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El culto obrero a la dinamita en el siglo XIX

Reflexiones sobre la relación entre atentados políticos y las políticas de los estados occidentales.

Los años de Ravachol

François Claudius Koënigstein, alias Ravachol (1859 – 1892),  fue un hombre de familia humilde. A medio camino del mundo laboral y delincuencial, llegó a asesinar a un anciano para robarle su dinero y saquear tumbas para poder sobrevivir. Tras los sucesos de Fourmies y la represión antianarquista de Clichy, decidió cometer varios atentados contra los responsables de la represión obrera: colocó entonces bombas en las casas del juez y del consejero-procurador que reprimieron a los anarquistas de Clichy.

Pese a que muchos anarquistas no lo consideraron como propio del movimiento, tras ser detenido el 30 de marzo de 1892, fue juzgado y condenado a muerte mediante guillotina. Su escrito de defensa ante el tribunal, en el cual justificaba sus acciones, fue considerado uno de los mejores textos que ensalzaban la rebeldía y el derecho a la revuelta contra las injusticias que el pueblo padecía. A partir de entonces fue alzado a la categoría de héroe dentro de las filas anarquistas; nombres de grupos de afinidad y de periódicos en su honor, pasando por poesías y canciones, son sólo unas pocas muestras del impacto que causó su vida entre las filas libertarias. De hecho, el anarquista Sébastien Faure creó una de las canciones obreras más populares en su honor, La Ravachole, la cual es una exaltación del dinamiterismo de Ravachol.

Después de él alcanzó fama en Francia August Vaillant, un pobre y desheredado francés, quién antes de morir en la miseria, lanzó el 10 de diciembre de 1893 una bomba en la cámara de los diputados franceses, denunciando así la represión antianarquista del gobierno de Jean Casimir Perier tras la detención y condena de Ravachol. Pese a no ocasionar víctimas su atentado, fue condenado a muerte a inicios de 1894. Tras los pasos de Ravachol o Vaillant, surgirá también la figura de Émile Henry, un joven nacido en Sant Martí de Provençals, actualmente un distrito de Barcelona, en 1872, puesto que era hijo de exiliados franceses. Retornó a Francia junto a su familia en 1882, tras la amnistía de los Communards. Criado en el seno de una familia de anarquistas y siendo un destacado e inteligente estudiante, acabó impresionado por la masacre de Fourmies y la muerte de Vaillant. A partir de entonces comenzaron sus aventuras dinamiteras. Saltaría a la fama por varios atentados, entre ellos la bomba explosionada en el Café Terminus de París, uno de los templos de la burguesía.

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La Dinamita como herramienta de liberación obrera    

La dinamita y su uso se alzaron en esos años como una de las armas más poderosas del proletariado, puesto que para muchos revolucionarios era necesaria para combatir los fusiles y las modernas armas utilizadas por los estados. Y cuando no se disponía de dinamita, el joven apátrida Sante Geronimo Caserio demostraba que un simple puñal podía ser útil para la causa y evidenciar la precariedad, en muchos sentidos, de las fuerzas “defensivas” del estado. Caserio se había enrolado a la causa del anarquismo en el contexto de las jornadas de mayo de 1891 en Roma, en un momento de fuerte represión antiobrera. Por su temprano activismo debió exiliarse de Italia en 1892, militando entonces en el anarquismo suizo para, finalmente, acabar haciéndolo en Francia, en donde decidió cometer el asesinato del presidente Sadi Carnot, una vez que éste denegó la gracia a Vaillant:  lo apuñaló hasta la muerte cuando se dirigía en su carruaje a la inauguración de la Exposición Universal de Lyon, el 24 de junio de 1894. Esos nombres y sus acciones representaron a juicio de muchos anarquistas el único camino a seguir en un contexto de permanente represión.

En el caso español, antes que el mismo Pallàs alcanzase la fama en su atentado contra el General Arsenio Martínez Campos en 1893, o que Santiago Salvador lanzase un par de  «orsini» en la platea del Teatro de El Liceo de Barcelona en el mismo año,  Francisco Ruiz, miembro del periódico La Anarquía, de Madrid, simbolizó el cambio de paradigma fraguado en el seno del anarquismo internacional en unos pocos años: éste tipógrafo, habitual de los ambientes antiadjetivistas, sindicalistas y templados en cuanto acción, era representante del núcleo madrileño hermandado con el de El Productor de Barcelona. Sin embargo, hasta en hombres templados como él, partidario de la acción colectiva, como demostraría su implicación en la organización del Congreso Amplio de 1891 en Madrid, se produjo el desengaño de la vía más pública y pacífica.

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Dos años después de participar como delegado sindical en Madrid en el mencionado encuentro, atentó contra el arquitecto ideológico de la Restauración, el andaluz Antonio Cánovas del Castillo. Adelantándose en intenciones al célebre Michelle Angiolillo (logró su objetivo en 1897), durante la noche del 20 de junio de 1893 decidió asesinar al político conservador andaluz. Ruiz se acercó al madrileño palacio de la Huerta, entonces residencia de Cánovas, transportando una bomba que depositó en uno de los accesos, encendió la mecha, llamó a la puerta y se quedó cerca para comprobar que todo saliese como él esperaba: que el político abriese el pórtico y se encontrase con la bomba lista para enviarle a mejor vida. Desgraciadamente para los intereses del anarquista, quien se acercó a abrir fue una simple trabajadora de la residencia. Ante esta situación y para evitar la muerte de una persona inocente, Ruiz se abalanzó hacia la bomba, afectándole la deflagración de pleno, muriendo así en el acto.

Tras estas acciones eminentemente individuales, el peso de la represión resultaba ser normalmente colectivo. Estados como el español entendían desde hacía años que la represión contra los causantes de un atentado no sólo se tenía que circunscribir a los hipotéticos autores materiales, también al entorno ideológico que los generaba. De hecho era una manera de entender la cuestión obrera y sus reivindicaciones como un asunto a reprimir, mientras que los movimientos socialistas revolucionarios que se desarrollaban en su seno como una plaga a extinguir. La dinamita, en ese contexto, fu una herramienta del proletariado en su lucha contra la burguesía.

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