban la subordinación laboral y la dependencia doméstica del varón, mientras las más jóvenes, crecidas más independientes, se inclinaban por desempeñar un papel dinamizador en los procesos de desarrollo rural.[12]
En estas zonas agrícolas, las mujeres no asalariadas no se jubilaban nunca. Su actividad continuaba si su salud se lo permitía. Trabajaban en casa, en el cuidado de los niños, de los ancianos y de los enfermos, se ocupaban de los animales, de la huerta… ¡incansables!
Las mujeres habían cambiado
Edurne se levanta temprano. Sin ninguna pereza. Se acuerda de pronto: es 21 de septiembre de 1982. Debe felicitar a su madre y no tiene tiempo. Cada mañana lo mismo: Sofía. Su hija quiere dormir un ratito más. Las dos gatas la hacen volver a la realidad, maúllan, mimosas, se restriegan contra las piernas de su ama. Les pone la comida y agua fresca. Con la democracia ha nacido una nueva mujer en España en este último cuarto de siglo. Edurne es un claro exponente. Ella se siente orgullosa de su trabajo. ¡Es una tarea importante! A diferencia de las mujeres de generaciones pasadas, que adquirían el estatus de adultas a través del matrimonio, Edurne busca su independencia económica a través de un empleo. La novedad no es que ella trabaje, no; lo nuevo es que no piensa abandonar el mundo laboral una vez que ha entrado en él. Lo ve del mismo modo que lo hacen los hombres desde siempre. Por consiguiente, el trabajo constituye un componente esencial en su propia identidad y en la definición de su trayectoria vital. Edurne trabaja desde joven, después de haber terminado su carrera de economista. Se estrenó trabajando en una ONG de cooperación al desarrollo en un país africano. Y después de continuar su labor en varios sitios, ya en nuestro país, ha acabado colaborando con una organización donde prácticamente todos los miembros son mujeres: se trata de una ONG sin ánimo de lucro, intercultural, dedicada a actividades formativas con perspectivas de género. Es interesante conocer, a través de la voz de una mujer implicada, cómo se desarrolla una tarea en el que la mayoría de trabajadores son mujeres. Edurne tiene una experiencia de primera mano y sostiene que no es complicado, pero que el estilo de liderazgo femenino se encuentra infravalorado en la mayoría de los entornos de negocios, prevaleciendo claramente por encima de él un estilo masculino de gestión.[13]
Los libros, los artículos de revistas y periódicos y las mismas fuentes orales indican que las que de forma coloquial se denominan «tareas domésticas» ─que incluyen los cuidados de los niños, de los enfermos y ancianos─ nunca han sido valoradas de manera suficiente. Seguramente porque siempre han corrido a cargo de las mujeres. Porque así suele ser excepto cuando estas tareas pasan por las normas del mercado, es decir, cuando están retribuidas. ¡Entonces sí son valoradas! Y hay que tener en cuenta que no todo el trabajo de cuidados es susceptible ni deseable que sea mercantilizado, porque es una labor que se define por el carácter relacional. Tras haberse aprobado la Constitución española, en 1979, una encuesta constataba que en el territorio del país seguían siendo mayoritarias las actitudes de rechazo sobre el trabajo fuera del hogar de la mujer casada con diferencias correspondientes a las distintas comunidades autónomas. Curiosamente, o quizás no, los hombres cabezas de familia eran los que se mostraban más hostiles a que se produjera ningún cambio. ¡La tradición es una rémora para las mujeres! El efecto de las políticas aplicadas durante el franquismo no acabó totalmente con la llegada de la democracia. La herencia franquista ha perdurado en diferentes ámbitos, sobre todo en el económico. Probablemente es por ello que, a finales del siglo XX, España seguía teniendo una de las tasas de desempleo más altas de la Unión Europea.
