Reseña crítica de “La Daga y la Dinamita. Los anarquistas y el nacimiento del terrorismo” de Juan Avilés [Barcelona, Tusquets editores, 2013]. Es una obra ya veterana y que no es la última, en este sentido, aparecida por la corriente historiográfica de Avilés, catedrático de la UNED.
El bueno.
Juan Avilés desde hace bastantes años ha sido una figura destacada en el estudio de la violencia política en España, especialmente la descrita como terrorista. En este contexto pues, debemos situar esta investigación editada por Tusquets el pasado 2013. Elegimos dicha obra porque es la más recientemente leída, aunque, tal como sostengo, sea más moderna o más antigua, seguirá con los mismos planteamientos que siempre ha tenido.
Avilés es un investigador de lectura obligada para todas las personas interesadas en el anarquismo pues es, sin duda, uno de los historiadores con más conocimientos sobre la materia. Sólo hay que ojear en esta obra su extensa bibliografía utilizada, las notas al pie o las referencias a documentos y archivos, para comprender que es una figura destacada en este terreno y que a priori aporta mucho aparato crítico y referencias a documentación primaria.
Por otro lado y desde hace bastante tiempo es un historiador que, a diferencia de la mayoría del gremio, destaca por cooperar en el marco de sus investigaciones, especialmente con su amigo Ángel Herrerín. En este sentido, leyendo este u otros trabajos, tales como el también reciente Anarquía, dinamita y revolución social1 de su tocayo, uno comprende que ambos investigadores, sin duda, beben de una misma metodología y trabajo compartido. Muestra de ello sería, precisamente, el mismo prólogo del libro de Herrerín, realizado por Avilés, en donde podemos leer unas palabras que nos muestran este tipo de trabajo en equipo:
“Hace ya bastantes años que Ángel Herrerín y yo venimos colaboranbdo en la investigación de los temas abordados en este libro. Ha sido un largo viaje en busca de la elusiva verdad, en el que hemos compartido largas horas en archivos y bibliotecas y también hermosos paseos y agradables cenas (…). Caminando junto al mar o ante unas cervezas hemos tenido muchas ocasiones de hablar acerca de atentados, de conspiraciones y de procesos, a menudo nos hemos influido mutuamente y a veces hemos disentido”2.
Sin duda un ejemplo claro de camaradería y socialización del conocimiento, un hecho bastante poco habitual en un mundo, como es el de las investigaciones históricas, más bien tendente al individualismo y la acaparación de fuentes ante posibles investigaciones rivales. De hecho, en el mismo prólogo de Avilés a su amigo, se reconoce que han compartido, incluso, los resultados de una misma base de datos, diseñada precisamente por Jesús Herrerín, hermano de Ángel.
A menudo se comenta que los historiadores, pese a nuestros supuestos enciclopédicos conocimientos, somos pésimos escritores y comunicadores, incapaces de expresar con claridad lo que en nuestras mentes habita. Por suerte Avilés en este campo dignifica la profesión, puesto que escribe y transmite bien, de manera amena y, lo que es más importante, también con un didactismo al alcance de todo tipo de público. No, Avilés no es el clásico historiador marxista que, utilizando un lenguaje enrevesado y lleno de tecnicismos, quizá oculte sus miserias intelectuales. Tampoco es el clásico estudioso o pseudointelectual, cual Félix Rodrigo Mora, que se aprovecha del desconocimiento del público lector para intentar vendernos una falacia. No, no es nada de eso. Es un historiador que metodológicamente honra a la profesión. Se podrá estar de acuerdo o no en las tesis de Avilés, pero sin duda, es un tipo atrevido, predispuesto a las referencias a pie de página en sus afirmaciones, así como claro en sus planteamientos. Algo que, desgraciadamente, abunda poco hoy en día.
