Este texto se basa en los apuntes de la charla realizada el pasado 6 de noviembre de 2017 en la Universidad de Valladolid, durante unas jornadas realizadas por el colectivo universitario Alternativa Universitaria.
¿Qué son las naciones?
Antes de comenzar esta charla sobre el impacto de la Revolución Rusa y sus consecuencias en el ámbito nacional, habría que preguntarse qué son las naciones. La palabra nación a lo largo de la historia humana ha tenido diferentes significados, en épocas antiguas y medievales, la nación de una persona designaba su lugar de nacimiento, pero esa pertenencia era muy diferente a lo que ahora consideraríamos como nación. Por entonces era algo más relacionado con ser natural de tal pueblo, valle o zona geográfica y que, en muchos sentidos, no aspiraba a ir más allá del mero localismo. Muy diferente a la concepción contemporánea de la palabra, ya que las naciones, junto a los sentimientos identitarios de los patriotismos, han creado una cosmovisión del mundo que identifica a éstas como comunidades más o menos homogeneas, con ciertas características culturales, históricas, económicas y sociales que las diferencian entre ellas. Si en la época medieval o moderna la conciencia básica de la población quedaría más definida por la religión que no por la procedencia, en tiempos actuales, en un mundo dominado por los llamados estados-nación y movimientos nacionalistas que intentan crear nuevos estados, el patriotismo parece ser la identidad primaria de gran parte de la población.

No pretendo entretenerme demasido en este sentido, pero una de las lineas de investigación que he ido trabajando gira en torno a la idea, compartida por la gran mayoría de la historiografía, que las naciones actuales son comunidades imaginadas, es decir, una elaboración discursiva de tipo ideológico que «inventa» naciones según los intereses políticos de determinado movimiento o estado. Es un tema que historiadores de renombre como Benedict Anderson, Eric Hobsbawn, Ernest Gellner o Michael Billig llevan décadas trabajando y, en gran medida, extraño es el historiador/a que aún defienda las hipótesis que plantean que las naciones realmente son un producto innato de la humanidad, incorporado en el ADN y que tiene su génesis en periodos muy lejanos en el tiempo. Para que nos entendamos, todo nacionalismo actual, por ejemplo, se fundamenta en ciertos mitos fundacionales, de épocas en que las cosmovisiones del mundo eran muy diferentes a las actuales, en donde no existía sentimiento de comunidad diferenciada de índole nacional, pero que, sin embargo, los nacionalismos han recuperado para crear un discurso acorde a los intereses de un movimiento político contemporáneo. En otras palabras, mitos del nacionalismo español o catalán, por ejemplo, seguirían estos parámentros, al igual que cualquier otro nacionalismo. Tanto el mito del 12 de octubre como el del 11 de septiembre, fechas míticas del españolismo y el catalanismo respectivamente, no son más que meras manipulaciones de sucesos pasados.
Durante el siglo XIX se fueron popularizando, en el contexto de lucha entre el liberalismo y los restos del absolutismo, los movimientos nacionalistas. El absolutismo preconizaba que la soberanía, el poder que tenía cada monarquía, derivaba de la voluntad divina, justificándose así el poder de éstas para mandar. Sumemos también a este movimiento reaccionario a diferentes sectas cristianas activas en Europa por entonces, como católicos o protestantes, ya que también disfrutaban, de igual modo que las monarquías y sus séquitos, de numerosos privilegios y un gran poder sobre la población.
Frente a esta concepción del mundo creció la idea que afirmaba que la soberanía, la capacidad de justificar el poder del estado, residía en cada persona (aunque a menudo con matices patriarcales, raciales y clasistas), lo que significaba también, por el mero hecho de nacer, del disfrute de una serie de derechos (y deberes). En ese contexto nació el primer nacionalismo, de tipo liberal y que afirmaba que una nación no era más que el conjunto de la población con derecho a ciudadanía dentro de un estado.
