Verano de 1914. Una ola de entusiasmo patriótico recorre Europa. Multitudes enfervorizadas celebran el estallido de lo que se llamará en adelante (especialmente en Francia y el Reino Unido), la Gran Guerra. Manifestantes hervidos de nacionalismo recorren las calles de Berlín, Viena o París y los jóvenes británicos acuden en masa a alistarse. Fue entonces la más popular de las guerras. Un entusiasmo que caló incluso en medios intelectuales como lo demuestra el alistamiento voluntario del escritor alemán Ernst Junger o el de su compatriota, el pintor Otto Dix (1891-1969), aunque este último acabaría traumatizado por la experiencia bélica y su arte sería considerado como degenerado por los nazis al llegar al poder.1

Los futuristas de principios de siglo, seguidores de Marinetti, defendían la violencia como medio de progreso en los lugares más inverosímiles. En su manifiesto fundacional del 1909, publicado en el diario Le Figaro, ya se glorificaba la guerra “como única higiene del mundo” así como el militarismo y el patriotismo2. Inspirándose en él, en 1915 se publicó el manifiesto del literato italiano Guerra. Sola igiene del mondo en el cual se presentaba la guerra como una oportunidad para crear al nuevo hombre aunque fuera a costa del sacrificio de miles de vidas humanas.3
En su Ultimatum Futurista as Geraçoes Portuguesas do Seculo XX, leído el 14 de abril de 1917,el pintor y escritor portugués José Sobral de Almada Negreiros (1893-1970) se permitió el lujo de declamar en un teatro de Lisboa:
La guerra es la que devuelve a las razas toda la virilidad perdida en las masturbaciones refinadas de las viejas civilizaciones (…) La guerra es la gran experiencia (…) El odio es el más humano de los sentimientos, y a la vez un efecto del poder de la voluntad, o sea, una virtud consciente.
En el verano de 1914 pocos eran los que se oponían a la guerra y estos pronto fueron tildados de traidores y/o cobardes. Al respecto es bien revelador el testimonio de Stefan Zweig sobre el ambiente que se respiraba en Austria en esos días. ZWEIG (1990:277-278)4:
En honor a la verdad debo confesar que en aquella primera salida a la calle de las masas había algo grandioso, arrebatador, incluso cautivador, a lo que era difícil sustraerse. Y, a pesar del odio y la aversión a la guerra, no quisiera verme privado del recuerdo de aquellos primeros días durante el resto de mi vida: miles, cientos de miles de hombres sentían como nunca lo que más les hubiera valido la pena sentir en tiempos de paz: que formaban un todo (…). Por unos momentos todas las diferencias de posición, lengua, raza y religión se vieron anegadas por el torrencial sentimiento de fraternidad. Los extraños se hablaban por la calle, personas que durante años se habían evitado entre sí ahora se daban la mano. Todos los individuos experimentaron una intensificación de su “yo”, ya no eran los seres aislados de antes, sino que sentían parte de la masa, eran pueblo y su “yo”, que de ordinario pasaba inadvertido, adquiría un sentido ahora.
Ni que decir tiene que este clima de entusiasmo colectivo fue aprovechado por los gobiermos beligerantes que presentaron la conflagración como una guerra defensiva para proteger lo que Eric J.Hobsbawm denomina como “ventajas cívicas propias.” HOBSBAWM (1991:98):5
(…) Pero es significativo que los gobiernos beligerantes hicieran llamamientos pidiendo apoyo a esa guerra basándose no sólo en el patriotismo ciego, y todavía menos en la gloria y el heroísmo machistas, sino en una propaganda que iba dirigida fundamentalmente a civiles y ciudadanos. Todos los beligerantes principales presentaron la contienda como una guerra defensiva. Todos la presentaron como una amenaza procedente del exterior, una amenaza que se cernía sobre ventajas cívicas propias de su propio país o bando; todos aprendieron a presentar sus objetivos bélicos (con cierta inconsecuencia), no sólo como la eliminación de tales amenazas, sino como, en cierto modo, la transformación social del país en beneficio de sus ciudadanos más pobres ( “hogares para héroes”).