No obstante, el cambio ha sido importante. En este último cuarto final del siglo XX son más las mujeres que trabajan, y por cierto accediendo a la actividad con más edad, porque lo hacen con un mayor nivel educativo. Esto último afortunadamente tiene como resultado que ellas suban a niveles ocupacionales más elevados y, por consiguiente, a niveles salariales también más altos. Y este conjunto de novedades es lo que ha generado el verdadero cambio revolucionario femenino. Además, al contrario de lo que ocurría antes en muchos casos, ellas en general no abandonan el trabajo hasta que llegan a la edad de jubilarse. La mayoría permanecen en el mundo laboral, una vez que han accedido a él. Ahí radica la principal diferencia: no en el hecho de que se inicien en el trabajo, sino en el que ya no saldrán de él. Como se ha visto a lo largo de este estudio, hace unas décadas, al comienzo de su vida adulta las mujeres se incorporaban al trabajo, pero luego —las leyes, las costumbres, o ambas— expulsaban a algunas de ahí cuando se casaban o tenían hijos. Esta práctica no es legal y ha desaparecido casi por completo.
La promulgación de la Constitución española supuso el reconocimiento de la igualdad ante la ley de hombres y mujeres como uno de los principios inspiradores de nuestro ordenamiento jurídico. En ese aspecto las hizo visibles. Pero era evidente que para que las mujeres accediesen a la igualdad no bastaban los cambios legislativos. Había que visualizar cuáles eran los obstáculos que dificultaban su participación en la cultura, el trabajo y la vida política y social. Así, se creó por ley el Instituto de la Mujer como organismo autónomo, que se reestructuró en mayo de 1997. Este depende del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, a través de la Secretaría General de Políticas de Igualdad. Su finalidad es, por un lado, promover y fomentar las condiciones que posibiliten la igualdad social de ambos sexos y, por otro, la participación de la mujer en la vida política, cultural, económica y social. Por tanto, es el organismo del Gobierno central que promueve las políticas de igualdad entre mujeres y hombres. Igualdad que, dicho sea de paso, nunca se ha cumplido. Vivimos en un país donde sistemáticamente se incumple de forma flagrante el principio básico de «igual trabajo, igual salario». En 1975, cuando Franco murió, las mujeres españolas eran muy diferentes de las de 1939. Sin embargo, no había llegado el tiempo aún de utilizar palabras como: conciliación laboral o familiar. Estaban ausentes del lenguaje habitual, e incluso del mundo de la jurisprudencia, conceptos como: maltrato, violencia doméstica o de género y abuso sexual. ¡Sólo muy a finales de siglo esos conceptos se han ido incorporando al imaginario colectivo!
La incorporación de las mujeres al trabajo, cuando llegó la democracia, coincidió con un momento de grandes cambios sociales y económicos que tuvieron un fuerte impacto en la estructura del mercado laboral. En las década de 1980 y 1990, la voluntad de las mujeres de acceder al empleo tropezó con el paro masivo desencadenado por las diferentes crisis económicas que se sucedieron en ese período. La dificultad para encontrar el primer trabajo y el desempleo de larga duración fueron los principales problemas a los que tuvieron que enfrentarse las jóvenes en ese momento. El modelo estándar de empleo estable, de jornada completa y altamente regulado, que se habían convertido en la norma durante la década de 1960, acabó siendo sustituido por una diversidad de formas de empleo atípicas que fueron acompañadas, en general, de una mayor precariedad. Veamos algunos datos:
En la primera década de la democracia, cerca de 400.000 mujeres se incorporaron a la población activa. No obstante, en 1982 las mujeres solo suponían el 30 % de la población activa total. Es grave que este porcentaje permaneciera estancado desde 1974. En realidad, entre 1975 y 1983, comparado con el índice masculino, la incorporación de la mujer al trabajo creció poco. Pero a diferencia de lo que ocurría en décadas anteriores, muchas mujeres se apuntaron al paro. Ello indica que las mujeres estaban dispuestas a incorporarse a la vida laboral asalariada. En los primeros años de la democracia hubo una tímida recuperación de mujeres en el mercado laboral y eso sucedió, hay que decirlo, en unas condiciones bastante peores que en los varones. La igualdad ante la ley no resultó un estímulo suficiente para alcanzar la igualdad real. Las principales razones fueron que, por un lado, persistían las actitudes mentales y los prejuicios conservadores y, por otro, la retracción de la oferta de empleo debido a la crisis económica. La superación de la situación permitió que en la década de los ochenta, con Felipe González desde 1982 en el poder, encabezando el partido socialista, hubiera una mayor incorporación de la mujer al trabajo asalariado.