Finalmente, en el terreno de lo positvo, destaco lo ameno que resulta su lectura, dada la multitud de temas que toca, tanto “locales” como “internacionales”. Me ha encantado, sin duda, ese estilo literario capaz de pasar de un análisis individual, como en los perfiles biográficos de Bakunin, Kropotkin u otras individualidades libertarias y a las pocas páginas, analizar sucesos y fenómenos de mayor escala. Avilés logra de manera admirable pasar de lo micro a lo macro sin apenas despeinarse y esto, sin lugar a dudas, es lo que más me ha gustado de este libro.
El Feo.
Avilés desde hace tiempo es un seguidor de la denominada teoría de las oleadas terroristas, la cual se podría resumir de la siguiente forma: desde finales del siglo XIX y hasta nuestros días, diferentes movimientos sociales y políticos han recurrido al terrorismo indiscriminado para lograr ciertos objetivos. Algunos historiadores e investigadores hablan de 4 oleadas, otros añaden o quitan alguna, pero el resultado final es bastante similar: desde los anarquistas y nihilistas de finales del siglo XIX, hasta los yihadistas actuales, han existido o existen toda una serie de movimientos que han optado por el terrorismo para sus fines políticos y propagandísticos, o lo que es lo mismo, se teoriza sobre la existencia de una especie de genealogía del terror que emana de ciertos enemigos de los estados pasados y presentes. También nos topamos con una tesis histórica centrada en un tipo de violencia política concreta, la de tipo terrorista, la cual sería, según Avilés y siguiendo, en este caso, la etimología del Departamento de Estado de los Estados Unidos de América, la “violencia premeditada, con motivación política, perpetrada por grupos no estatales o agentes clandestinos contra personas no combatientes, habitualmente con el propósito de influir en la audiencia” [p.17].

Así pues, en el caso de la historiografía hispana, cuando Avilés, al igual que Herrerín o Eduardo González Calleja e, incluso, Rafael Núñez Florencio, estudian el anarquismo, básicamente se interesan en su supuesto rol precursor del llamado terrorismo contemporáneo. De hecho esta tarea investigadora lleva décadas realizándose y continúa aún vigente y financiada en universidades. Sin duda una labor, la que realizan todos ellos, por norma general, con un buen estilo narrativo, mostrando diferentes matices explicativos y editando periódicamente sus apreciaciones y resultados, aunque a mi parecer, una de las primeras pegas que se les podría reprochar a estas investigaciones, las cuales tienen bastante éxito editorial, es que leída una, se han leído todas.
Avilés y Herrerín, por ejemplo, reconocen compartir la labor investigadora y sin duda son grandes amigos. Yo añadadiría a su favor, y de manera especulativa y sin ánimos de ofender que, a partir de la segunda o tercera cerveza compartida, igualmente deben ser unos tipos con una conversación más que interesante. Sin embargo, si no se conociesen, quizá Avilés podría ser denunciado por plagio por parte de Herrerín o viceversa.
Hagan una prueba, cojan el primer capítulo de Avilés en este libro y lean el segundo capítulo del libro de Herrerín del año 2011, y así a la inversa hasta finalizar las obras. Ante este pequeño ejercicio, muchos lectores serían incapaces de descubrir el quién es quién y que las obras habrían sido mezcladas, puesto que ambos, en sus planteamientos y conclusiones, pese a pequeñas divergencias, son como dos gotas de agua.
Las novedades, clarificaciones o reafirmaciones más destacadas de esta investigación son el reivindicar las viejas y desacreditadas teorías que describían al anarquismo como un movimiento sectario3 y milenarista4. También se rescata y dignifica, hecho que me provocó escalofríos por todo el espinazo, la obra del plagiador y padre de la criminología positivista, Cesare Lombroso, el cual afirmaba sin tapujos, en base a estudios racialistas y frenológicos (mediciones de craneos, estudios de facciones, etc.), que la criminalidad se podía transmitir hereditariamente y que el anarquismo era, en multitud de casos, una forma más de criminalidad y tenía relación directa con ciertas enfermedades mentales. Sin duda, valor no le falta a Avilés con estas afirmaciones, sabiendo que puede ser cosido a críticas y provocar más de una risa y chanza entre compañeros y compañeras de profesión. Son estas cosas las que a uno le hacen preguntarse si Avilés hace honor a la verdad, o es de aquellos que no quieren que la verdad les estropee una buena historia.