Cabe señalar, asimismo el espectacular viraje en la posición de los socialistas. En el Congreso de Basilea de 1913 se adoptó una declaración en la que se exhortaba a la clase trabajadora a realizar todos los esfuerzos posibles para evitar el estallido del conflicto bélico y a que, si éste, a pesar de todo, se desencadenaba, realizar todos los esfuerzos para su rápido término.6
El 29 de julio de 1914 se celebró la última sesión del secretariado de la Internacional en Bruselas cuando Austria ya había declarado la guerra. A pesar de las promesas de los unos y los otros de respetar los compromisos adoptados, lo cierto es que el 8 de agosto el SPD alemán votó en el Reichstag los presupuestos para la guerra y los socialistas franceses de la SFIO (Section Française de l’Internationale Ouvrière) hicieron otro tanto bajo el pretexto de que los trabajadores franceses tenían conquistas que defender como el sufragio universal masculino. Los socialistas que se opusieron como Jean Jaurès (1859-1914) pagaron muy cara su posición, incluso con su vida como el propio líder de la SFIO. Tras el asesinato de Jaurès por un ultraderechista, se formó en Francia un gobierno de concentración nacional en el que participaron varios socialistas. En Bélgica, Vandervelde, jefe del Partido Obrero Belga, declaró que la conflagración era una guerra santa para defender los derechos, la libertad y por el derecho de los pueblos a la libre determinación.7

En la anteriormente citada reunión de la Internacional del 29 de julio, el representante austríaco, Friederich Adler con el asentimiento de su correligionario húngaro Nêmec, declaró que la guerra era muy popular en Austria y que sería muy difícil que los socialistas pudieran hacer algo en contra de ella.8
Raros eran, pues, los pacifistas en aquel verano de 1914. Entre ellos, sobresale Karl Liebknecht (1871-1919), el único diputado del SPD alemán, -de los 111 de que disponía el partido en el Reichtag- que votó en contra de los créditos de guerra. Rosa Luxemburgo (1871-1919) (foto inferior), según el historiador colombiano Carlos Tuta Alarcón, le confesó a su amiga Luisa Kautsky que ese día, el 4 de agosto, quiso suicidarse ante lo que ella interpretaba como una felonía y una traición. Con la guerra ya en marcha, Liebknecht logró separar 19 parlamentarios del bloque socialdemócrata y en marzo de 1915 ya contaba con 31, 20 de los cuales se abstuvieron de votar los nuevos créditos de guerra, se conformó así el Partido Socialdemócrata Independiente.9
El movimiento anarquista no sufrió la fractura interna que padecieron los socialistas y, sin fisuras, aunque con diversos matices, como la representada por el pensador ruso Piort Koprotkin (1842-1921) o el escritor francés Charles Malato (1857-1938) (que veían en los aliados un mal menor frente a la agresividad alemana) se posicionó desde el primer momento en contra de la guerra. A pesar de ello y debido a las proclamas de Koprotkin, en marzo de 1915, un importante grupo de anarquistas emitió el comunicado “La Internacional anarquista y la guerra” en que dejaban meridianamente clara su postura ante el conflicto bélico10:
La verdad es que las causas de esta guerra que ensangrienta los campos de Europa, como las de todas las guerras precedentes, radica únicamente en la existencia del Estado, que es la forma política del privilegio. El Estado ha nacido de la fuerza militar, se ha desarrollado sirviéndose de la fuerza militar, y es en esta fuerza donde debe lógicamente apoyarse para mantener su poderío. Cualquiera que sea la forma que revista, el Estado no es otra cosa que la opresión organizada en beneficio de una minoría de privilegiados
Los primeros actos de insubordinación tienen lugar ya en 1914 y están relacionados, la mayoría de ellos, con la dureza de las condiciones de vida de los soldados. El barro, el frío, la escasez de permisos, el lamentable estado de los campamentos, el contacto permanente con la sangre y la muerte son razones que empujan a los jóvenes de leva a la rebelión.