Frente a esta concepción del liberalismo, especialmente tras el advenimiento de la Revolución Francesa de 1789, desde la reacción se intentó combatir esa idea de nación liberal, que servía como justificación para derrocar a reyes soberanos colocados, como en su momento copiará el dictador Franco, por la llamada Gracia de Dios. La respuesta del Antiguo Régimen al Liberalismo fue sencilla: utilizaron el concepto de nación y lo vincularon a características de diferente índole, ya fuese la «raza», la conciencia religiosa, o se manipuló el pasado para crear mitos fundacionales, es decir, toda una serie de parámetros que predestinaban a determinada nación a seguir planteamientos políticos concretos. Si se lograba, por ejemplo, vincular una nación a determinada creencia religiosa, se podía lograr que, en determinadas latitudes, como España o Irlanda, la Iglesia Católica, paradigma de la reacción, formase parte importante de las esencias nacionales, y esto en el siglo XIX era importante porque servía aún para justificar su poder frente al avancce del liberalismo. Como resultado de la pugna entre ese nacionalismo liberal y otro de tipo esencialista y reaccionario, floreció el nacionalismo de nuestros tiempos, ya presente en el mismo siglo XIX, y que mezclaba conceptos de ambos nacionalismos para justificar diferentes proyectos políticos.
Apátridas
Que hoy en día resulte extraño encontrar personas sin identidad nacional, no significaba que en el siglo XVIII o XIX fuese así. La identidad nacional no era demasiado elaborada en esos tiempos, siendo aún antiguas cosmovisiones del mundo o derivadas del discurso liberal más radical y de los incipientes socialismos, como el internacionalismo y el cosmopolitismo, conciencias que rivalizaron con el incipiente y hoy hegemónico nacionalismo.
Esa pugna identitaria entre nacionalismo y otras conciencias como el internacionalismo y el cosmopolitismo fue palpable hasta los acontecimientos de la Primera Guerra Mundial, que significaron un duro golpe a las identidades que no creían en o intentaban hermanar a las naciones. Diferentes factores como el poso histórico de la llamada nacionalización de las masas mediante sistemas educativos, fomento del militarismo o difusión en la metrópoli del discurso imperial-racista, habían logrado que, incluso entre sectores sociales históricamente vinculados al internacionalismo o cosmopolitismo, existiese una importante identidad nacional. Si a finales del siglo XIX podemos encontrar a un Bakunin con cierto apoyo al paneslavismo, o a un Marx que sentía en el orden y militarismo alemán cierto apego, situaciones como el llamado Manifiesto de los 16 con Kropotkin y Grave a la cabeza, la aprobación de los créditos de guerra entre reacción y SPD en Alemania, o la llamada Santa Alianza en Francia, dejarían en minucias aquellas inclinaciones decimonónicas. El internacionalismo, en muchos aspectos, fue derrocado por los mismos elementos que lo habían fomentado. ¿Cómo fue esto posible? En el caso libertario es un tema que he trabajado, aunque sea superficialmente [véase los dos últimos enlaces], pero en el caso marxista, hasta esta charla, no lo había tratado.
El Marxismo ante el abismo
En el caso del siglo XIX, excepto algunos tintes nacionalistas que se podrían encontrar en Marx en episodios como la Comuna de París, predominó un marxismo que defendía especialmente el internacionalismo y, en menor medida, el cosmopolitismo. En Engels, Marx y otros importantes teóricos marxistas, es fácil encontrar un discurso opuesto a los nacionalismos, y de hecho, durante la Revolución Rusa se produjo, en un ámbito global, un interesante movimiento de solidaridad proletaria internacionalista, aspecto que, en cierta medida, aún se puede encontrar en la figura de las Brigadas Internacionales durante la Guerra Civil Española de 1936 a 1939.