¿Cómo es posible hacer convincente una investigación que se sustenta en cimientos etimológicos y conceptuales tan débiles? A costa de pasar por alto muchos detalles. Si bien este libro describe o se adentra en la vida y milagros de multitud de personalidades destacadas del anarquismo, como pueden ser Bakunin, Kropotkin o Jean Grave, cuando se adentra en la descripción o mención de otras individualidades, en este caso, quizás no tan notorias en los anales de la Historia, o quizá más próximas a las posible etiqueta terrorista, nos damos cuenta que Avilés no va más allá del mero arquetipo. Y resulta triste, puesto que estereotipar a las individualidades anarquistas da fe de una cierta precariedad metodológica, impropia de todo un catedrático, como resulta ser el compañero Avilés. En algún momento del libro, por ejemplo, describe vagamente a los nihilistas como personas sin moral ni ética. Quizá sea un lapsus producto de una mala lectura de Max Stirner o de algún revolucionario exacerbado, tipo Nechaev, pero mientras leía estas afirmaciones no podía dejar de pensar en el viejo libro de memorias de la nihilista Vera Figner, para pensar lo triste que resultan este tipo de planteamientos lanzados tan a la ligera, sin ni tan siquiera tener en cuenta los fundamentos ideológicos y éticos de esas personas. Sólo hay que leer dichas memorias, otras obras de ella o a otros nihilistas para entender que, más allá del arquetipo, tenían una moral y una ética que motivaban su lucha: la transformación social por un mundo más justo, igualitario y libre, y eso no tiene nada que ver con la amoralidad y criminalidad que se intuye por las palabras escritas por él.
Existe el dicho que reza que el que avisa no es traidor y en este sentido, Avilés no lo es. Las continuadas asonadas y algaradas intestinas que encontramos entre las páginas de esta obra, ya se vislumbran desde la primera de ellas, cuando se siente capaz de soltar unas cuantas afirmaciones que justificarían el despido del editor de Tusquets o la persona que ha supervisado su trabajo, si es que eso se ha realizado por parte de la editorial.
Sin despeinarse, y en una sola página, es capaz de afirmar que el anarquismo como ideología es utópica5, como si las experiencias históricas durante la Revolución Mexicana, en la Ucrania de Makhno o en los episodios revolucionarios de la Guerra Civil Española fueran cosa del planeta Saturno. También afirma sin reparos que el anarquismo fue, en un ámbito internacional, un movimiento minoritario, a excepción de España. Supongo que, cuanto menos, Avilés ha leído cosas de Benedict Anderson6 y otros tantos investigadores, y más allá de excepciones y normas, en un ámbito global y como mínimo hasta la Primera Guerra Mundial, debería de saber que el anarquismo fue, en todo el mundo occidental, el movimiento social de tipo revolucionario y socialista con más importancia cuantitativa y cualitativa en casi todos los estados, siendo en latitudes como España, Francia, Italia, Argentina o Estados Unidos capaz de movilizar a millares de personas con relativa facilidad, así que esa excepcionalidad, a mi entender, tampoco es tal. Dos grandes afirmaciones con muy poco fundamento que son anticipos de lo que posteriormente nos brindan las páginas su investigación.
Para finalizar esta pequeña lista de interpretaciones más que discutibles, no me quiero dejar en el tintero una de las más apoteósicas e hilarantes. Es cuando Avilés intenta hacernos creer que ha descubierto petróleo, afirmando que el llamado grupo Benvenuto Salud7 existió y que seguramente se llamó Benevento. Para el lector poco avezado, o el avezado en la historia del anarquismo pero de otras épocas, quizá este hecho resulte de poca trascendencia, puesto que, a fin de cuentas, ¿qué puede importar un nombre? Pues sí, en este caso sí tiene importancia.