El Comandante en Jefe del Ejército francés, Joseph Joffre (1852-1931) (foto inferior) consideraba a la tropa como responsable de las derrotas de los meses iniciales de la guerra y exigió por despacho telegráfico una aceleración de los procedimientos judiciales ya que su lentitud “impide de dar ejemplos que son totalmente indispensables”. Con la expresión Pour l’exemple se induce al rechazo de la indulgencia en la aplicación de la pena ya que ello podría afectar la disciplina, la obediencia a las órdenes y ser interpretada como una manifestación de debilidad. Podría favorecer, asimismo, comportamientos de cobardía durante los combates, de abandono de la posición por parte de los soldados y poner en peligro la vida de sus camaradas. En consecuencia, el general francés decidió crear consejos de guerra especiales encargados de juzgar de manera expeditiva a los reclutas acusados de deserción, desobediencia, abandono de su posición en presencia del enemigo y, a veces, incluso, por la más mínima sospecha de flaqueza o debilidad. La justicia militar sancionó, a partir de ese momento, tales faltas aplicando severísimas condenas como la pena de muerte, pero lo hizo también con una intención ejemplarizante para mantener a la tropa en un estado de obediencia absoluta.1
Tan solo en el mes de octubre de 1914, según un estudio del general André Bach, exjefe del Servicio Histórico del Ejército francés, unos 60 soldados fueron fusilados como el subteniente Chapelant del 98 regimiento de infantería. Su ejecución inspiró Senderos de gloria, el libro de Humphrey Cobb (1935) adaptado en la película homónima de Stanley Kubrick (1957).12La realidad, sin embargo, superaba a la ficción. Dos días antes de su fusilamiento, Jean-Julien Chapelant, alistado voluntario que había sido ascendido a subteniente, a quien se daba por desaparecido en la batalla, regresó de las líneas enemigas con una bala en la rodilla. Pero su coronel estaba convencido de que se había rendido sin luchar. En realidad, bajo un violento bombardeo, cuando su capitán fue alcanzado por una ráfaga, Chapelant (foto inferior) fue el último que ametralló a los alemanes. Y si cayó prisionero fue porque estaba herido y casi sin munición. Su superior, no obstante, se negó a aceptar las explicaciones y le acusó de cobarde al que había que fusilar para dar ejemplo.13
El caso de Chapelant no era, sin embargo, representativo de la mayoría de condenas que se producieron por aquel entonces ya que la mutilación voluntaria era la acusación más frecuente.
El 18 de septiembre de 1914, el consejo de guerra de la 29a división de infantería en Verdún condena a pena de muerte a seis hombres por haberse, supuestamente, autoinfligido heridas en las manos y en los antebrazos. La acusación se basaba, solamente, en los certificados del médico mayor de camilleros del 15 cuerpo del ejército, Cathoire, expedidos tras un rápido examen. Dos de ellos, los soldados Auguste Odde y Joseph Tomasini fueron fusilados al día siguiente mientras que los otro cuatro eran encarcelados en Verdún. El 11 de octubre, en el brazo de uno de ellos, Jules Arrio, se descubrió una bala straphnel alemana lo cual conllevó el aplazamiento de su ejecución y la de los otros tres hombres. En consecuencia, su pena fue conmutada por 20 años de detención y, finalmente, anulada por el Tribunal de Casación el 10 de marzo de 1915. El episodio evidencia el poco o nulo fundamento de muchas de las acusaciones y la arbitrariedad en la aplicación de las penas.14
A medida que avanza la guerra aparecen otras formas de desobediencia como los motines. Los soldados, de forma individual o colectiva, dan muestras de insubordinación no respondiendo a las órdenes del oficial encargado de lanzar el asalto. De esta manera, expresan su rechazo a participar en ataques que juzgan costosos en vidas humanas y que consideran abocados al fracaso.15
Entre los años 1914 y 1919, en la tercera División de Infantería del ejército francés. 605 soldados tuvieron que pasar por un consejo de guerra por causa de deserción (5, en 1914; 16, en 1915; 172, en 1916; 224, en 1917; 161, en 1918 y 27, en 1919) y 539, por abandono de su posición (41, en 1914; 29, en 1915;135, en 1916; 213, en 1917;104, en 1918 y 17 en 1919). La deserción y el abandono del puesto constituían los principales cargos contra soldados en consejos de guerra. De un total de 1716 juzgados en el periodo 1914-1919, 1.144 lo fueron por alguno de estos “delitos”.16
