Los movimientos migratorios hijos de las revoluciones industriales ayudaron a la proliferación de conciencias internacionalistas y cosmopolitas hasta la Gran Guerra. Los proletarios y militantes revolucionarios huían de sus respectivas patrias en busca de la ilusión de un nuevo amanecer pero, tras vivir en su nuevo destino, descubrían que las injusticias sociales, la sociedades clasistas y los privilegios continuaban estando presentes.
En el último cuarto del siglo XIX los movimientos migratorios transcontinentales fueron bastante comunes, no pudiéndose explicar de otra manera el exponencial crecimiento demográfico en estados como Argentina, Uruguay o Estados Unidos de América, sin el masivo aporte inmigrante.
George Engel, uno de los ahorcados el 11 de noviembre de 1887 por los sucesos de mayo de 1886 en Chicago, uno de los hitos de la historia obrera, migró a territorio americano desde Alemania en 1872 “porque era imposible ganarme la vida con el trabajo de mis manos, tener la subsistencia digna como cualquier hombre desea, ya que la introducción de la maquinaria había arruinado al pequeño artesano [como él] y hacía que las perspectivas para el futuro se antojaran muy oscuras”1.
Llegó a Estados Unidos como un obrero sin militancia revolucionaria alguna y con ilusiones puestas en la república modelo de Estados Unidos, sin embargo, estos buenos pensamientos se esfumaron cuando comprobó que en su nuevo destino había “numerosos proletarios para los que la mesa no está servida; quienes vagan sin alegría por la vida cual parias de la sociedad. He visto a los seres humanos buscar su comida todos los días en montañas de basura en las calles, para calmar el hambre que los corroe por dentro”2.
Una vez asentado en territorio estadounidense, evolucionó hacia el anarquismo, pero de igual modo que pasó a muchos republicanos en España y otras latitudes, previamente cayó en la desidia y desconfianza en la política parlamentaria:
“tomé parte en la política con la fervencia de un buen ciudadano; pero no tardé en descubrir que las enseñanzas sobre la ‘libertad de las urnas’ son un mito, y de nuevo había sido engañado. Llegué a la conclusión de que mientras un trabajador sea un esclavo económico no puede ser políticamente libre. Para mi estaba muy claro que la clase obrera jamás obtendrá una sociedad que garantiza el trabajo, la comida y una vida feliz mediante el voto en la urna”3.
El proceso contra los anarquistas de Chicago entre 1886 y 1887, que finalizó con varias condenas de muerte y prisión fue, posiblemente, la última prueba que hizo convencer al anarquismo, así como a importantes sectores del obrerismo mundial, que de las repúblicas modélicas tampoco se podía esperar gran cosa.
Engel llegó huyendo de la miseria de Europa en busca de un paraíso, pero se encontró que los pucherazos electorales, la sociedad de clases y las injusticias eran una realidad. Pese a que era alemán, país en donde el marxismo era predominante, y pese a que en Chicago y otras localidades se relacionó inicialmente con marxistas también germanos, por experiencias personales como las anteriormente comentadas, o por el incumplimiento de leyes que protegían a la clase trabajadora, llegó a la conclusión que de la vía política nada se podía esperar, puesto que las únicas mejoras materiales que consiguieron él, así como sus compañeros y compañeras, fueron gracias a huelgas salvajes y otros conflictos no mediados, como los que asolaron Norteamérica a finales de la década de 1870.
Mientras Estados Unidos de América era por entonces el destino soñado de millones de migrantes del mundo, Argentina también representaba un foco de atención para la masa obrera empobrecida de Europa, especialmente para italianos y españoles. Pero de manera similar a lo que le pasó a Engel, muchos emigrantes comprendieron que la miseria global era un hecho.
Ejemplo de lo afirmado es un artículo aparecido, en abril de 1889, en el periódico anarcocomunista hispano “Tierra y Libertad”, en el cual se describía la impresión primeriza de un activista ibérico al llegar a Buenos Aires:
“al internarme en la ciudad tropecé con cuarteles en que hay armas y soldados para ametrallar al pueblo (…) tropecé con iglesias en que hay curas que enseñan el Cielo al pueblo, para ellos y sus acólitos tener el tiempo de escamotearle el bienestar en la tierra; tropecé con la policía, que con revolver y espada al cinto está de plantón en todas las encrucijadas de esta ciudad; (…) Por fin, en esta República Federal por excelencia, en todo y por todas partes se distinguen dos clases distintas y diametralmente opuestas como sucede en las repúblicas unitarias, en los reinos e imperios; una clase de explotadores y otra de explotados; una clase de ricos y otra de pobres. (…) este país no es aquel soñado paraíso terrestre, sino el paraíso de los bobos”5.
Para un estado como el español, la emigración obrera significaba que parte de su cuerpo nacional se marchaba del territorio patrio, mientras que para un estado como el Argentino, en pleno proceso de construcción nacional, con evidentes dificultades de control del territorio en zonas como la Patagonia, esa masa obrera era un reto a integrar, o incluso un problema si abrazaba posicionamientos internacionalistas y apátridas.
Como primera conclusión, las mismas migraciones obreras evidenciaron que la realidad de una sociedad clasista era un fenómeno mundial, lo cual hizo reforzar el rechazo hacia los diferentes procesos de nacionalización por parte, cuanto menos, del proletariado más consciente de las diferentes ramas socialistas.
«la guerra la hicimos todos por cobardía, no por valor. Nos llamaban, y como no teníamos valor para desertar, íbamos a la guerra». Gran frase
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