Como decíamos, a finales del siglo XX adquirió importancia el empleo a tiempo parcial. Los empresarios lo utilizaron como una medida para salir de la crisis. Ellas lo hicieron para escapar del paro. Era un tipo de trabajo mayoritariamente femenino: en 1995 ocupaba el 16,5 % de las trabajadoras frente a solo el 2,8 % de los trabajadores varones. En las entrevistas o encuestas, la mitad de ellas confesaba que aceptaba esta situación porque lo requería el tipo de actividad laboral que desempeñaban. Una cuarta parte de las mujeres lo justificaban por no encontrar otro trabajo de jornada completa y solo un 10 % explicaban que era para poder combinar mejor la jornada laboral con sus obligaciones familiares.[14]
Recientemente, las mujeres jóvenes han sido quienes en mayor número se han incorporado al mercado laboral. Y lo que es muy importante: su permanencia en el mismo no está ya ahora tan condicionada por las responsabilidades familiares como hace unas décadas. Muchas de ellas siguen trabajando incluso después de la llegada de los hijos y aunque, en general, sus condiciones laborales son más precarias que las de los varones, cada vez son más las mujeres con un alto nivel de calificación que dan a su carrera profesional la misma importancia que le dan la mayoría de los varones. Por tanto, e independientemente de la precariedad general del mercado laboral, el cambio estructural más importante que se ha producido en el mundo femenino actual es el aumento de su participación en el empleo.Como hemos visto en los apartados precedentes, el grado de importancia, tanto absoluta como relativa, que las jóvenes atribuyen al trabajo remunerado no solo no ha disminuido, sino que ha aumentado en los últimos años, y aunque para las mujeres con menor nivel de calificación el trabajo tiene un sentido más instrumental que para las más formadas, la función del empleo como elemento constitutivo de la identidad personal se ha revalorizado para todas ellas.
El “techo de cristal”
Se le hace tarde. Como siempre, se le hace tarde. Su compañero le ha preparado un desayuno vegetariano. Clara, mientras, va a despertar a su hijo. Es noviembre de 1989, la radio anuncia que ha caído el Muro de Berlín. ¿Qué pasará ahora?, se pregunta conmocionada. Atina a darse una ducha rápida, luego se viste: tejanos, una blusa ligera. Hace frío, es otoño: una cazadora por encima. Aún tiene tiempo de mirarse al espejo, antes de salir. Clara es una mujer de su época. Acabó la carrera de biología y ocupa un puesto de responsabilidad en una multinacional. Es capaz de elegir y decidir por sí sola, sin tener que dar explicaciones a nadie. Pone la fiambrera con su almuerzo en el bolso, coge a su hijo de la mano para llevarlo al colegio y baja rápida las escaleras. Poco después, llegará al trabajo montada en bicicleta. De momento, no piensa cambiar de ocupación. Se negó a asumir un puesto de mayor responsabilidad porque ello le hubiera requerido una mayor dedicación al trabajo en detrimento de una mayor libertad en el ámbito personal. Necesita tiempo: el niño, las tareas domésticas, su compañero, los amigos, sus clases de guitarra. No sintoniza con el perfil de una mujer trabajadora esforzándose para cosechar éxitos, empeñada en una lucha incansable por equipararse a los hombres y entonces verse abocada a pagar el precio de dejar olvidada su vida personal en el camino, sintiéndose todavía peor, culpable por ello. En su empresa, los hombres ocupan los niveles superiores, como altos ejecutivos o directivos, pero, a diferencia de lo que ocurre en otras similares, en la suya en esos cargos también hay mujeres. No es lo habitual; sucede que en los mandos ellas suelen encontrar su techo profesional en las categorías medias e inferiores. A Clara no le preocupa haber encontrado su «techo de cristal». Ni se lo plantea. Piensa que es necesario cambiar el modelo imperante en las relaciones laborales, tanto entre las mujeres como entre los hombres. En definitiva, fijar la vista en un modelo donde el trabajo no sea el centro de la vida. ¡Reivindicar tiempo, tiempo para vivir! ¡Cambiar esa sociedad hecha a medida de los hombres, de algunos hombres, de aquellos que siempre han tenido el mando!
