Anarquismo Lucha de clases Marxismo

UN MUNDO DE LOCOS: abajo y a la izquierda (parte III de III)

El siguiente artículo es un extracto de un trabajo de investigación: EL GRITO DE LOS ESTUDIANTES, LAS CALLES SON DEL PUEBLO. Análisis de las manifestaciones estudiantiles mexicanas entre 1960 y 1968 de Reynaldo Díaz País (2015)
Primera parte: UN MUNDO DE LOCOS: de centros y periferias
Segunda parte: UN MUNDO DE LOCOS: ¡la imaginación al poder!

Abajo y a la izquierda

Hablar de Izquierda Latinoamericana no solo es hablar de un proceso de varios años sino también de la historia de la inmigración: al igual que las ideas liberales de la modernidad y del mundo contemporáneo, son ideas “traídas desde afuera”. Exceptuando algunos casos, costó formar una izquierda introspectiva que aplicara las ideas a las situaciones locales o regionales; considerando las condiciones socioeconómicas particulares. Esta falta de introspección se replicaría, de manera similar, en la ideología liberal desarrollada en el continente. Durante mucho tiempo —y hasta nuestros días— predominó la creencia en recetas mágicas traídas desde el extranjero para solucionar los conflictos sociales y las problemáticas económicas.

«El eslabón más débil de la cadena es el más fuerte, porque puede romperla»

El carácter de “ideología extranjerizante”, que aplica tanto para el liberalismo como para el anarquismo y el marxismo, permitió una modernización política en la sociedad latinoamericana. Sin embargo, también reforzó cierto eurocentrismo sólo superado por el centrismo del capitalismo estadounidense. En sí misma, la sociedad latinoamericana se caracteriza por su amalgama cultural producto de las diversas oleadas migratorias, especialmente durante el siglo XIX y XX. Este proceso de autoreconocimiento latinoamericano, siempre latente, se vio ralentizado por la hegemonía cultural occidental, enarbolada por el imperialismo británico durante el siglo XIX y por el posicionamiento mundial de Estados Unidos en el siglo XX. Ambas potencias económicas mundiales aprovecharon la importancia que tenían los índices económicos para la sociedad occidental en su conjunto, manteniéndose así como referentes culturales[1].

Recién a partir de los años sesenta, y con el surgimiento de una nueva izquierda (marxista y anarquista) en el mundo, comenzó a resquebrajarse de manera crítica la mirada hacia las dos grandes potencias del momento: Estados Unidos y la Unión Soviética. Se dio lugar así a una mirada crítica propia y, por lo tanto, también al reconocimiento a los aportes y logros latinoamericanos[2]. Estos movimientos emergentes concuerdan, casi exclusivamente, en poner en duda la hegemonía cultural de las dos potencias mundiales surgidas luego de la Segunda Guerra Mundial.

Para los años sesenta, las consecuencias del capitalismo estadounidense, que en su discurso abogaba por la libertad de expresión individual, comenzaron a ser más evidentes. El individualismo, apoyado en la creciente demanda social de la propiedad privada y la “legítima” competencia comercial afirmaba la existencia de un Estado belicista que pretendía intervenir en los asuntos extranjeros como método de defensa ante el socialismo soviético. Así mismo, el Estado de la Unión Soviética, que se jactaba de defender los derechos del proletariado, también comenzó a demostrar abiertamente sus consecuencias: un Estado autoritario y fuerte que no medía las consecuencias en pos de defender su causa, ya fuera en lo local como en lo internacional.

Para comprender más profundamente el crecimiento de la nueva izquierda latinoamericana durante esta década, primero hay que tener en cuenta algunas otras características del movimiento. Si bien el pensamiento de izquierda —en especial los movimientos anarquistas y el partido comunista— siempre estuvieron relacionados con el sector obrero en Europa, en América Latina no tuvieron la misma suerte. Incluso es difícil hablar de una homogeneidad en los sectores sociales participantes. Aunque durante los primeros treinta años del siglo XX se continuó el legado de estos movimientos, siendo espacios de participación de la masa obrera o de sectores más vulnerables, para los treinta años subsiguientes caería considerablemente la cantidad de afiliados socialistas, comunistas y anarquistas. Esto mismo se debe a varios factores: la persecución estatal hacia estos movimientos; el crecimiento del nacionalismo que se oponía a las ideas internacionalistas; el auge de gobiernos populistas que -(al menos desde la retórica)- tomaron las demandas de los trabajadores; la centralización de los distintos sindicatos; entre otros.

Así, entre 1930 y 1960, la izquierda latinoamericana comenzó a apoyarse en una parte de la sociedad más convencida por sus ideas que por las posibles conquistas sindicales: clase media universitaria, artistas, intelectuales y académicos. Si bien el aporte de estos sectores siempre fue constante para la izquierda en cualquier parte del mundo, el decreciente apoyo de la clase obrera fue un golpe duro. Sumado a los factores mencionados anteriormente, la izquierda partidaria en América Latina —especialmente aquellos partidos alineados con la propuesta soviética rusa— tuvo que sufrir la presión del estalinismo. Josef Stalin, que entre 1924 y 1953 consolidaba su poder en la Unión Soviética, también logró controlar o limitar los partidos comunistas en el mundo a través del Komintern.

