En la memoria colectiva, el año 1917 se encuentra asociado en forma inseparable con la Revolución de Octubre. No cabe duda de que el triunfo de los bolcheviques representó uno de los acontecimientos decisivos del siglo XX, al reconfigurar en forma radical el panorama político e ideológico del mundo durante las décadas siguientes. Sin embargo, esta importancia en la larga duración contrasta con su recibimiento a corto plazo entre la opinión pública europea. De hecho, a finales de 1917 la principal preocupación era si los bolcheviques firmarían la paz con Alemania, y cómo esta nueva situación afectaría el balance de fuerzas entre los contendientes de la Primera Guerra Mundial. Pocos podían imaginar que el nuevo régimen pudiera consolidarse y dar vida al primer Estado socialista.
Por otra parte, la trascendencia de la Revolución de Octubre se vio parcialmente eclipsada por la serie de serie de huelgas, motines e insurrecciones ocurridas a lo largo de Europa durante estos doce meses. El “año turbulento”, como lo definiera en sus memorias el presidente francés Raymond Poincaré, fue un período de crisis en Europa derivada de las condiciones impuestas por la guerra. Las revoluciones rusas, tanto la de febrero como la de octubre, fueron en muchos sentidos las manifestaciones más profundas de esta crisis. Al cumplirse dentro de poco 100 años del asalto al Palacio de Invierno, creo que es importante tener en cuenta la situación global europea para interpretar mejor los sucesos de Rusia, así como el desenlace final de la Gran Guerra y los violentos años posteriores.
Un aspecto central para comprender las características que asumió la conflictividad social durante 1917 es la actitud asumida por el movimiento obrero ante la guerra. Desde comienzos de siglo, la Segunda Internacional había manifestado continuamente su voluntad de actuar con firmeza para prevenir el estallido de un conflicto entre las potencias. Sin embargo, por debajo de las declaraciones públicas, los distintos partidos socialistas no habían logrado ponerse de acuerdo en un programa concreto de acción, en buena medida debido a las profundas diferencias sobre la huelga general como herramienta. En agosto de 1914, la Segunda Internacional se derrumbó ante la crisis europea, demostrándose incapaz de superar sus propias contradicciones. Los socialistas no sólo se limitaron a reconocer su impotencia, sino que apoyaron activamente el esfuerzo bélico, declarando una tregua política y llegando incluso en el caso de Francia a participar en gobiernos de coalición denominados como “Unión Sagrada”.
Esta paradójica actitud de los socialistas estuvo motivada por una multitud de factores, entre los que destacaba el carácter con que se presentó la crisis europea de agosto de 1914. El complejo mecanismo militar y diplomático que acabó desencadenando la guerra mundial funcionó en un modo en el que cada uno de los contendientes podía presentarse ante su propia opinión pública como la parte agredida, asumiendo así el conflicto el carácter de una guerra patriótica de defensa. Una situación muy diferente a la guerra imperialista teorizada por el movimiento obrero durante los años anteriores, ante lo cual la única alternativa a la defensa de la nación parecía la traición. De hecho, esta actitud no sólo involucró a los socialistas, sino que a la gran mayoría del movimiento obrero, incluyendo el sindicalismo revolucionario francés e, incluso, una fracción relevante del anarquismo. En aquellos países donde la entrada en la guerra presentó un carácter claramente oportunista, como en el caso de Italia, el movimiento socialista mantuvo sus posturas pacifistas.
También hay que destacar que, al igual que el resto del mundo, los militantes obreros consideraban que la guerra sería un breve paréntesis que no duraría más de unos meses. Por el contrario, la estabilización de los frentes y el inicio de la guerra de trincheras señalaron con claridad que la paz tardaría en llegar. En esta nueva situación, la capacidad productiva se convirtió en un elemento central para sostener el esfuerzo bélico y los trabajadores (en especial los cualificados) se transformaron en uno de los recursos más valiosos. En consecuencia, los gobiernos decidieron retirarlos de la primera línea y devolverlos a las fábricas, aún sometidos, eso sí, a la disciplina militar. Ante la importancia que cobraba el llamado “frente interno”, sindicatos y partidos socialistas comenzaron a integrarse cada vez más en el entramado de la producción de guerra, asumiendo un rol fundamental de mediación con respecto a los trabajadores y logrando incluso el reconocimiento legal en algunos países. En definitiva, en forma más o menos voluntaria, los sindicatos se transformaron en un engranaje fundamental de la máquina de guerra, por lo que generalmente las huelgas se desarrollaron en forma externa a ellos.