Aquí cabe una pregunta, ¿qué es el «techo de cristal»? La escasez de mujeres en puestos de responsabilidad empresarial es algo conocido. En ambientes profesionales y académicos se habla de ello con preocupación. Pero ¿cómo definir este fenómeno? No es fácil. A mediados de los años ochenta, algunos profesionales de la sociología y la economía se refirieron al «techo de cristal» como la escasa representación de las mujeres en los puestos más altos de todas las jerarquías ocupacionales. Estos científicos sociales están de acuerdo en que esto es un hecho, a pesar de que ellas poseen una notable preparación para los mandos de dirección, tienen una formación contrastada y presentan las mismas condiciones para ejercer tareas de liderazgo. Los especialistas definen el «techo de cristal» como una barrera tan sutil que se torna transparente, pero que es un impedimento lo suficientemente importante que impide a las mujeres moverse dentro de las jerarquías corporativas. Algunas mujeres no acceden a puestos de dirección porque ni siquiera se lo plantean. No están dispuestas a dejarse la piel por el trabajo. Incluso frente a situaciones en las que el salario podría considerarse una razón suficiente. ¿El peso de la tradición? No necesariamente. Como Clara, muchas anteponen otras prioridades: la familia, los intereses personales, las aficiones, la vida, en definitiva. Muchas mujeres piensan que la sociedad ha de cambiar, que debe de interiorizar algunos de los valores que siempre se han relacionado con lo “femenino”. Ahora bien, hasta que eso llegue, en general, las mujeres no ascienden a puestos de responsabilidad porque no tienen opción. En un universo tan masculinizado, los varones se escogen entre ellos. Es un hecho que cuando se piensa en cargos de poder se piensa en los hombres. A las mujeres en edad de tener hijos, sobre todo, les resulta prácticamente imposible acceder a los primeros puestos de dirección. En muchas empresas, a las jóvenes se les pregunta directamente: ¿Usted piensa tener hijos? Esta aseveración debe matizarse cuando se trata de instituciones públicas. [15]
Ante el dominio del modelo masculino, algunas mujeres directivas, sin ser conscientes, hacen un intento de minimizar las diferencias entre sus propios enfoques y la norma masculina, consideran a sus colegas hombres superiores, e intentan imitar esa forma de pensar, organizar y actuar. Las mujeres que se identifican en general con los hombres creen que no es probable que las empresas elijan una mujer para un puesto importante, consideran que el género mujer difiere totalmente del género hombre, y al aspirar a puestos directivos se ven a sí mismas como la excepción, como únicas, porque han decidido ajustarse al patrón excluyente típico de tantos hombres.
El trabajo “formal”
El denominado trabajo formal, altamente regulado por un conjunto de normas que definen las relaciones laborales y que garantizan los derechos de las trabajadoras, ha coexistido siempre con otras formas de trabajo que no han estado sujetas a regulación de ningún tipo. Junto con las empleadas reconocidas formalmente como tales, cuyos derechos y deberes han sido objeto de una alta regulación, siempre han existido trabajadoras cuya actividad ha escapado a las definiciones tradicionales. La venta ambulante, el servicio doméstico, el trabajo a domicilio, pequeñas empresas que no declaran oficialmente su actividad, trabajos regulares sin contrato… Todas estas situaciones conforman un mercado de trabajo que se ha desarrollado en los márgenes de la sociedad salarial. Trabajo informal, marginal, clandestino, invisible, ilegal, oculto, no declarado, sumergido, son algunas de las etiquetas que se han utilizado para hacer referencia a una realidad compleja, cuyo rasgo más característico es la ausencia de regulación. Aunque no hay una definición comúnmente aceptada, se dan una serie de rasgos que definen al trabajo informal y lo diferencian del formal: no existen normas estatales que lo regulen, no hay sindicatos, no hay una regulación en cuanto a horarios y cantidad de tiempo dedicado, no existe el salario mínimo, no hay protección social. El trabajo informal no es una realidad nueva, sino que siempre ha existido, siendo la forma más frecuente de actividad laboral en los países no desarrollados o en vías de desarrollo. El fenómeno nuevo es que, lejos de estar reduciéndose, estas formas de trabajo, caracterizadas por una mayor vulnerabilidad de las trabajadoras y una mayor precariedad, están aumentando, no solo en los contextos en los que siempre han predominado, sino también en los países desarrollados. El trabajo informal, en todas sus variantes, es muy frecuente entre las personas jóvenes, sobre todo en las primeras fases del proceso de inserción en el mercado laboral.[16]
Si hablamos de precariedad, de desigualdad y de empleo feminizado hay un sector que lleva desde su orígenes encarnando estas características con pocos visos de progreso. Se trata de las conserveras ─trabajadoras de las fábricas de anchoas─ encargadas, principalmente, de empacar el pescado. Contratos temporales ─que no facilitan la conciliación y con remuneraciones inferiores para ellas respecto a ellos, por una misma tarea─ son la seña de identidad de esta profesión. En un sector predominantemente copado por mujeres —un 95 %—, los pocos hombres que ejercen en él cuentan con algunos privilegios respecto a ellas. Tradicionalmente se ha incluido a las mujeres en el conocido como grupo profesional «cinco» y a los hombres en el «seis». El primero de ellos está catalogado como de «producción» y el segundo, como de «oficios varios», que generalmente se llevan a cabo en el almacén. Estos gozan de mayores ventajas en cuanto a salarios y horarios laborales.[17]

En definitiva, es notorio que en las últimas décadas las mujeres han avanzado de manera positiva, tanto en el terreno laboral como social, pero es evidente que aún queda un largo camino por recorrer.
