Neoliberalismo y fin de la Guerra Fría
A finales de la década de los ’70 la edad de oro de las políticas sociales bajo el Capitalismo eran cosa del pasado. La clase obrera se empezaba a identificar más como consumidora que no por creadora de riqueza, al tiempo que asumía una cosmovisión del mundo de corte ciudadana y democrática.
Desde finales de los ’60 y hasta inicios de los ’80 aún existieron interesantes movimientos que denotaban la fuerza de las luchas sociales de cariz obrero, que se pudo materializar por la lucha armada en Italia durante los Años de Plomo, las luchas autónomas de trabajadores en el tardofranquismo, el surgimiento de movimientos como los Panteras Negras en Estados Unidos e incluso en la eclosión de otras luchas con carácter propio, como la feminista o la ecologista. Pero paulatinamente, en líneas generales, las ideas obreristas y especialmente las de raíz revolucionaria, empezaron a entrar en decadencia.
La URSS también empezó su declive en esos años, desgastada por demasiadas malas decisiones y con abundantes problemas internos. Los partidos comunistas, que en las últimas décadas habían representado la vanguardia del obrerismo revolucionario, en muchos estados se encontraban en plena crisis o en vías de desaparición, diluyéndose, en líneas generales, el temor que podía desatar el bloque soviético dentro de los estados bajo la órbita protectora del liberalismo occidental.
De hecho, esos años de derrota anunciada del proyecto soviético, coinciden con la eclosión de nuevas luchas sociales , muchas veces enfocadas en temas concretos y desconectadas entre ellas. Metafóricamente, se pasaba de una conciencia de clase trabajadora que englobaba creencias internacionalistas, antiracistas, ecologistas o feministas, a una situación de dispersión de las mismas en ámbitos de acción cada vez más concretos e interclasistas.
La popularización de medios de comunicación como la radio o la televisión dificultaron mucho la capacidad propagandística de posibles movimientos revolucionarios, una situación muy diferente a un siglo atrás, en donde los medios obreros podían competir e incluso ser más populares que los grandes medios de las élites.
La crisis de 1973, nacida a raíz que la OPEP decidiese alzar y controlar el precio del crudo, provocó un encarecimiento del coste de la vida generalizado, lo que significó un empobrecimiento de la población. Pero ante la inexistencia de un peligro social para la supervivencia del capitalismo, con una URSS en horas bajas y en medio de una crisis mundial iniciada por el encarecimiento del petróleo e inmune a las típicas recetas keynesianas, gran parte de los capitalistas optaron por una vuelta a los orígenes del liberalismo económico, llamando a este «retorno» neoliberalismo, el cual, ante el fin definitivo del bloque soviético en 1989, se ha convertido en la praxis económica (y política) hegemónica mundial. Su implantación se ha traducido en un Capitalismo salvaje, con estados vasallos a la economía y que, en momentos como la crisis actual, se permite el lujo de socializar las pérdidas de sectores claves, como ha sido el caso bancario.
La ascensión al poder de Margaret Thatcher en 1979 y la era Reagan de los ’80 fueron el inicio oficial de este liberalismo, ensayado en su momento con sangre en Chile, que considera que el estado debe de ir abandonando paulatinamente el intervencionismo en el terreno relacionado con las políticas sociales: seguro privado en lugar de sanidad pública, educación privada (y concertada) en lugar de pública, bajada paulatina del poder adquisitivo de los trabajadores para favorecer el incremento del beneficio empresarial, precarización endémica del mercado laboral unidas a campañas de desprestigio permanente contra las clases subalternas, etc.
En el caso español, el establecimiento del estado del bienestar fue tardío, nacido tras los Pactos de la Moncloa en los años de transacción democrática, se fue consolidado en los ’80, especialmente tras la integración europea de 1986, sin embargo, tampoco se le puede considerar como el más avanzado de Europa y, desde hace años, tanto con gobiernos socialistas como con populares, ha sido paulatinamente recortado en nombre de las políticas económicas neoliberales.
La mediocridad como seña de clase
No sé si lo tendrán fácil o no los historiadores e historiadoras del futuro, pero cuando analicen las mentalidades existentes en nuestros días, de manera indudable mostrarán el éxito de una conciencia como la de la «clase media».
En el siglo XIX, en plena expansión de los estados liberales y las transformaciones derivadas de la industrialización, un trabajador o campesino sabía y se sentía parte de una misma clase, mientras que frente a ellos estaba la llamada «clase media», que no era otra cosa que la burguesía, que entonces estaba en brega con gran parte de la «aristocracia» y otras clases altas que se privilegiaban y defendían los sistemas de Antiguo Régimen.
Sin embargo, el auge y seguimiento de ideales nacionalistas en las clases trabajadoras, especialmente visible a partir de los sucesos de la Gran Guerra de 1914 a 1918, o por la misma vía hacia la lógica de los estados-nación por parte de los revolucionarios rusos de 1917 en adelante, entre un largo etcétera de factores, como la proliferación de los medios de comunicación como la radio o la televisión, la popularización de un consumo de masas en occidente o la huella de una educación liberal, explicarían el porqué la conciencia obrera está de capa caída en nuestros días.
En nuestro presente predomina la mediocridad, en el sentido estricto de la palabra. Ser clase media es la meta que todo mortal quiere alcanzar o, cuanto menos, permanecer. Muchos se avergüenzan de su condición, mucho obrero u obrera, con ingresos insuficientes y penalidades de todo tipo, prefiere decirse que forma parte de la clase media-baja, que decir simple y llanamente que es una persona de clase trabajadora. Hemos llegado a la situación que se siente vergüenza por no ser un «triunfador», es decir, parte de la «clase media».
Parece ser que sentirse parte de una clase explotada, desde que se nace hasta que se muere, y asumir que existen otras antagónicas, para muchos es salirse de la normalidad, de la mediocridad ciudadana, y por lo tanto, puerta de entrada en el mundo de la locura. Y de este razonamiento primario, se entiende que personas desheredaras de la sociedad afirmen que los parados lo son por vagos, que los ejemplos a seguir sean personas como Steve Jobs o Elon Munk o que las metas en la vida sean poder comprar determinados objetos o propiedades, como ese coche pagado a plazos durante una década, o esa hipoteca que heredarán tus hijos en nombre del espejismo de la clase media.
Posiblemente esté loco por tener conciencia de clase, no lo pongo en duda, sí, más aún en pleno siglo XXI. Pero curiosamente, en todas las personas que he conocido que encajarían de verdad con la clase media «histórica», la burguesía de antaño, he evidenciado como su conciencia nunca ha muerto y actúan en consecuencia a ella: no olvidan que tu y yo somos clase trabajadora.