Sin embargo, ya desde finales del siglo XIX e inicios del XX, una parte importante del marxismo, quizá por estrategia política y cierto determinismo histórico en su teoría, empezó a interesarse en los discursos nacionalistas para transformarlos en su provecho. En 1914, Lenin en «El Derecho de las Naciones a la Autodeterminación«, un texto crítico con Rosa Luxemburgo y sus planteamiento internacionalistas, considerados por Lenin como arcaicos y poco prácticos, plantea una serie de ideas que, en el fondo, significan el aceptar la existencia de las naciones, aunque sea, de manera análoga a la llamada «dictadura del proletariado», como un paso necesario para la construcción de una sociedad más avanzada. Para Lenin las naciones, frente a discursos fundamentados en la raza o la religión, se basaban en dominios idiomáticos, es decir, tu lengua materna era la que te definía como parte o no de una determinada nación. Lenin, entre sus ataques a Luxemburgo insistía, no sin razón, que el derecho a la llamada autodeterminación de los pueblos era un tema discutido en el ambiente marxista desde finales del siglo XIX, como fue el caso del Congreso de Londres de 1896 de la II Internacional. Lenin aceptaba el nacionalismo como una etapa identitaria necesaria antes de llegar a una sociedad de tipo socialista e internacionalista, ya que serviría también para poder desarrollar y acelerar el periodo económico capitalista, necesario como paso previo al comunismo.
Lenin se mostraba, por mera estrategia y no tanto por sentimiento identitario, partidario de fomentar el nacionalismo y defender el derecho a la autodeterminación de los pueblos, ya que podían ser oportunidades para avanzar en la senda revolucionaria. A mi entender unos planteamientos con ciertas similitudes a la minoritaria parte del movimiento anarquista que, por aquellos años, aceptó tácticamente los nacionalismos, como Kropotkin, Grave, etc.
Más interesante que los planteamientos de Lenin resultan ser los de Stalin, otra de las personalidades importantes en definir el marxismo en el siglo XX. En enero de 1913, por ejemplo, apareció su texto «El Marxismo y la cuestión nacional«, el cual será, en gran medida, el modelo discursivo de la futura URSS bajo su mandato dictatorial.
Leyendo dicho escrito de Stalin se aprecia, de igual modo que en Lenin, cierto escepticismo frente al hecho nacional tal cual, es decir, aún pervive cierta desconfianza frente a la identidad nacionalista. Esto es apreciable cuando narra la evolución, en el seno del Imperio Ruso, de diferentes nacionalismos no necesariamente fomentados por el Estado, como serían los casos de sionistas, polacos, tártaros y panislamistas, armenios, ucranianos o de Georgia, su tierra natal. Por entonces, narra que aún pervivían sentimientos internacionalistas en el seno de las estructuras del socialismo pero que, al mismo tiempo, en organizaciones como la de los socialistas judíos, el Bund, aparecieron y se integraron ciertos discursos y aspiraciones abiertamente nacionalistas.
Este tipo de sucesos hicieron que Stalin se interesase o aumentase su interés en las naciones y el posible provecho que podían aportar a la causa revolucionaria. Stalin formó en dicho texto la columna vertebral del discurso nacionalista del futuro estado marxista de la URSS. La nación carecía de cualquier connotación racial o tribal y la definía como «una comunidad de hombres históricamente formada«, lo que implicaba que su existencia, como fenómeno histórico, no debía de ser ignorada.
Para que dicha comunidad fuese viable, según Stalin debía de ser capaz de perdurar en el tiempo, fundamentarse de igual modo, del mismo modo que defendía Lenin, en una «comunidad de idioma«, aunque frente a la existencia de naciones con una misma lengua pero diferenciadas en cuanto a identidades, como sería el caso por entonces de Estados Unidos de América y el Imperio Británico, menciona otras cualidades indispensables, como un territorio común para dicha nación, un vínculo económico y ciertos rasgos psicológicos compartidos. Básicamente una descripción acertada de lo que sucedía en el mundo durante el asentamiento y consolidación de los estados-nación y movimientos que aspiraban a construir nuevas naciones:
«Nación es una comunidad humana estable, históricamente formada y surgida sobre la base de la comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología, manifestada ésta en la comunidad de cultura»
Stalin, «El Marxismo y la cuestión nacional», 1913
De igual modo que otros marxistas, Stalin también consideraba, por mecanicismo y determinismo histórico, al nacionalismo como un mal necesario antes de la aspiración a una sociedad superadora de la idea de nación: «[la] liquidación del feudalismo y de desarrollo del capitalismo es, al mismo tiempo, el proceso en que los hombres se construyen en naciones«.