Los principales amotinamientos se dieron, sin embargo, en mayo de 1917 en el frente occidental. No solamente los soldados sino incluso muchos oficiales se negaron a seguir luchando. Los principales dirigentes de las sublevaciones fueron juzgados, sentenciados y ejecutados sumariamente en horas. De la importancia de estos hechos habla con claridad el hecho de que afectaran, en mayor o menor medida, a no menos de 54 divisiones y que el número de soldados franceses que abandonaron por su cuenta las armas en ese año de 1917 rebasó la cifra de 30.000 triplicando las deserciones habidas en el conjunto de los tres años anteriores.17
Es a Philippe Pétain (foto inferior), nombrado el 15 de mayo de 1917 general en jefe de los ejércitos a quien se suele atribuir la intensificación de la represión para acabar con los movimientos rebeldes. En junio de ese año, Pétain obtiene la supresión del recurso de revisión en los casos de revuelta y de insumisión y el derecho de proceder a ejecuciones sin rendir cuenta de ellas al poder político y, en consecuencia, sin recurso posible al indulto18
Durante los años que duró la conflagración, los consejos de guerra militares franceses condenaron a 3.700 soldados por desobediencia. 1.381 de entre ellas fueron a trabajos forzados y 2.400 hombres fueron condenados a muerte, 550 de las cuales fueron efectivas. Fue, sin embargo, Italia, el país que se mostró más intransigente ya que fusiló a 750 soldados reconocidos culpables de actos de desobediencia mientras que en Alemania, la cifra fue de “solo” 48 durante todo el conflicto19,
La proliferación de motines fue la consecuencia directa de las carnicerías que representaron las grandes batallas de 1916 como la de Verdún, de febrero a diciembre de ese año, que produjo, según Josep Fontana, unas 700.000 bajas, repartidas por mitades entre ambos bandos. “una de las peores de la historia si tomamos en cuenta su inutilidad y su coste en vidas y sufrimientos.”20
Uno de los combatientes en Verdún fue Louis Barthas. El soldado Louis Barthas (1879-1952),(foto inferior), tonelero de profesión fue movilizado a los 35 años y con dos hijos en agosto de 1914 y permaneció en activo durante los cuatro años que duró el conflicto. A pesar de tener que sobrevivir en trincheras plagadas de ratas y piojos, chapoteando en el barro, aterido de frío en invierno o asfixiado de calor en verano, Barthas llevó un diario en el que registraba los hechos cotidianos que tituló “Cincuenta y cuatro meses de esclavitud”. Barthas, un típico poilu o peludo, como eran denominados los soldados franceses, descargó en sus notas su amargura antes que con el enemigo alemán con los oficiales franceses. Relata el ambiente de brutal represión “que conducía a la pena de muerte por la más mínima infracción” y los terribles asaltos a la bayoneta contra las ametralladoras alemanas “un suicidio: nadie aspiraba a la gloria mediante semejante hazaña”. El diario de Barthas vio al luz en forma de libro en 1978 gracias al historiador Rémy Cazals.21
A Verdún le sucedió también en suelo francés otra batalla catastrófica, la del Somme, que duró cinco meses y se saldó con 623.907 bajas aliadas contra 429.209 alemanas y cuyo único resultado fue conseguir un avance de de 10 km de profundidad en un frente de unos 40 km de amplitud. Ya en 1917, en abril, en el Chemin des Dames la decisión del nuevo general en jefe del ejército francés, Nivelle, de golpear por sorpresa a los alemanes (sorpresa que no se reveló tal ya que los germanos estaban enterados) provocó 132.000 bajas francesas en diez días con 28.000 muertos y 20.000 prisioneros22. Un aspecto a reseñar de este enfrentamiento es el trato recibido por los combatientes senegaleses. FONTANA (2017:33)
Entre los aspectos más lamentables del combate figura el trato dado a los “tiradores” senegaleses, soldados africanos que fueron conducidos sin ninguna consideración a una masacre: se les llevó a zonas en que nevaba todavía, sin estar adecuadamente preparados. Pese a lo cual avanzaron con bajas del 60% -1.400 muertos en el primer día-, hasta que, por la noche, la propia artillería francesa acabó disparando sobre ellos.