La situación militar a comienzos de 1917 es otro aspecto importante para comprender la crisis vivida en Europa durante este año. Como mencionamos, inicialmente todo el mundo estaba convencido de que la guerra duraría poco tiempo. Incluso cuando la situación parecía bloqueada, la idea de que el conflicto acabaría pronto se mantuvo durante gran parte de 1915 y 1916. Sin embargo, al cumplirse la tercera Navidad desde el inicio de los combates la situación era diferente. No sólo se había perdido la esperanza en una paz cercana, sino que ni siquiera se podía ver la luz al final del túnel. Las grandes batallas de Verdum y la Somme se revelaron como monstruosas e inútiles carnicerías (hubo alrededor de un millón de muertos en el frente occidental durante 1916), demostrando a la vez que una salida militar al conflicto sería extremadamente difícil ante el equilibrio existente. Por otra parte, los fracasos de las tímidas iniciativas de paz del gobierno alemán y de Estados Unidos a finales de 1916 evidenciaron que la paz conseguida por vía diplomática también era de momento una quimera.
La principal preocupación de los contendientes a comienzos de 1917 era encontrar un modo para romper el bloqueo en que se hallaba sumida la guerra. Los países aliados apostaron por una serie de ofensivas coordinadas entre los diferentes frentes, resultando un nuevo fracaso sangriento. Por su parte, los alemanes creyeron también encontrar la clave para romper el equilibrio. La superioridad naval británica había permitido la implementación de un efectivo bloqueo de los puertos alemanes, que contrastaba con las facilidades de los aliados para comerciar. Ante esta situación, la declaración por parte de los alemanes de una guerra submarina sin restricciones a comienzos de 1917 tenía como principal objetivo la asfixia de Inglaterra y, con ella, de todo el bloque aliado. La acción de los submarinos alemanes provocó enormes pérdidas y generó una situación de verdadero pánico entre los gobiernos. No obstante, la guerra submarina tuvo como principal consecuencia favorecer el ingreso de Estados Unidos en el conflicto, mientras que ya en primavera los británicos habían logrado neutralizar sus efectos organizando el transporte de mercancías en convoyes escoltados por la Marina. En síntesis, la guerra submarina irrestricta fracasó en inclinar la balanza del lado de los Imperios Centrales (más bien todo lo contrario), pero afectó gravemente la disponibilidad de suministros tanto para los países aliados como neutrales, contribuyendo a empeorar aún más la delicada situación de la población civil.
Durante la guerra se había producido un progresivo deterioro de las condiciones de vida en el “frente interno”. En primer lugar, la decisión de dar prioridad al aprovisionamiento de los ejércitos significó una menor disponibilidad de recursos para los civiles. Unos recursos que, evidentemente, eran inferiores a los tiempos de paz debido a la falta de mano de obra y a la acelerada reconversión de una parte importante del aparato productivo. La voracidad de la guerra industrial había creado una demanda de obreros muy superior a la oferta, lo que supuso la incorporación masiva de nuevos trabajadores al mundo industrial y un aumento de los salarios nominales. Sin embargo, la escasez de productos de primera necesidad derivó en una elevada inflación que canceló estas ventajas y provocó la disminución de los salarios reales. Por otra parte, la necesidad de mantener unos niveles de producción muy altos significó la sobreexplotación de la mano de obra, aumentando los horarios y los ritmos de trabajo. Las condiciones de vida del conjunto de los trabajadores se hicieron cada vez más duras, especialmente en el caso de las obreras. Las mujeres ingresaron masivamente a las fábricas durante la guerra, siendo obligadas a soportar jornadas laborales eternas para luego proseguir con las tareas domésticas.
El gris panorama social de los países europeos se agravó aún más debido al durísimo invierno de 1916-1917, caracterizado por unas temperaturas excepcionalmente bajas. Además de facilitar la difusión de enfermedades, el frío agravó el desabastecimiento debido a la congelación de los ríos, dificultando el transporte de mercancías. Como vimos, la guerra submarina alemana también empeoró la situación, impidiendo que muchos países pudiesen compensar su déficit productivo a través del comercio internacional. En el caso de los Imperios centrales, el bloqueo naval también había llevado la situación de la población civil a un nivel crítico.