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Soledad Bengoechea, doctora en historia, miembro del Grupo de Investigación Consolidado “Treball, Institucions i Gènere” (TIG) de la UB y miembro de Tot Història, Associació Cultural.
[1] Schwart, Ruth, ”La Revolución industrial” en el hogar: tecnología doméstica y cambio social en el siglo XX”, en Carrasco, Cristina, Borderías, Cristina y Torns, Teresa (eds.), El trabajo de cuidados. Historia, teoría y políticas, Madrid, Catarata, 2011, pp. 97-121.
[2] Pilar Díaz, «La lucha de las mujeres en el tardofranquismo :los barrios y las fabricas», Gerónimo de Uztariz, num . 21, 2005, pp. 39-54.
[3] Castán, Jaime, «Las mujeres también ganaron el pan: trabajo y género durante el franquismo», IzquierdaDiario.es, https://www.izquierdadiario.es/Las-mujeres-tambien-ganaron-el-pan-trabajo-y-genero-durante-el-franquismo
[4] Gloria Nielfa Cristóbal, (ed.): Mujeres y hombres en la España franquista: sociedad, economía, política, cultura. Universidad Complutense, Madrid, 2003.
[5] La mujer durante el franquismo, http://www.vallenajerilla.com/berceo/garciacarcel/lamujerduranteelfranquismo.htm
[6] http://archivodeinalbis.blogspot.com/2012/08/las-primeras-espanolas-que-fueron.html
[7] Javier Casqueiro, «La Quijote de hierro de la diplomacia española”, El País, 9/3/2018. https://elpais.com/politica/2018/03/08/actualidad/1520530693_610140.html
[8] Jordi Roca, «Los (no) lugares de las mujeres durante el franquismo: el trabajo femenino en el ámbito público y privado», Gerónimo de Uztariz, n.º 21, pp. 81-99.
[9] Cecilia Fleta, «El éxodo de los 600-000 mil. Hace 45 años, España y Alemania firmaron el convenio que permitió emigrar a más de medio millón de españoles hasta 1973», El País, 27/3/2005.https://www.foroporlamemoria.info/documentos/2005/cfleta_27032005.htm
[10] Ibidem.
[11] Miguel Gutiérrez, «El cielu por asaltu», La Nueva España, 2 de abril de 2007.
[12] José Manuel Cabrera Díaz, Derechos humanos y derechos de las mujeres en la democracia española (1975-2000), Universidad de Salamanca, Salamanca, 2005.
[13] Entrevista oral realizada por la autora.
[14] José Manuel Cabrera Díaz, «El trabajo de las mujeres en la España democrática», en Josefina Cuesta Bustillo (dir.), Historia de las mujeres en España. Siglo XX, vol. III, Instituto de la Mujer, Madrid, pp.13-74.
[15] Entrevista oral realizada por la autora.
[16] María Ángeles Durán Heras, El trabajo no remunerado en la economía global, Fundación BBVA, 2000.
[17] Rubén Alonso, Latas de anchoas en conserva: empleo precario, feminizado y discriminatorio, Eldiario.es, 14 de julio de 2018.