Con mayor o menor grado de intensidad ningún ejército se libró de las revueltas. Todos los soldados vivían el mismo infierno y reaccionaban de la misma manera ante el horror. Así, el ejército alemán tuvo que hacer frente a un recrudecimiento del número de motines en los últimos meses del conflicto como consecuencia del fracaso de la operación Mickael, en el frente occidental el 21 de marzo de 1918.23
El ejército ruso tampoco fue inmune a los episodios de desobediencia y conoció un movimiento de revuelta sin precedentes con el amotinamiento de los soldados acantonados cerca de La Courtine, en el mazizo central francés. Allí, casi 10.000 soldados rusos desacataron las órdenes de los oficiales y exigieron su repatriación. Las autoridades francesas, de acuerdo con el mando ruso, se encargaron de reprimir esta insubordinación colectiva.24
El ejército austro-húngaro se vio, asimismo, afectado por actos de desobediencia y centenares de hombres prefirieron desertar de sus filas antes que rendirse. El ejército otomano, igualmente, experimentó un elevado grado de deserción y de insubordinación. Según los testimonios, se estima entre 300.000 y 500.000 el número de soldados turcos que habrían desertado de las armas imperiales a lo largo de toda la guerra.25
No se salvó tampoco el ejército italiano. Después de la derrota de los transalpinos en Caporetto, a finales de 1917, se produjo en sus filas una ola de insubordinaciones y de deserciones masivas ya que se estima que unos 100.000 soldados huyeron del teatro de operaciones. En Caporetto habían participado 257.400 soldados italianos y 350.000 austríacos. Estos últimos tuvieron 50.000 bajas, entre muertos y heridos. Los italianos, por su parte, registraron entre 10.000 y 13.000 muertos y 30.000 heridos, además de decenas de miles de prisioneros.26
En el Reino Unido, el reclutamiento obligatorio no se impuso haste al año 1916. Aún así, la presión social para alistarse era muy intensa. Batallones de mujeres patrullaban por las calles y entregaban una pluma blanca a los varones que no vestían uniforme militar. La ofrenda representaba la más directa táctica para identificar y humillar en público a los que desobedecieran la consigna de la propaganda gubernamental: “El país te necesita«.27

Más de 16.000 británicos dijeron “no a la guerra” por motivos éticos, religiosos, humanitarios o políticos. El impulso vino forzado por la imposición del servicio militar obligatorio en enero de 1916. La movilización de personalidades como el filósofo Bertrand Russell o el diputado liberal Philip Morrell lograron incluir la objeción de conciencia entre las cuatro posibles exenciones de la Ley de Servicio Militar de 1916.