La conflictividad estalló durante los primeros meses de 1917, cuando la escasez de alimentos y la elevada inflación causaron motines y saqueos (verdaderas “revueltas del hambre”) en gran parte de Europa. Si bien estas protestas tenían claramente un carácter socioeconómico, en el contexto de la guerra asumieron también una dimensión más profunda. Al demandar la movilización total de recursos para la guerra, los Estados beligerantes habían asumido una responsabilidad frente a sus ciudadanos para garantizar unos niveles mínimos de subsistencia. En este sentido, la movilización popular contra la inflación y la carestía tenía un carácter también político, en cuanto interpelaba directamente al Estado por su incapacidad de proteger a la sociedad de las fuerzas del mercado. En los países aliados, los gobiernos respondieron a través de una mejora de los sistemas de distribución y la introducción del racionamiento, logrando estabilizar la situación. Sin embargo, en los Imperios centrales el bloqueo comercial y la incapacidad estatal impidieron encontrar soluciones satisfactorias, contribuyendo en forma decisiva a deslegitimar estos regímenes y preparar su caída a finales de 1918.
Además de los motines y saqueos, 1917 marcó el retorno de la protesta obrera. El inicio de la guerra había provocado la casi desaparición de la conflictividad laboral en los países beligerantes, debido tanto al endurecimiento de la represión como a la implicación del movimiento obrero en el esfuerzo bélico. Por otra parte, se había desarrollado un sentimiento de responsabilidad entre la población civil con respecto a la situación de los soldados en el frente, por lo que, además de las trabas legales existía también una “prohibición moral” autoimpuesta de abandonar el trabajo. Así, inicialmente las huelgas fueron un fenómeno muy raro hasta que en 1917 se vivió una verdadera explosión huelguística que arrasó con cualquier reticencia.
En los años de la guerra, los trabajadores industriales vivieron una serie de situaciones paradójicas. Por una parte, los obreros cualificados habían sido retirados del frente, pero al coste de someterse a la disciplina militar y de aceptar algunas condiciones de vida y de trabajo especialmente duras. La escasez de mano de obra significó la incorporación masiva de nuevos trabajadores, como inmigrantes, obreros coloniales, menores de edad y mujeres. Estas nuevas realidades laborales sin cualificación amenazaban con debilitar la posición de los obreros de oficio frente a los empresarios. Sin embargo, estos nuevos trabajadores, en especial las mujeres, se demostraron particularmente combativos y lideraron las principales huelgas de este período. Además, la inflación tendía a suavizar los roces entre obreros cualificados y no cualificados, ya que obligan a todos a movilizarse para que los salarios pudiesen mantener su poder adquisitivo.
La guerra aceleró y consolidó un proceso de mutación de la clase trabajadora europea iniciado con la segunda revolución industrial, marcando además el triunfo definitivo de la gran fábrica por sobre el taller. El proceso productivo hubo de reconfigurarse para permitir la adaptación de estos nuevos trabajadores sin experiencia industrial, descomponiendo las tareas de los oficiales cualificados en una serie de procesos mecanizados de fácil aprendizaje. Rápidamente, emergió un nuevo estrato de obreros, sin una cultura de oficio pero especializados en la gestión de la maquinaría y, por ende, alejados tanto del artesano como del peón del siglo XIX.
La falta de experiencia industrial se traducía también en una falta de experiencia sindical. Además, como mencionamos anteriormente, la incorporación de los sindicatos en la industria de guerra significó que la mayoría de las huelgas de este período se desarrollaron en forma externa a ellos. La espontaneidad de la conflictividad laboral contribuyó también a una mayor concentración espacial. La gran fábrica se transformó en el contexto por excelencia de la acción obrera, favoreciendo formas organizativas asamblearias. En varios países, los delegados de fábrica se transformaron en figuras centrales del movimiento obrero, defendiendo posturas mucho más radicales que partidos y sindicatos. De este modo, la guerra favoreció el encuentro entre los cuadros obreros revolucionarios y una base recientemente incorporada al mundo industrial, sobreexplotada y atraída por la acción directa.