Como buen observador, consideraba que en el mundo más occidental era posible la creación de estados-nación homogeneos, pero en el mundo de Europa Oriental, pensaba que predominaban los modelos de estados plurinacionales, también constataba que básicamente los nacionalismos eran movimientos interclasistas que defienden los intereses de la burguesía, pero frente a ello, en lugar de favorecer un discurso internacionalista, que compitiese contra los incipientes nacionalismos, optó por el pragmatismo de utilizarlos bajo su prisma.
Gran parte del texto de Stalin es una observación histórica y en muchos sentidos describe acertadamente la realidad que le tocó vivir, la de la pujanza de los nacionalismos como identidad. Stalin y el marxismo en las siguientes décadas utilizaron un discurso muy similar a los planteamientos del nacionalismo liberal, de hecho, como Michael Billig afirmará en «Nacionalismo Banal«, el marxismo en Rusia, mediante la URSS, finalizará el proyecto de construcción nacional. Aunque para Stalin la burguesía no formaba parte del cuerpo nacional. Y tampoco hay que olvidar que la aspiración final era superar una idea caduca en favor del internacionalismo y cosmopolitismo.
Fue seguramente una decisión valiente, pragmática y racional con el devenir de los tiempos, pero que visto el paso de las décadas, del fracaso de todos los estados marxistas que han existido y existen, especialmente en lo relativo a la eliminación de clases sociales dentro de los mismos, o el peso discursivo que tiene el nacionalismo dentro de una parte importante del marxismo histórico hasta nuestros días, me inclinan a pensar que fue un tremendo error el optar por la vía de la aceptación de los nacionalismos: no se consiguió avanzar con lo que se pretendía; la construcción de una sociedad socialista igualitaria superadora de la idea de nación. Al tiempo que aceleró la crisis del internacionalismo, el cual también afectaba al anarquismo, el otro movimiento de masas en el seno del socialismo.
¿Se puede superar el abismo?
Dejando de lado en este momento mi papel como historiador, escribiré desde la perspectiva de una persona que aún, en el siglo XXI, se considera poco partidaria a la identidad nacional. Analizándola en profundida me parece una idea vacía, que únicamente sirve para manipular a la población y que se fundamenta en teorías filosóficas muy discutibles, todas ellas encaminadas al robo de la autonomía y capacidad de transformación de la realidad que tenemos por ser humanos.
En la España actual existen diferentes nacionalismos en disputa por porciones del territorio. En un lado de la trinchera tenemos al españolismo que, desde diferentes puntos de vista, intenta que la «patria» no se rompa, es decir, evitar que una porción o varias del territorio se independicen en nuevos estados. En la otra tenemos los mal llamados «nacionalismos periféricos», que no son otra cosa que movimientos sociales de tipo político que desean reformar España o contruir un nuevo estado. El caso catalán sería ejemplo de ello siendo la vertiente independentista la dominante. Dentro de dicho movimiento la CUP tiene relevancia, de igual modo que la proliferación de los llamados CDR’s (Comités de Defensa de la República [Catalana]), mientras que en el seno de estas organizaciones existen numerosos activistas que se reclaman marxistas e incluso de tradición libertaria.
La izquierda independentista catalana en los últimos años, pese a su aspiración a una sociedad de tipo socialista, ha tenido problemas internos ante la disyuntiva de si era más importante la identidad social o la nacional, y vistos los resultados del llamado Procés, pese a que la CUP y la izquierda independentista más o menos afín han aguantado el tipo, o que las aspiraciones de construcción de una república catalana sigan presentes, se observa cierto desgaste en el mismo proceso, con una burgesia nacionalista catalana impactada por unos cuantos presos políticos y a mi entender, con más voluntad de reforma del estado español, su vieja aspiración histórica, que no por la construcción de una verdadera república catalana independiente. De igual modo, la confrontación nacionalista ha hecho emerger en Cataluña una reacción españolista sin precedentes, canalizada especialmente por organizaciones derechistas, centralistas y neoliberales como Ciudadanos.