El hecho de que la legislación británica fuera más tolerante que la continental no fue óbice, sin embargo, para que en el Reino Unido 306 soldados fuesen ejecutados por cobardía entre 1914 y 1918.28
Las fraternizaciones fueron otra de las muestras de desobediencia. Estuvieron ausentes de los documentos oficiales franceses, pero no así de los periódicos ingleses y de los diarios de campo germanos. El obispo de Soissons se hace eco del fenómeno y no, precisamente, en términos positivos: ”Ocurre que en algunos de nuestros regimientos de reserva, en la víspera de Navidad, gente de carácter no patriótico fraterniza con el enemigo. Bebe, juega con los soldados de la trincheras vecinas. No es ningún secreto, todo el mundo lo sabe en la ciudad”. En Gran Bretaña, incluso el conservador Times publicó un dibujo en el que se veía a soldados alemanes e ingleses abrazándose e intercambiando bebidas y cigarros.29
La coproducción (Francia, Alemania, Reino Unido, Bélgica y Rumanía) Joyeux Noël dirigida por Christian Carion en el 2005 narra una de esas confraternizaciones basándose en hechos reales que tuvieron lugar, probablemente, en la localidad de Frelinghien, cerca de Lille, en el norte de Francia en la Navidad de 1914.30
Con motivo del centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial celebrado en el 2014, el Ministerio de Defensa francés revisó al alza el número de ajusticiados durante esos años el cual ascendería a 953 soldados fusilados entre 1914 y 1918, 639 por desobediencia militar, 140 por delitos comunes , 127 por espionaje y 47 por motivos desconocidos.31
En Italia, entre octubre de 1915 y el mismo mes de 1917 hubo aproximadamente 140 fusilados por los más variados motivos. En un principio, la pena capital fue tan solo aplicada en los casos considerados de extrema gravedad como el espionaje o, precisamente, la deserción, pero con el tiempo se extendió a casos aparentemente menos graves entre los cuales llegar con retraso de un permiso o escribir en una carta frases injuriosas en contra de un superior.32
En cuanto a las cifras de fusilados de otras nacionalidades como por ejemplo la de soldados norteamericanos ejecutados, el periodista de la agencia France Presse Pierre.Marie Giraud habla de once soldados USA ajusticiados y de 48 alemanes que corrieron la misma suerte.33
Para concluir este estudio, volvemos a Stefan Zweig y a su libro El món d’ahir. Memòries d’un europeu (Quaderns Crema, 2001). Zweig, un pacifista convencido, nos describe una Europa de 1914 presa de una especie de fiebre nacionalista estimulada por los gobiernos beligerantes. Unos gobiernos que incitaban a luchar contra un enemigo extranjero que quería acabar con los avances sociales conseguidos y que ponía en peligro la civilización tal como se “vendía” que era esta en los diferentes estados. La mayoría de la población creía que la guerra sería poco menos que un paseo militar y que serviría para revigorizar a la juventud a la vez que ayudaría a construir un país más fuerte. Muy pronto, el brutal choque con la realidad abrió los ojos de muchos ciudadanos crédulos. Como señala Josep Fontana en El siglo de la revolución (Crítica, 2017), el peor de los rasgos de esta guerra que los pobres soldados de leva obligatoria no tardarían en descubrir fue el desprecio de las vidas humanas por parte de unos jefes a quienes no importaba mandar a sus hombres a la muerte para conseguir los éxitos personales que esperaban obtener de una victoria. Tanto es así que el primer ministro británico Lloyd George, le dijo en diciembre de 1917 a C. P. Scott, un periodista del Manchester Guardian: “Si la gente supiese (la verdad), la guerra se detendría mañana mismo. Pero, por supuesto, ni la saben ni deben saberla.34”
Los pobres soldados luchaban en unas condiciones materiales e higiénicas penosas y muchos de ellos como Louis Barthas consideraban a los oficiales de sus respectivos ejércitos como a sus verdaderos enemigos, no a los hombres que combatían en las trincheras de enfrente. En aquellos trágicos momentos no pocos combatientes descubrieron que la batalla que tenían que librar no era contra los ejércitos con los que se les obligaba a enfrentarse, sino la que tenían pendiente de entablar en sus respectivos estados contra los responsables militares, políticos y económicos de aquel desastre.