Según las estimaciones más aceptadas, durante 1917 hubo 872.000 huelguistas en Inglaterra, 661.000 en Alemania y 164.000 en Italia; mientras que en el caso francés, Jean-Louis Robert calcula que hubo 246.972 huelguistas en la región de París (Becker, 1997: 105). El nivel de conflictividad laboral en Francia fue inferior al de Gran Bretaña y Alemania; sin embargo, tuvo una especial importancia en cuanto la oleada de huelgas de la primavera coincidió con una serie de amotinamientos que afectaron al ejército francés. Tras el desastroso resultado de una nueva ofensiva francesa, varias unidades se negaron a trasladarse al frente, aunque las autoridades lograron estabilizar la situación a través de concesiones y represión. Estos episodios de indisciplina colectiva fueron únicos en el frente occidental; sin embargo, a diferencia del ejército ruso, los soldados franceses actuaron fundamentalmente dentro de una lógica militar, que no llegó a cuestionar la legitimidad del régimen republicano.
Salvo en el caso de Rusia, la agitación popular a lo largo de Europa durante 1917 no desembocó en una salida revolucionaria a la guerra; sin embargo, no fue tan sólo un bache en el camino o una simple caída de moral. La crisis de 1917 fue fundamentalmente la crisis de los argumentos que hasta ese entonces habían legitimado los sacrificios ligados al esfuerzo bélico. En este sentido, los gobiernos se vieron obligados a responder a la protesta popular intentando satisfacer sus demandas, aunque éstas no sólo tenían un contenido laboral o económico. La guerra había redefinido el rol y las responsabilidades del Estado en el contexto de la sociedad industrial y, por ende, también el concepto de ciudadanía. La caída de los Imperios centrales tras el armisticio se debió en gran parte al convencimiento por parte de la población de que su esfuerzo para combatir la guerra debía verse compensando por una democratización del sistema político. Por el contrario, los países aliados lograron superar la crisis social y renovar la movilización de la sociedad en pos de la victoria final. Si durante 1917 la crítica se había hecho cada vez más fuerte, a finales de año la mayoría de los gobiernos se encontraban plenamente comprometidos con la política de llevar la guerra hasta sus últimas consecuencias. Incluso en Italia, el desastre de Caporetto había transformado el conflicto en una guerra patriótica de defensa, permitiendo finalmente la construcción de un cierto grado de unidad nacional entre las fuerzas políticas.

Las protestas de 1917 habían mostrado un marcado carácter antibélico, signo de un cansancio evidente, pero no llegaron a conectar con el minoritario movimiento pacifista. Durante estos años, el pacifismo no supo proponer una salida plausible a la guerra, un verdadero programa de acción. Por este motivo, se mantuvo más bien como un rechazo moral a la barbarie del conflicto, más que como un movimiento político capaz de movilizar a las masas para ponerle final. En el caso del movimiento socialista, durante estos años se desarrolló en su interior una importante minoría disidente contraria a la guerra. En este sentido, la guerra fue fundamental para la configuración de una corriente socialista revolucionaria a nivel internacional, que encontraría rápidamente su punto de referencia en los bolcheviques y la Rusia soviética. Una corriente que logró tener un peso importante en los turbulentos años posteriores al armisticio, conectando en ocasiones con nuevos sectores de la clase obrera radicalizados.
Ahora bien, los años de la Primera Guerra Mundial también fueron fundamentales para la integración del movimiento obrero en los principales países europeos. La importancia de los trabajadores en el ámbito de la guerra industrial había obligado al reconocimiento de los sindicatos y su participación en el nuevo sistema de relaciones laborales. Como ha señalado John Horne (1991), la guerra puso a los dirigentes sindicales al centro de la gestión económica, confrontándoles con nuevos problemas y, sobre todo, con una nueva visión del Estado. En el caso de Francia, en el que existía una sólida tradición antiestatista, la guerra transformó completamente la visión del sindicalismo revolucionario. La CGT no sólo abandonó algunos de los principios fundamentales de la acción directa, sino que tras el armisticio levantó como principal bandera la consigna de la “nacionalización” de la economía.
Muy interesante Juan Cristóbal. Enhorabuena. Lo citaré en más de una ocasión.
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