Avilés afirma que la Policía y demás se equivocaron en el nombre, puesto que confundieron Benevento con Benvenuto, y que por analogía fonética, lo lógico es que ese Benvenuto era en verdad Benevento, una referencia clara a una antigua insurrección, encabezada por anarquistas italianos, entre ellos el mítico Malatesta, en el Matese italiano durante los años ’70 del siglo XIX. Y que lo de Salud, era poco más o menos que el saludo final de los anarquistas. A partir de estas suposiciones, afirmará que Benvenuto Salud era en verdad el grupo Benevento. No niego que podría ser factible un error en el nombre, sin duda. Lástima que el nombre del grupo Benevento, en el caso barcelonés, desde hacía ya algunos años se relacionaba con aquellos sectores poco partidarios del atentado individual8, precisamente aquellos que, desde la FTRE barcelonesa, evolucionaron hacia el anarquismo sin adjetivos y los posicionamientos malatestianos. Es decir, aquellos Fernando Tarrida del Mármol, Pedro Esteve, Anselmo Lorenzo o Adrián del Valle quienes, entre muchos otros, ni borrachos encajarían en lo que, a mi parecer, nos intenta hacer creer el señor Avilés. ¿Qué objetivo tiene afirmar semejante desfachatez? ¿Intentar innovar en un campo más que trillado? ¿Intentar vendernos en un futuro libro las aventuras dinamiteras de un Anselmo Lorenzo o de un Tarrida del Mármol?
El malo
Seamos francos y directos, todo historiador normalmente renquea por culpa de su condicionamiento ideológico. Como afirmó en su momento el anarquista y librepensador Sebastián Sunyer -un terrorista para Avilés en esta y otras investigaciones, un pacifista después de haber realizado un estudio biográfico sobre él (pendiente de editar)-: “la historia nos enseña generalmente lo que el historiador quiere que aprendamos: si es católico todos los hechos dán la razon al Papa, para que este proclame en la tierra el predominio de ‘su infalibilidad’; si el historiador es liberal, en los mismos hechos encuentra razones para proclamar el ‘liberalismo’”9. A mi parecer razón no le faltaba. El condicionamiento ideológico hace que veamos un mismo hecho bajo diferentes prismas, y en esto quizá podamos ser indulgentes y considerar a Avilés un hombre sin mala fe en sus afirmaciones y teorías. Es un liberal o neoliberal, un demócrata actual que, si aplicásemos ciertos planteamientos foucaltianos, sería un engranaje más del discurso dominante y de lo que a menudo se llama pensamiento único. Él considera que la Democracia Liberal es el sistema menos malo posible, que la violencia política al margen del estado, por otro lado, y especialmente la causada por organizaciones no militares, es despreciable. Considera que, al fin de cuentas, ya estamos bien tal y como estamos, que no vale la pena cambiar el orden actual. Es de suponer que para tal razonamiento quizá tenga algo que ver su presente y futuro material bastante resuelto, o quizá no, quien sabe. Por lo tanto, a mi parecer, resulta comprensible que defienda lo que a él le va bien, que es precisamente el sistema vigente.
El discurso de las oleadas terroristas, en donde situaría a Avilés, no deja de ser una artimaña propagandística del occidentalismo para justificar el orden hegemónico. Es un discurso interesante y provechoso, porque al fin de cuentas justifica la hegemonía del liberalismo y desacredita a sus posibles enemigos. No hay duda que tras este tipo de investigaciones se esconde el viejo sueño de Francis Fukuyama, aquel que aspiraba al fin de la historia y del último hombre, aquel sueño que nos explicaba que, tras el fracaso del llamado Socialismo real, sólo quedaba disfrutar para el resto de los siglos de democracia, liberalismo, consumismo y disolución de conciencias revolucionarias, aspirando a vivir hasta el Apocalipsis en el mundo de los dóciles y demócratas ciudadanos.