Tengo igualmente la sensación que, pese a legislación puntual en lo social que se sabía rechazada por el Tribunal Constitucional, para ese marxismo que aún integra el nacionalismo en su praxis, el tema social, en el contexto de una de las peores crisis económicas del capitalismo en su historia, ha quedado difuminado ante la guerra de banderas en los balcones, los lazos en el espacio público, el integrista español que entra en Vic con su coche arroyando cruces, el victimismo de unos y otras, los presos políticos, el teatrillo de un presidente exiliado, o las típicas declaraciones españolistas de cualquier rancio/a.
Seamos sinceros, la independencia no se logró por varios factores, pero uno fue crucial: sus principales promotores se dispararon en el pie y frenaron el proceso, posiblemente por las implicaciones que conllevaba. En el momento que los Mossos d’Esquadra decidieron manifestar su lealtad a Madrid, quedó claro que una de las cosas más básicas de cualquier estado durante la Historia humana no se cumplía: todo estado debe de tener la capacidad de defender y controlar el territorio que reclama como propio. Si no tienes un cuerpo represivo y armado, dificilmente un estado-nación puede existir, ya que sería imposible defenderse, por ejemplo, de tropas enviadas desde Madrid, o controlar a la población no conforme con el nuevo estado. Es así de sencillo, si quieres un estado, necesitas cuerpos armados.
Otro aspecto que señala el fracaso del proceso fue la declaración de pandereta de independencia, que tras ser proclamada fue suspendida. Evidentemente, lo fue porque más allá de una parte de la población movilizada, dispuesta a dejarse pegar y poner las veces que hiciera falta otra mejilla, no existía cuerpo armado capaz de defender nada de lo planteado.
El nacionalismo no es útil para movimientos revolucionarios, ni para aspirar a la construcción de un mundo más solidario y justo. Observemos a Cuba, sí, un estado que no es tan malo como los medios occidentales nos quieren hacer creer, pero en donde aún existen clases sociales, mientras que la economía gira más hacia el capitalismo que no al comunismo, es decir, una sociedad autogestionada desde abajo y con disfrute igualitario de los servicios, propiedades y consumibles generados. Venezuela, en fin, podríamos también afirmar que no todo lo que nos llega es correcto vía medios de comunicación de masas, pero observando fuentes alternativas, especialmente en el tema del discurso nacionalista, produce vergüenza ajena lo relativo a la República Bolivariana de Venezuela. Lo que predomina es un discurso nacionalista con resonancias anti-yanquis, apelaciones al patriotismo de estampa y tópicos, y demasiados «chándals» entre dirigentes del PSUV. ¿Brasil y Lula? Corrupción, nepotismo, vamos, lo de siempre. ¿China? Pues bien, lo que predomina es un capitalismo de mercado en donde el estado sigue teniendo peso, mientras que la sociedad china cada vez sigue los parámetros de comportamiento consumistas occidentales, al tiempo que mantiene una estructura dictatorial de partido único. ¿Corea del Norte? Si no tuvieran misiles nucleares, hasta la propia China los hubiese quitado del mapa, ante el esperpento de sistema que se han montado la saga de los «grandes líderes».