Desde 1919, la propuesta del Komintern tambíen había sido determinante en el rechazo a la alianza con los partidos socialistas. De esta forma, los partidos comunistas no sólo se adjudicaban el amparo del, hasta aquel momento, único partido obrero que realizó la tan profetizada dictadura del proletariado, sino también la protección de una potencia emergente que crecía aceleradamente desde 1945. Obviamente, la directa participación del Komintern en Latinoamérica influiría negativamente, ya que controlaban los métodos de la participación obrera, demostrando así el nivel de centralismo y autoritarismo que el Estado soviético podía llegar a tener. Sin embargo, podemos destacar dos casos excepcionales que influirían posteriormente a la izquierda en los años sesenta.

Por un lado, el Partido Comunista Peruano, llamado así luego de la muerte de su líder José Carlos Mariátegui, quien durante su vida estuvo en contra de la aplicación del molde comunista tradicional dirigido desde la Unión Soviética. La justificación principal se basaba en la mayoría indígena dentro de la composición social y la tradición de solidaridad comunal en su pasado incaico. Por otra parte, el Partido Comunista Costarricense, fundado por Manuel Mora Valverde, siempre tuvo una posición crítica frente al estalinismo (pero sin caer en el trotskismo), abogando por defender un estilo comunista criollo con tendencia democrática, formando alianzas o respetando ciertas tradiciones locales. Esta postura iniciada en 1931 con la formación del partido, recién llegaría a ser reconocida por la URSS en 1956 con el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética.

De cualquier forma, para los últimos años de la década del cincuenta, las críticas que los partidos comunistas latinoamericanos recibieron —es decir, la crítica social y mediática al autoritarismo soviético—, junto con el decrecimiento imparable de los afiliados a los partidos de izquierda y el resurgimiento de las demandas sociales (aún en países en vías de desarrollo) dieron espacio al revitalización de otras ideologías de izquierda más radicales, de tendencia marxista o anarquista. Desde ya que la apertura hacia viejas pero renovadas alternativas que la izquierda en su conjunto hizo, se debe, en parte, a la muerte de Stalin (ya que permitió cambios dentro del propio partido soviético). Pero, aunque la política de sus sucesores (en especial de Nikita Jrushchov) buscaba desestalinizar a la sociedad soviética, también necesitó reestructurar todo el aparato partidario y político. Justamente, de eso se trata del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, que en 1956 reconoce la posibilidad de una transición pacífica al socialismo, además de algunas verdades de la sociedad burguesa como la libertad de expresión, la alianza partidaria y las reformas democráticas. Probablemente, en vez de darle aire y apertura de acción a los partidos comunistas latinoamericanos, tal reforma permitió un mayor reconocimiento hacia otras expresiones políticas.

«Creo que hay ahora razones personales para hacer una revolución, que son distintas a las razones estrictamente materiales, tal y como las concebía Marx, por ejemplo. Lo que se manifiesta cada vez más en la masa es un movimiento antijerárquico y libertario; ella quiere vivir suprimiendo esas jerarquías y esos jefes que nos estropean la vida, y es por eso que ellos combaten» Jean-Paul Sartre, Enero 1973 [3]

Como broche de oro —o como puntapié inicial—, la revolución cubana de 1959 tal vez haya aportado el mayor contenido ideológico y cultural a una sociedad políticamente rejuvenecida, la cual ya no creía en las soluciones propuestas por los tradicionales partidos políticos de izquierda. Suele decirse que una de las mayores características de la revolución cubana como símbolo cultural de la izquierda latinoamericana fue el hecho de presentarse como una alternativa de acción política. Todo en sí mismo parecía una ingeniosa novedad: una revolución social que se imponía tan cerca de Estados Unidos, en una sociedad mayormente campesina y sin apoyo de la Unión Soviética ni de ningún partido comunista. Incluso el movimiento revolucionario liderado por Ernesto “Che” Guevara y Fidel Castro había criticado el papel burocrático e inactivo del partido, aunque posteriormente se relacionaran y aliaran con la propuesta soviética.

Mientras que por un lado se ocultaron las expresiones anarquistas durante los años sesenta, por el otro, se ignoró la heterogeneidad y diversidad dentro de los mismas corrientes comunistas y socialistas. Así, se puede ver que los discursos hegemónicos — especialmente el soviético y el estadounidese— intentaron caracterizar los fenómenos sociales como una masa uniforme y definida. La historia de la izquierda latinoamericana es compleja y amplia, y muchas veces estudiada como un proceso simple, homogéneo y hasta similar a otras regiones: nada más equivocado que ello.


[1]  Si bien desde el surgimiento del liberalismo económico, con Adam Smith, los índices económicos fueron cada vez más considerados para analizar e interpretar la realidad social; los mismos se cristalizaron en el imaginario social con la aparición de otras corrientes ideológicas como el marxismo y el anarquismo.

[2] Podría considerarse el surgimiento en distintos momentos del nacionalismo entre mediados del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX como momentos de autoreconocimiento cultural. Sin embargo, fueron movimientos que más bien buscaban marcar diferencias culturales en la región (aunque con referencias distorsionadas de la realidad) con el fin de establecer identidades particulares y únicas. Incluso las ideas sobre la clase obrera que algunos marxistas y anarquistas tuvieron, y que buscaban luchar con las barreras que el nacionalismo imponía, también fueron ciertamente distorsionadas por la imagen de la clase obrera que los propios intelectuales europeos proyectaban al resto del mundo.

[3] Sartre, Gavi y Victor. On a raison de se révolter. Discussions. Editions Gallimard: Francia 1974. (p. 188)

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