Sin embargo, el 11 de septiembre del año 2001 unos aviones estrellándose contra unos rascacielos nos hicieron recordar que el sueño de Fukuyama era algo utópico. Avisos de la utopía de dicho sueño también resultaron ser los conflictos sociales derivados de la llamada antiglobalización, como también lo fueron experiencias como la revuelta zapatista de mediados de los ’90.
La construcción de los estados liberales fue, sin duda, un ejercicio permanente de violencia política. Los siglos XIX y XX, casi en su totalidad, fueron dominados por la violencia, tanto la generada por los estados como por sus opositores. Sin ella aún estaríamos bajo el dominio del Imperio Romano o hablando de monarquías absolutistas. Porque hoy como antaño, guste o no guste, la violencia política es uno de los motores de la Historia. La utopía discursiva de la paz, esa simulada paz en la cual vivimos, es uno de los eslabones que le queda al liberalismo posmoderno para mantenerse a flote. Sin este discurso adormidera dominante, fabricado y creado en redacciones de periódicos o canales televisivos, en ministerios de educación o mediante teorías como la aquí tratada, quizá frases como la del anarquista August Spies justo antes de conocer su sentencia de muerte, volverían a cobrar sentido:
“si los trabajadores de hoy en día acudieran a sus jefes, y les dijeran: ‘¡Escuchen! Su administración de los negocios no nos conviene más; nos dirige hacia unas consecuencias desastrosas. Mientras una parte de nosotros trabaja hasta la muerte, los demás, sin empleo, se mueren de hambre; los niños pequeños son triturados hasta la muerte en las fábricas, mientras hombres fuertes y vigorosos están parados; las masas viven en la miseria mientras una pequeña clase de respetables disfrutan del lujo y la abundancia; todo esto es el resultado de su mala administración, la cual les acarreará la mala fortuna incluso a ustedes mismos; renuncien ahora y márchense; cédannos sus propiedades, que no es más que trabajo no remunerado; lo tomaremos en nuestras manos, administraremos estos asuntos satisfactoriamente y regularemos las instituciones de la sociedad; voluntariamente les daremos una pensión vitalicia’. Ahora, ¿ustedes creen que los ‘jefes’ aceptarán dicha proposición? Ciertamente no creen en ello. Entonces nos forzarán a tomar una decisión, ¿o conocen otro modo?”10.
Salvando las distancias, la naturaleza del liberalismo occidental tampoco parece tan distante, quizá menos agresiva hoy en día y sin las hambrunas y epidemias de antaño, pero sigue siendo un sistema ineficaz y mal administrado.
Para la transformación radical de las existencias la Historia nos indica que suele ser necesario un cierto grado de violencia política. Lo utópico es pensar lo contrario, puesto que la soberanía en estos actuales estados liberales, que supuestamente reside en el conjunto de la ciudadanía, ha sido desde sus inicios ultrajada por diferentes élites sociales, especialmente las de tipo económico. Tampoco debemos de olvidar que esas mismas altas jerarquías, en momentos históricos de tensión social, no han tenido reparos en utilizar la insurrección, el alzamiento militar, el golpe de estado, los asesinatos selectivos o el amaño electoral, entre un largo etcétera de métodos violentos, para asegurar su estatus de dominio. La democracia liberal sólo sobrevive cuando la población cree en ella, y cuando esto no pasa, los Franco y fascistas de antaño, o los Pinochet y dictadores militares sudamericanos más recientes, por poner solo unos pocos ejemplos, salen a la palestra para rescatar, cosas de la vida, a esas mismas élites o una parte importante de ellas.
Avilés, como otros en este contexto, es parte del discurso dominante, encaminado a crear una imagen histórica del anarquismo y otros movimientos negativa, reduciendo el viejo concepto de lucha de clases a una mera burla, puesto que la esconde bajo el discurso de lo legítimo del liberalismo y lo ilegítimo de todo aquello que se oponga a él, adjudicándoles la simplista etiqueta de terrorista y, para rizar el rizo, afirmar que desde Bakunin a Bin Laden hay una conexión histórica, con marxistas, fascistas y ciertos nacionalistas.