Lo mejor de todo es que en todas estas experiencias marxistas, todas ellas incapaces de avanzar hacia lo que preconizaba Marx y compañía, una sociedad que finalmente fuese autogestionada, igualitaria y con un estado reducido a meras funciones administrativas, lo que implicaba su defunción como tal, tienen algo en común: han fortalecido el actual mundo de los llamados estados-nación, y todos ellas destacan por fomentar y usar discursos nacionalistas para el mantenimiento del orden. No hay duda que el manto del nacionalismo, hoy más que nunca, es suficiente para tapar las vegüenzas de más de un dirigente político, que se lo pregunten a Margaret Thatcher y a la población británica tras el patrioterismo derivado de la Guerra de las Malvinas, que sirvió para que una política en horas bajas fuese alzada a la victoria en las siguientes elecciones. Que se lo pregunten hoy en día a Inés Arrimadas o Albert Rivera, quienes bajo el manto del españolismo rancio consiguen adeptos entre las clases populares, principales perjudicadas, por ejemplo, por esa intención de Ciudadanos para implantar el llamado contrato único, entre otras medidas abiertamente neoconservadoras y neoliberales.
Tampoco tengo una respuesta clara a la pregunta que abre esta parte de la exposición, ya que desde hace ya más de un siglo, al apostar la mayor parte de los socialismos por la vía nacionalista, se ha perdido uno de los ejes vertebradores de las conciencias revolucionarias, como era el antagonismo de clase entre quienes mandaban y los desheredados y desheredadas del banquete de la vida. Me resultan interesantes las lecturas actuales que se hacen desde planteamientos confederalistas democráticos, impulsados por el movimiento kurdo vinculado al marxismo revolucionario, pero impregnados en los últimos años por planteamientos libertarios, como el Partido de los Trabajadores del Kurdistán en Turquía o los kurdos y kurdas de las YPG-YPJ de Siria, quienes desde hace tiempo, y mezclando posicionamientos marxistas históricos, anarquistas, feministas y ecologistas, plantean, en el siglo XXI, la superación de los llamados estados-nación, ya que en palabras de su más conocido dirigente, Abdullah Öcalan:
«El derecho a la autodeterminación de las personas incluye el derecho a un Estado propio. Sin embargo, la fundación de un Estado no incrementa la libertad de las personas. El sistema de las Naciones Unidas, basado en Estados-Nación, permanece ineficiente. Mientras tanto, los Estados-Nación se han Convertido en un serio obstáculo para cualquier desarrollo social. El Confederalismo Democrático es, en contraste, el paradigma de los oprimidos. No es controlado por el Estado. Al mismo tiempo, el Confederalismo Democrático es el proyecto original, cultural y organizativo de una nación democrática. El Confederalismo Democrático se fundamenta en una participación de base. Su proceso de toma de decisiones yace en las comunidades. Los estratos superiores únicamente sirven a la coordinación e implementación de la voluntad de las comunidades que envían sus delegados a las asambleas generales».
Lo que plantea el confederalismo democrático tiene reminiscencias del pasado, de una época en que el internacionalismo y cosmopolitismo eran alternativas a la identidad nacional. Tras más de 100 años de errores por parte de los socialismos, volver a recuperar discursos superadores de la idea nacional es algo necesario, en un mundo cada vez más globalizado, la respuesta al capitalismo también debería ser global, y no es entendible que tras unos 250 años de explotación burguesa en algunas latitudes, se siga pensando desde diferentes planteamientos socialistas y revolucionarios en la necesidad de fomentar el nacionalismo como estrategia de lucha, pues como hecho histórico, al final ha tendido al beneficio en corto o medio plazo de la burguesía.
Estamos en el siglo XXI, y seguimos viviendo en una sociedad profundamente clasista y llena de formas de explotación, discriminaciones y demás injusticias. Una de ellas es el nacionalismo, que fortalece la cosmovisión actual del orden de cosas. Como historiador prefiero estudiar, por ejemplo, las actitudes críticas dentro del socialismo alemán durante la Gran Guerra, la ingente cantidad de corrientes marxistas que nunca renunciaron al internacionalismo y cosmopolitismo, o indagar en los factores históricos que hicieron posible que durante décadas existieran identidades en competencia frente a los nacionalismos, que no en buscar los albores de un supuesto nacionalismo catalán de corte libertario, o bucear por movimientos fracasados o estancados de liberación nacional marxista de la segunda mitad del siglo XX.